Tuesday 11 June 2013

Aquella noche. Y ésta. (Pt. 1)

Nota: Antes de que empiecen a leer quiero aclarar una cosa: parte de esta historia está basado en hechos reales, vividos por mí, escritos tal y como los recuerdo (algunos detalles "prescindibles" omitidos, pero en esencia es lo mismo). Supongo que no es necesario especificar cuál de las historias es la verídica. Ahí va.

Nota 2: No creo que vaya a escribir la segunda parte.



Al aire libre, esa noche cenábamos todos juntos, reunidos (la familia de lejos había venido a visitarnos), y para festejar el cumple de mi tío mi papá y mi abuelo cocinaron un asado de los buenos; tanta carne como uno pudiese desear con tantos sabores como uno pudiese necesitar. En cambio, esta mañana al café le faltaba azúcar; nunca me había gustado el café, pero necesitaba estar despierto para lo que iba a hacer, ya que no podía permitirme el más ligero tropiezo. Si digo la verdad no me acuerdo muy bien cómo empezó todo. Estábamos juntos, disfrutando tanto de la compañía como de la comida, y en un instante aparecieron aquellos cuatro hombres enmascarados y nos pusieron a todos nerviosos. Tenían juguetes de los que disparan bolas como el mío, pero a mamá y a papá éstos no les hacían tanta gracia como cuando era el mío el que les apuntaba. Con el cuchillo de desollar y mi fiel Beretta, salí de casa, cerrando la puerta con cuidado para evitar hacer ruido. Saludé a la señora Rius, cuya sonora carcajada hizo que un ruido aún superior al que él acababa de evitar fluyese por los alrededores. Como cuando jugaba a indios y vaqueros con mi hermano pequeño, ataron a los adultos, los más fuertes, para que no se rebelasen y nos llevaron a todos dentro (a los débiles y pequeños no hacía falta atarnos, porque el miedo ya nos hacía quedarnos en nuestro sitio). Empezaron a dar vueltas, cogiendo cosas, hablando de atar, desatar y de disparar a quien se moviese. Entre eso hicieron que mi abuela fuese a buscar el juguete de mi abuelo y se los diese. Eran buenos jugando, sabían que había que dejar al otro sin armas. Bajé las escaleras rápido, precipitadamente, y crucé el portal dejando atrás la seguridad que me garantizaba mi bloque de pisos para internarme en la jungla que eran las calles de la ciudad a estas horas. Vi a los jóvenes que aromatizaban cada madrugada el parque y tras bañarlos en una mirada de desprecio seguí a lo mío.
Entonces vi como la miraban. Mi GameBoy. No una cualquiera, la mía; una edición limitada traída de un lugar que está muy lejos que se llama Estados Unidos, con Pikachu dibujado a un costado. De color plateado, parecía dorada cuando la girabas mientras la miraba, como si fuese mágica. Tras el tedioso trayecto, me planté ante la puerta de mi víctima. Tomé un último respiro de aire fresco para calmar algún que otro nervio que se hubiese posado en mi ser y me dispuse a abrir la puerta. Y no era solo mi GameBoy. Allí también estaba mi primer Pokémon, el más poderoso de ellos, mi Blastoise. Llevaba desde que tenía la consola entrenándolo. Ya estaba al nivel 98, casi a punto de llegar al nivel 100 y convertirse en el más poderoso de todos. Pero sabía qué significaba esa mirada. Cuando abrí la puerta me encontré al desdichado engendro tumbado en el sofá, durmiendo, con un libro sobre su cabeza. He de reconocer que me sorprendía el hecho de que fuese capaz de leer más de cinco palabras seguidas sin que le provocase una migraña intensa; mi idea de atracador se ceñía más al típico indio sin dos dedos de frente que vive de lo saqueado. Entonces cogieron lo que aquellos hombres llamaron "el aparato" y lo metieron en la maleta dónde habían puesto todas las cosas pequeñas que consideraban "de valor". Aunque normalmente me habría quejado de que tocasen mi consola, el miedo me paralizaba; no podía hacer nada más que mirar. Sin preocuparme por qué desecho prosaico pudiese mi amigo estar leyendo, busqué algo con lo que atarlo por su casa; no tardé en encontrar cinta aislante.