Friday 27 May 2016

Porvenires

Atrévete,
Dile lo que piensas al Destino,
De sus hilos de oro.

Córtalos,
Usa esos dientes tuyos.
Tan blancos, tan puros.

En vano.

Ríete,
De la Fortuna jovial,
Mientras escribe el guión

Grítalo,
Aquello que anotó,
Todo en tu libreto quedó

Escrito, tallado.

Apedréalo,
Enséñale con dados al Azar,
Lo sentido al rendirte sin más.

Escúchalo,
Como dicta las caras,
Que al sol miran paradas.

Apuesta perdida.

Búrlate,
De la ansiosa Fatalidad,
De sus pautas sin finalidad

Y sigue,
Paso a paso el camino,
Que ella dicta mientras escribo.

Te embaucas.

Búscala,
En lo más hondo a tu Ventura,
Y desarráigala, de ella deshazte

Camina,
Nótala al primer paso aferrada,
A tu suela siempre apegada.

Acéptala por tuya.

Despídete,
Dile adiós al Sino,
Abrazo y beso sin propina

Recíbelo,
En el ocaso en tu puerta,
A aquella cada día se arrima.

Invítalo a pasar.




Tuesday 17 May 2016

Impossible

¿Where's the "enough" when fighting for something impossible? ¿Is there a line someone drew somewhere which shouts out loud "Good job, you reached as far as you could, you can surrender now."? ¿Does leaving that half done marks us with a never ending shame born of our capitulation? Hell no.

Some things are simply bound not to happen. No matter how hard we try, there are certain paths that can never be followed until the end; sometimes the ship's course is fix and the only doubt left is if we'll sink with it or we'll just leave before that happens.

These unattainable objectives always originate from something we already knew difficult. Conquering a heart, finishing a song, finding the right rhyme, solving a problem, helping someone... Sometimes we just take too long to realize that something is as impossible as it looks; on other occasions it is plain obvious.

Still, most of the times we just ignore the obvious and keep on working towards that unreachable thing as if it was possible. We shut our eyes, disconnect from our hearing and leave reality behind just for the sake of denying the evidence; we don't want our whole work to vanish, we don't want it to be worthless. Still, sometimes we accept the impossible as such. We face it and accept what cannot be, assimilating that we will never achieve what we were aiming for.

And what's wrong with it? Surrendering doesn't make us weak, it's no reason to be ashamed of. Being unable to do something is normal, we all have our limits. But that doesn't mean that our countless hours of work invested in such an objective are worthless, that's no reason to dump it all and jump off the train.

The thing about an impossible is not reaching it; it's about the road we followed, about the steps we made. Although we can be saddened by the unattainable, sometimes the thrill of the hunt is what makes it all worth. Realizing that you're closing up the distance between you and your target, never forgetting that you'll never reach it. Every stone we step on, every breeze caressing our soul, every drop of sweat reaching the ground; that is what makes the impossible beautiful.

Imposible

¿Hasta qué punto hay que luchar por un imposible? ¿Se ha marcado en algún momento la línea dónde dice "Aquí ya puede rendirse, usted lo ha intentado."? ¿O si lo dejamos quedaremos siempre con la marca de la vergüenza, la de habernos rendido, la de habernos dejado vencer?

Hay cosas que no pueden pasar. Por mucho que lo intentemos, nunca conseguiremos girar según que rumbos; hay navíos cuyo destino ya está escrito, la única duda es si naufragaremos con ellos o decidiremos dejarlos a tiempo. 

Los imposibles que seguimos siempre nacen de un objetivo que desde el principio ya era complicado. Conquistar un corazón, completar una canción, cuadrar un verso, resolver un problema, ayudar a alguien... A veces tardamos mucho en darnos cuenta de que un imposible es tal; otras nos es obvio al poco de apuntar a la meta.

Aún así, la mayoría de veces ignoramos lo obvio y decidimos seguir trabajando, seguir luchando, como si ese algo fuese posible. Cerramos los ojos, nos tapamos los oídos y si hace falta nos hermetizamos contra toda evidencia, solo con tal de que nuestro trabajo no sea en vano. Pero otras veces no es así. Hay veces, aunque pocas, en que reconocemos al imposible. En que lo miramos a la cara y lo aceptamos como tal; situaciones en las que asimilamos que nunca lo conseguiremos.

Y no está mal aceptarlo. Eso no nos hace débiles, no nos tiene que avergonzar. No ser capaz de hacer algo es normal, todos tenemos nuestros límites. Pero eso no significa que debamos dejar de lado aquello por lo que hemos trabajado.

A veces la gracia de un imposible está en el camino. Aunque triste, a veces es emocionante luchar por ese algo. Acercarse al centro de la diana cada vez más, recortar la distancia y descubrir poco a poco lo terrenal que es ese imposible, sin olvidar que será irrealizable. Y ahí esta la belleza del imposible, en el camino seguido, en las piedras pateadas y en los cielos que uno ha sido capaz de arrastrar hasta el suelo para hacerlos un poquito más posibles.

Sunday 8 May 2016

Filomeno, el cazador de silencios

Filomeno no siempre había sido así. Lo que antes había sido una cabellera larga de un color rojo como la sangre era ahora un pelo gris excesivamente corto, incluso para su gusto actual. Había dejado de lado las pesadas botas de escuarte pardo para proteger sus pies con unos calcetines de tirnio blanco, cuya piel se adaptaba a toda superficie con la misma facilidad que el agua líquida. Sus ojos, antaño de un ardiente marrón que había quemado incontables corazones en casi todas las tabernas de la ciudad de Dinter, eran ahora de un blanco casi níveo que le hacía parecer ciego; había que prestarle muchísima atención para descubrir el ligero atisbo de marrón que aún yacía ardiendo en su interior. Aún así, ahora solo ardía con un objetivo, y ese era el silencio. Pero, ¿cómo podía llegar a cambiar tanto un hombre?

Por aquél entonces Filomeno todavía estaba con Eri; todavía no se habían dicho el uno al otro lo que sentían, pero llevaban meses viéndose juntos, a solas, riendo en la intimidad y callándose ante los atardeceres que compartían. Habían paseado por el camino de Rihr, esquivando los charcos que se formaban en los baches al llenarse éstos de agua marina, acompañados por el estruendoso resquebrajar de las olas que cada cierto tiempo los salpicaban; también habían bailado hasta el amanecer en el faro del cabo Hania, dejándose los pies y la sonrisa en cada canción que compartieron.

El día que había provocado semejante cambio en Filomeno tenía mucho en común con aquellos, pero había algo que lo diferenciaba del resto; se habían centrado en hablar, en dejar de lado los silencios que habían compartido durante tanto tiempo y confiarse sus palabras mutuamente. Habían caminado como pocas veces lo habían hecho, y además habían decidido hablar de cada cosa que les llamaba la atención durante su paseo; la mirada perdida del violonchelista que tocaba en el bulevar, la brisa que había despeinado a Eri tantas veces durante el día o las gárgolas medio deshechas que colgaban de las paredes del templo de Irimina son solo unos pocos ejemplos de lo que compartieron entonces.

Pero fue al llegar al rompeolas que se desencadenó todo. Al llegar allí se sentaron y siguieron hablando sin pausa; hablaron sobre las olas, como avanzaban implacables y rompían al no dar más de sí, del mar y ese azul que por momentos parecía que los hechizaba, de los girgos que volaban a unos metros de ellos y se lanzaban en picado al agua en busca de comida, del sol que se escapaba de ellos y de la luna que los venía a buscar. Hablaron durante horas, olvidándose del hambre y la sed; quizás, si se les hubiese dado el tiempo suficiente, se habrían olvidado también de respirar, ya que se bastaban ellos solos. Solos y juntos.

Justo cuando parecía que no quedaba ya nada sobre lo que hablar, dudaron un momento; ambos estaban pensando lo mismo, pero ninguno se atrevía a decirlo. Las olas seguían quebrándose ante ellos, y la luna brillaba alta en el cielo como si intentase llamar su atención, casi celosa de lo que compartían. Parecía que estaba por llegar el momento de despedirse cuando ella se atrevió a hablar.

"Me encanta tu voz." había dicho. Al pronunciar esas palabras, Eri había bajado la cabeza y, aunque no la viese bien, Filomeno sabía que había enrojecido tanto como él. Pasó un rato hasta que fue capaz de responderle, pero esa chispa había sido suficiente para encender el fuego. Cansada de intentar captar su atención, la luna ya estaba empezando a irse cuando su mundo cambió; se habían dicho todo lo que podían decirse con palabras, emocionándose con cada sílaba que el otro pronunciaba, hablando cada vez más alto y siendo cada vez más sinceros el uno con el otro.

Cuando no quedan palabras para expresarse solo queda el silencio; a veces es un silencio vacío, tímido, que necesita algo que lo active. Pero ese no había sido el caso. El silencio que Eri y él habían compartido entonces había sido puro y único. Ese silencio les había hecho perder el norte, les había hecho olvidar por qué las cosas eran como eran. Sin saber muy bien cómo, sus labios habían acabado juntos, rompiendo así la única promesa que se habían hecho.

A los tres días, Eri ya estaba ingresada en el hospital Myd Inthala. Su enfermedad estaba pasando por un pico que se escapaba a todo lo que ella había sufrido hasta la fecha. Filomeno pasó con ella tanto tiempo como su trabajo y los horarios de visita del hospital se lo permitieron; al cabo de una semana ya todos sabían lo que iba a pasar, aunque nadie se atreviese a mencionarlo.

Eri nunca había estado tanto tiempo ingresada; como mucho había pasado en el hospital dos días, y normalmente solo se pasaba unas pocas horas con problemas y se quedaba el resto del día por si acaso. Por suerte le dejaron estar con ella esos últimos momentos; pudo verla sonreír y llorar, pudo oírla quejarse, diciendo que no quería irse, que le echaría de menos, que los echaría de menos a todos, y también pudo escuchar como le decía a él que no llorase, que todo iba a estar bien. A la última palabra de Eri la siguió un silencio conjunto, roto solo por los susurros de las lágrimas que caían al suelo.

Pasó el tiempo, pero Filomeno nunca fue capaz de superarlo; había tocado el cielo para acabar hundido, ahogándose en un foso del cual ni podía ni quería salir. Pero de repente, una noche en la que su caminata nocturna y su corazón lo traicionaron, se encontró con el rompeolas; fue allí donde lo sintió. El silencio que lo había hecho perderse aún seguía ahí, como un susurro. Era débil, no más que una sombra de lo que había sido, pero seguía siendo algo a lo que aferrarse. ¿A dónde había ido ese silencio? Si ya no estaba allí, tenía que haber huido; si quedaban huellas de ese silencio, quizás las habría también de otros silencios que había compartido con Eri.

Se pasó el año siguiente recorriendo las calles que se había pateado día y noche con Eri; lo hacía a todas horas, buscando los restos de los silencios que se habían dedicado. Cuando el tiempo lo favorecía repetía las excursiones que antaño habían hecho juntos, Le llevó mucho tiempo, pero al final se enorgullecía de haber conseguido recuperar fragmentos de la mayoría de los silencios que habían llegado a disfrutar juntos. Pero no le bastaba; el quería recuperar ese silencio que le había hecho desorientarse, ese silencio que los había perdido a ambos en el rompeolas tanto tiempo atrás.

Y, como entonces en el rompeolas, ahora estaba perdido. Llevaba horas andando por el bosque, siguiendo cada supuesto camino que encontraba; ahora ya empezaba a dudar de su cordura. Más de la mitad de caminos que había decidido seguir se los volvía a encontrar al cabo de un rato, y se enfadaba consigo mismo al pensar que había considerado camino a un par de hojas pisadas y algo de tierra seca.

El bosque, denso como él solo, estaba siempre oscuro. Si era de día, no había rayo de sol alguno que atravesase el denso follaje de los centenarios árboles que poblaban el laberinto; si era de noche, ni siquiera la luz de la luna se atrevía a entrar.

Pero lo que hacía que el bosque fuese denso no eran ni la oscuridad ni la maleza de la inmensa variedad que lo poblaba; lo que hacía al bosque tan denso era el silencio, un silencio que nada tenía que ver con otros silencios que había experimentado Filomeno. Y Filomeno era de los pocos hombres en el mundo que podían enorgullecerse de haber experimentado todo tipo de silencios.

Su caza le había llevado a las situaciones más incómodas del planeta, y en incontables ocasiones había podido apreciar lugares que de otra forma nunca habría llegado a conocer. Filomeno había sido testigo del silencio de las cataratas Khajimi, un agua cristalina y pura que fluía hacia abajo, ignorando la aceleración provocada por la gravedad; también había sobrevivido al silencioso parto de una madre ilmania, durante el cual el macho mata a la hembra justo antes de que ésta dé a luz para evitar que grite de dolor y deje sordas a sus crías, llevando a cabo una silenciosa pero brutal cesárea. Pero nunca había pasado por nada así. ¿O sí?

Le habían hablado mucho del bosque de Herjy, pero siempre susurrando. Era lo que tenían ese tipo de lugares; el silencio no era solo cosa de estar allí, sino que formaba parte de ellos hasta lo más hondo de su nombre. Por mucho que lo intentases, había nombres que no podías gritar; el del bosque de Herjy era definitivamente uno de esos.

Cuando la gente le hablaba del bosque de Herjy lo hacían de forma genérica; nadie era capaz de decir por qué se les hacía extraño. Aunque no era un lugar donde el viento corriese libremente haciendo de las suyas, el movimiento de las hojas debido a la brisa no era algo que faltase; eso sí, siempre lo hacían en silencio. Ni siquiera las ramas que de repente caían de los altos árboles que tapaban el cielo se atrevían a quebrar tan hondo silencio.

La constancia de la iluminación era algo que muchos habían mencionado, pero nunca lo destacaban; no era hasta que estabas en el bosque que eras capaz de darte cuenta de lo extraña que era la iluminación. No importaba si estabas tirado entre unos matorrales al nivel del suelo, oculto entre la maleza, o si te habías subido a la copa de uno de los pocos árboles que eran escalables del bosque; la luz era siempre constante, como un eterno crepúsculo que se cernía sobre el lugar sin pausa pero sin llegar nunca a su fin.

Además, los colores, o mejor dicho los tonos del mismo color, eran también algo curioso; ni siquiera las sombras alteraban unos verdes que Filomeno había notado que se reducían a solo veintidós tonalidades diferentes. Absolutamente todo era verde; los troncos de los árboles, la tierra, los frutos... Y absolutamente todos los verdes que había visto en los tres meses que llevaba allí eran reducibles a esos veintidós tonos.

Era imposible decir que había algo llamativo en el bosque; siendo tan magnífico, inesperado y mágico como lo era, la espesura se las apañaba para que nada destacase. Eso ya lo había notado Filomeno al pedir información a la gente con la que había consultado sobre el lugar antes de penetrar tan particular bosque, pero lo había atribuido a su falta de experiencia estudiando silencios o a que simplemente no eran detallistas. Y, al llegar al lugar, Filomeno había tropezado de lleno con que no había nada que destacar.

Al principio eso lo cogió desprevenido; se culpaba a si mismo, llegando incluso a forzarse a fijarse más en unas cosas que otras para tener algo que destacar. Pero al releer sus informes diarios se daba cuenta de que aunque lo intentase siempre acababa repartiendo equitativamente su atención. Ésa es una de las razones por las que llevaba ya meses estudiando el lugar; había tardado cerca de nueve semanas en darse cuenta de que el silencio del bosque de Heryi era algo tan puro, tan poderoso, que conseguía ser silencio en toda dimensión que Filomeno pudiese concebir; que alguien hubiese sido capaz de destacar algo de la frondosidad que ante él yacía hubiese sido incoherente, ya que el destacar era una forma de hacer ruido.

Ese lugar era justo lo que Filomeno había estado buscando desde lo que pasó con Eri, y por eso se había quedado durante tanto tiempo a pesar de haber estudiado los mismos aspectos del bosque una y otra vez. De cierta forma, Filomeno se sentía parte del mismo bosque; si él lo abandonaba después de tanto tiempo, después de haber pasado a formar parte de él, sería un ruido. Y por momentos pensaba que el mismo bosque lo había aceptado como parte de su eterno e inquebrantable silencio, ya que no tenía recuerdo alguno de haber pasado hambre en el bosque. Quizás ni siquiera había tenido que aceptarlo; por momentos era como si el bosque lo hubiese estado esperando a él.

Las primeras semanas había comido por costumbre, las tres comidas diarias a las que siempre había acostumbrado, pero con el paso del tiempo había dejado de hacerlo y tampoco sentía la necesidad de volver a ello. También notaba como no necesitaba respirar tanto como antes; podía llegar a pasarse horas con una misma bocanada de aire en la boca, y solo la soltaba cuando caía en que no estaba respirando; no lo hacía por necesidad ni reflejo, sino por sentido común.

Pero, ¿tenía acaso sentido fiarse de algo tan trivial en un lugar tan particular? Se sentía como si se tratase de un reencuentro, como si hubiese vuelto con alguien a quien había echado de menos aunque no lo recordase. Tampoco le preocupaba mucho; aunque le había llevado años conseguirlo, ahora se sentía bien.