Friday 20 September 2013

Por pasar el tiempo.

Escribir por escribir, por el mero hecho de que me sobran una hora y veinte minutos aproximadamente, no es algo que suela hacer. Pero, ¿Por qué no hacerlo ahora? Total, no tengo nada mejor que hacer. Además, al fin y al cabo, supongo que a base de teclear y teclear el tiempo acabará pasando. O al menos se me hará más llevadero. No hay otra cosa que se me ocurra para hacer ahora mismo. Esto de tener los horarios entremezclados y tener horas sueltas entre clase y clase no es para nada beneficioso cuando no se tiene mucho trabajo o, en su defecto, el trabajo que se tenía ya fue realizado con anterioridad. Pero qué le vamos a hacer, tampoco hay muchas salidas.
La verdad es que no se muy bien cuando dar por finalizado un parágrafo, ya que no hay una idea clara que me ayude a distinguirlos, el final de un diálogo, eventualidades a organizar cronológicamente o algo que me ayude a distinguir un grupo de palabras de otras. Solamente lo separo para no acumularlo todo, para que no quede todo tan junto. Porque ahora mismo carezco de ideas que pueda usar para ayudarles a ustedes, posibles lectores, a guiarse por este texto carente de significado, carente de mensaje alguno.
Porque eso es algo que no deben olvidar; así como normalmente escribo porque algo me impulsa a hacerlo, ya sea una idea, un sentimiento o simplemente las ganas de contar una historia que se me ha ocurrido,  ahora mismo lo único que me impulsa a hacerlo es escapar de las garras del aburrimiento, de este tedio que me acecha, que me impide hacer algo de verdadera utilidad.
Además, tengo la mala suerte de que el Adobe Flash no está actualizado en el PC que he cogido; si no no habría tenido que recurrir a este método para pasar el tiempo. Pero bueno, ya que estamos intentaremos hacer algo de provecho. Al ritmo de Pinkly Smooth (desde GrooveShark de móvil, porque la web normal tampoco la puedo cargar debido a la falta de actualizaciones) me pongo a escribir estas palabras vacías. Solo llevo veinte minutos escribiendo, aún debo superar otra aburrida hora aquí sentado, con nada más que este teclado y la música. ¿Podría hacer algo más?
Podría haberme ido a dar una vuelta, pero no tengo el tiempo suficiente como para asegurarme de que puedo dar la vuelta tranquilo y después volver a clase a tiempo. Relajarme en el parque que hay aquí al lado, salir y llamar a alguien con quien no hable hace tiempo o simplemente sentarme por ahí a leer.
Ya he encontrado la solución. Me voy a ver a Odiseo, dejo esto aquí escrito para la posteridad, de como me aburrí y estos veinte minutos los sobreviví a base de escribir tonterías que espero que valoréis como toca; ignorándola. Quizás ni siquiera lo publique. O quizás lo haga, pero más tarde. Ahora, me voy a leer. Buenos días a los que aún duermen.

Tuesday 30 July 2013

Caperuza granate.

Tras ponerse su caperuza roja, nuestra estimada joven salió de casa de su abuela, no sin despedirse. "¡Volveré pronto!" le dijo. Su abuela no podía ni imaginar lo que nuestra inocente protagonista planeaba.
Volvió por el camino más corto; aquél cuyos árboles eran hogar de hermosos pajarillos que, alegres, cantaban a un sol que brillaba radiante y lleno de felicidad. El camino, rodeado de florecillas de todo color imaginable, era realmente bello; los animales, confiados, se acercaban a uno con la calidez de una madre. Fue así como Caperucita Roja pudo atrapar a un conejo que, tras desollarlo, supo que era el principio de aquel plan que durante tanto tiempo había urdido. Lo guardó en una neverita que había traído para la ocasión y prosiguió. Un poco más adelante en el camino, decidió empezar a preparar las trampas. El conejo serviría de cebo, así que no tenía que sacarlo hasta más tarde.
Preparó con una cuerda (¡bendiga Dios las clases de nudos a las que su padre la había obligado a ir meses atrás!)  un mecanismo que atrapase al lobo en el mismo instante en que pasase por ahí. La cuerda estiraría del maldito mamífero hasta alzarlo a la altura de las ramas en las que esperaban preparadas trampas para osos, que lo retendrían por si, en algún momento, el lobo era capaz de liberarse de la cuerda. Dejó el conejo cerca de la trampa y marchó hacia casa.
Al día siguiente llamó su abuela; aún estaba un poco enferma, así que Caperucita volvería a tener que ir a llevarle un poco de caldo y una porción de esa tarta tan rica. Nuestra joven protagonista sonrió macabramente y se preparó para partir.
Cuando se encontró con el lobo, como de costumbre, aceptó ir ella por el falso atajo que éste le ofrecía, mientras él se iba por el camino verdaderamente corto. Pero no lo hizo; en cuanto el lobo avanzó un poco, Caperucita le siguió. El olor del conejo desollado atraía tanto al lobo que no se daba cuenta de que nuestra joven protagonista le seguía. En menos de lo que se tarda en decir escuálido, el lobo acabó colgado de una rama, enganchado a múltiples trampas para osos y sangrando a borbotones por las heridas provocadas. Caperucita rió un poco, le acercó el conejo a la boca y se fue caminando hacia lo de su abuelita. Con la caperuza manchada del granate de la sangre del anteriormente orgulloso mamífero, ahora moribundo, se dirigió a la casa de su abuelita, a la que saludó con normalidad.
Era la primera vez que caperucita no se comía la tarta por el camino, así que ese día la abuelita pudo disfrutar de tan delicioso dulce.

Monday 15 July 2013

Sobre Charlotte, Mathieu y la verdad.

Charlotte no sabía qué hacer con Mathieu; él, junto a su mundo, se venía abajo irremediablemente. Escapaba a todo entendimiento qué había sido la causa de tal situación; el desasosiego de la joven contrastaba con la mortuoria calma del guarda quien, inmutable e inalterable, se paseaba por casa cual fantasma.
Pocas veces comía, y el dormir no era un lujo que nuestro joven fuese a permitirse; el quitarle la vida a aquél hombre tan sencillamente le había dejado tocado, le había enseñado que posiblemente aquel mañana que tanto dábamos por sentado día a día podía dejar de existir en los pocos segundos que tarda en ser disparada un arma, en las milésimas durante las cuales no funciona el freno de un vehículo, en el hecho de alargar solo un poquito aquella pequeña broma de "ahogos" en el lago.
Pero eso no lo sabía Charlotte; montones de ideas pasaban por su cabeza, desde las drogas hasta la posesión fantasmal, pasando por los engaños amorosos o una dura enfermedad. Ignoraba que lo único que había hecho su marido era abrir los ojos. Pero no siempre es bueno hacerlo, y buena prueba es nuestro querido Mathieu; hay gente que debe vivir, debido a su incapacidad para aceptar las cosas como son, a su fiel idolatración del eterno sueño de la vida perfecta e inacabable, siempre predecible, con los ojos cerrados para así evitar conocer verdades que, de otra forma, a uno lo arruinan.
Una vez que uno cae víctima de la verdad y es incapaz de aceptarla, ya nada se puede hacer, y ahí entra el papel de nuestra estimada Charlotte; ve como su marido se derrumba sin motivo aparente, poco a poco, sin saber que en realidad lo único que hace es alzarse. Es incapaz de hacer nada para evitar que siga subiendo, que siga descubriendo, porque una vez vista una verdad la curiosidad y el hambre nunca pueden ser saciadas. Y todo lo que sube, acaba bajando. Es la caída de los que no saben cargar con los privilegios de la verdad.

Tuesday 11 June 2013

Aquella noche. Y ésta. (Pt. 1)

Nota: Antes de que empiecen a leer quiero aclarar una cosa: parte de esta historia está basado en hechos reales, vividos por mí, escritos tal y como los recuerdo (algunos detalles "prescindibles" omitidos, pero en esencia es lo mismo). Supongo que no es necesario especificar cuál de las historias es la verídica. Ahí va.

Nota 2: No creo que vaya a escribir la segunda parte.



Al aire libre, esa noche cenábamos todos juntos, reunidos (la familia de lejos había venido a visitarnos), y para festejar el cumple de mi tío mi papá y mi abuelo cocinaron un asado de los buenos; tanta carne como uno pudiese desear con tantos sabores como uno pudiese necesitar. En cambio, esta mañana al café le faltaba azúcar; nunca me había gustado el café, pero necesitaba estar despierto para lo que iba a hacer, ya que no podía permitirme el más ligero tropiezo. Si digo la verdad no me acuerdo muy bien cómo empezó todo. Estábamos juntos, disfrutando tanto de la compañía como de la comida, y en un instante aparecieron aquellos cuatro hombres enmascarados y nos pusieron a todos nerviosos. Tenían juguetes de los que disparan bolas como el mío, pero a mamá y a papá éstos no les hacían tanta gracia como cuando era el mío el que les apuntaba. Con el cuchillo de desollar y mi fiel Beretta, salí de casa, cerrando la puerta con cuidado para evitar hacer ruido. Saludé a la señora Rius, cuya sonora carcajada hizo que un ruido aún superior al que él acababa de evitar fluyese por los alrededores. Como cuando jugaba a indios y vaqueros con mi hermano pequeño, ataron a los adultos, los más fuertes, para que no se rebelasen y nos llevaron a todos dentro (a los débiles y pequeños no hacía falta atarnos, porque el miedo ya nos hacía quedarnos en nuestro sitio). Empezaron a dar vueltas, cogiendo cosas, hablando de atar, desatar y de disparar a quien se moviese. Entre eso hicieron que mi abuela fuese a buscar el juguete de mi abuelo y se los diese. Eran buenos jugando, sabían que había que dejar al otro sin armas. Bajé las escaleras rápido, precipitadamente, y crucé el portal dejando atrás la seguridad que me garantizaba mi bloque de pisos para internarme en la jungla que eran las calles de la ciudad a estas horas. Vi a los jóvenes que aromatizaban cada madrugada el parque y tras bañarlos en una mirada de desprecio seguí a lo mío.
Entonces vi como la miraban. Mi GameBoy. No una cualquiera, la mía; una edición limitada traída de un lugar que está muy lejos que se llama Estados Unidos, con Pikachu dibujado a un costado. De color plateado, parecía dorada cuando la girabas mientras la miraba, como si fuese mágica. Tras el tedioso trayecto, me planté ante la puerta de mi víctima. Tomé un último respiro de aire fresco para calmar algún que otro nervio que se hubiese posado en mi ser y me dispuse a abrir la puerta. Y no era solo mi GameBoy. Allí también estaba mi primer Pokémon, el más poderoso de ellos, mi Blastoise. Llevaba desde que tenía la consola entrenándolo. Ya estaba al nivel 98, casi a punto de llegar al nivel 100 y convertirse en el más poderoso de todos. Pero sabía qué significaba esa mirada. Cuando abrí la puerta me encontré al desdichado engendro tumbado en el sofá, durmiendo, con un libro sobre su cabeza. He de reconocer que me sorprendía el hecho de que fuese capaz de leer más de cinco palabras seguidas sin que le provocase una migraña intensa; mi idea de atracador se ceñía más al típico indio sin dos dedos de frente que vive de lo saqueado. Entonces cogieron lo que aquellos hombres llamaron "el aparato" y lo metieron en la maleta dónde habían puesto todas las cosas pequeñas que consideraban "de valor". Aunque normalmente me habría quejado de que tocasen mi consola, el miedo me paralizaba; no podía hacer nada más que mirar. Sin preocuparme por qué desecho prosaico pudiese mi amigo estar leyendo, busqué algo con lo que atarlo por su casa; no tardé en encontrar cinta aislante.

Wednesday 29 May 2013

Mirando al fracaso a la cara... y escupiéndole.

          ¿Qué esperas que haga? ¿Ansías mi admiración? ¿Buscas acaso algún reconocimiento por mi parte? No deberías, ya que nada conseguirás. Tú eres la prueba viva de mi fracaso, eres aquello que me recuerda que no fui capaz. Eres la cara que tiene la derrota en mis recuerdos, y tu voz es la melodía entonada de forma previa a un "Game Over". ¿Esperas, entonces, que reaccione bien a tus broma?
          Aún no entiendo como esperas que ría. Quizás ellos no se dan cuenta; es difícil reconocer un tropiezo cuando vives tu vida a trompicones. Pero cuando uno comete su primer gran error, cuando el fatal destino se cierne sobre uno y le señala públicamente como aquél que no superó la prueba exigida, es incapaz de pensar en otra cosa.
          Aún pensarás que no has hecho nada; y tienes razón. Pero tu mera existencia ya es para mí algo negativo. Eres el sello que me marca como aquél que fue incapaz, eres la ardiente cicatriz que oculto tras haber caído. Otros podrían sentirse orgullosos de haber caído y después ser capaces de levantarse. Pero no yo; yo nunca caía. Yo podía tropezar, pero siempre encontraba la forma de evitar aquel último golpe en el momento oportuno.
          Y ahora apareces tú como el peso que me estiró. Aquél que me dijo; hoy no, ya no puedes. Toma mi mano, y levántate. Pero yo sabía que era mentira. ¡¿Cómo osas decir "levántate" cuando eres tú el que me está alzando?!
          Espero que lo comprendas, aunque creo que eres incapaz. En el momento en que eres tú el que me hace recuperarme, dejo de haber sido autosuficiente, dejo de ser capaz de solucionarlo yo, solo. Entonces no me salvo yo, sino que eres tú el que me rescata a la desesperada en aquél último momento en el que me doy por vencido.
          Y he llegado a la conclusión de que, posiblemente, lo que más rabia me da sea el hecho de que sea alguien tan mundano, alguien "de tan poco valor", el que me rescate. A mí, al grande, al único, al señalado, ayudándome un don nadie, un creído, un tramposo, un ser carente de meta.
          Espero que lo entiendas; aunque no hagas más que ayudarme, nunca tendrás mi reconocimiento. Aunque tu actitud hacia mí sea positiva, nunca sacarás más que una minúscula sensación de complacencia de mi parte.

Wednesday 22 May 2013

El péndulo.

        Trazando una curva perfecta, el péndulo se mecía. Ahora a la derecha, ahora a la izquierda. Constante, invariable, siempre igual, sin importarle qué lo envolviese. Las gruesas lentes de mis anteojos me permitían verlo con total claridad; el péndulo ignoraba toda fricción planteada por la lógica humana, la bola oscilaba armónicamente  ahora hacia la izquierda, ahora hacia la derecha, siempre igual. Me acaricié el pelo y tomé notas.
        Al cabo de dos horas, nada había cambiado ni un ápice. Derecha, izquierda. Arriba, abajo, arriba, abajo, siempre subiendo y bajando. El péndulo iba a su bola. No le importaba en absoluta nada de lo que le rodeaba. Por momentos parecía que el movimiento de la esfera se enlentecía, pero no; lo achaqué a mi cansancio (a diferencia del péndulo, yo no era inagotable). El sueño embotaba mis sentidos, reduciendo la efectividad de mi percepción.
        Así pues, caí presa del manto de Morfeo, y, aunque yo no lo supiese, con mi descanso llegó también el de tan curioso péndulo. Desde mi onírico mundo fui incapaz de notar tal cambio, estaba fuera de mi alcance.
        Cuando desperté, el péndulo seguía oscilando, la bola yendo arriba y abajo, de derecha a izquierda, bajando y subiendo, trazando siempre esa curva perfecta, perfecto e inmutable. 

Friday 17 May 2013

Jacob.

      Jacob ni se inmutó cuando vio a aquél hombre entrando en el bar. En la barra, bebiendo ininterrumpidamente, nuestro personaje disfrutaba de cada trago como si de el último se tratase. Tras horas ingiriendo en cantidades abusivas tal veneno, la absenta había dado sus frutos; estaba dispuesto a todo. Aún así, la bebida le había decepcionado; esperaba más de tan afamado trago del cual tan bien le habían hablado.
      Mientras pensaba qué bebida le pediría ahora al camarero, Jacob se levantó y se dirigió hacia él. Caminando, nuestro amigo se alejó de la barra observado por aquél recién llegado (que en realidad había visto a nuestro compañero empezar y acabar su última botella). A pesar de que no le miraba, podía notar su presencia a medida que se acercaba. A su alrededor, todo era diferente; el aire, el ruido emitido por los ebrios seres que los envolvían, el olor a cerveza derramada...
      Tras ver como la botella vacía se posaba violentamente sobre la mesa, Jacob pudo oír una claras palabras. "Es usted." sentenció aquella voz. Tras reír durante un largo rato ante la incredulidad reflejada en la cara de su nuevo compañero, Jacob respondió. "No estaría yo de ello tan seguro, bien podría yo ser usted y no ser yo tal y como usted piensa." aclaró, notando como su acompañante se quedaba aún más atónito. Mientras Jacob se sumía en sus dudas, aquél hombre llamó al camarero y le pidió una botella de su licor más caro. En cuanto llegó la botella, ambos se sentaron, frente a frente, y se estrecharon la mano de una extraña forma; derecha con izquierda.
       Seguidamente, empezaron a reír a carcajadas, cuya falta de fin acabó por provocar la muerte de ambos. Nadie nunca supo porque reían, ya que ése era un secreto que ellos se habían reservado.

Wednesday 15 May 2013

Una mala cosecha.

         Los caramelos habían cambiado. Uno a uno, habían perdido su anteriormente dulce carga para sustituirla por una corrupta, salada y amarga que no hacía más que causar estragos en cada paladar sobre el cual se posaba; los caramelos de fresa, anteriormente de los favoritos para cualquiera, eran ahora una abominación cuyo sabor recordaba extrañamente a la sangre de cordero que chorrea a la hora de comer un asado, no más que un añadido a la lista infinita de sabores que habían perdido su esencia. Los de piña (ahora con un gusto a agua marina que era imposible no reconocer) tampoco habían sido capaces de sobreponerse a semejante situación. La última esperanza de la humanidad yacía en un aliado al que siempre se había marginado: los cítricos más puros.
         Solos ahora ante un mundo que no aceptaba su dulce constitución, estos caramelos se vieron forzados de forma irremediable a recurrir al exilio. Los primeros en desaparecer de la faz de las tiendas y grandes almacenes fueron los de limón; objeto de envidia de todo caramelo antaño considerado noble debido a su anterior condición de oveja negra del dulce éxtasis que eran los caramelos, su azucarado sabor era ahora de lo más destacable según los jóvenes y niños que casualmente visitaban las tiendas de chucherías (cabe decir que ya no se acumulaban turbas desordenadas como antaño, pues el decaimiento del sabor de la mayoría de caramelos provocó también el abandono en masa de la captura de dulces). Fue tal la gravedad de la situación que a nuestros amarillos amigos no les quedó otra opción que la de abandonar sus pequeños dominios a merced de una comunidad agria y corrupta por la sal que se había colado en la receta para evitar así una violento derrame de glúcidos.
         Resignados ante la irresoluble situación y viendo acontecer aquello que temían,  los caramelos de naranja no tardaron en seguir el camino que ya marcasen sus áureos hermanos al abandonar su reino para evitar tan fatal sentencia. Pero no marcharon solos; con ellos fueron todos sus hermanos menores que tan pocas veces recordamos. Montones de caramelos de pomelo e incontables hileras de dulces de lima marcharon junto a sus anaranjados parientes hacia un lugar que desconocían, sin esperanza alguna, solo guiados por la desesperación.
         Ésta es la historia de como un pequeño punto en éste nuestro mundo quedó vacío de toda sonrisa, huérfano de todo alegre chillido, para dar pie a una de las más oscuras épocas que han acontecido jamás en la historia de la humanidad.

Tuesday 14 May 2013

Tedio.

                Tras mucho pensar, había encontrado la palabra: tedio. Era la definición perfecta para tal momento. Con los conocimientos básicos asimilados (y sabiendo internamente que la práctica, aunque aburrida y prescindible, no era del todo innecesaria) me dejé llevar de la mano por la ola de imponente pereza que me atormentaba, cediéndole todo el terreno que requiriese en lo que a mis actos respectaba. Y fue así como acabé aquí, con las manos manchadas de sangre.
                     Aunque suene a tópico, lo primero que haré sera anunciar lo que muchos ya supondréis que voy a decir: no es culpa mía. Y aunque quizás lo sea (y mi vaga mente baraja tal posibilidad, creedme, sólo que no le da tanta importancia como a la trayectoria de estas palabras) yo sigo defendiendo mi inocencia. La culpa es del aburrimiento, del tedio. Él me impulsó a hacerlo.
                  Pero no le acusen tan a la ligera; sé que tiene sus razones para considerarse libre de culpa tan bien como sé que no le faltan argumentos para defender la necesidad de haber llevado a cabo tal atrocidad. Al fín y al cabo es un buen chico, siempre saluda, hace deporte, come variado (con sus cinco raciones de frutas y verduras al día... ¡como mínimo!) y lee mucho. Así que suponiendo que sea el tedio el culpable, no creo que sea merecedor de castigo alguno, ya que es una buena persona.
                 En realidad, la culpa es del padre del tedio. Aquel carnal ser, dueño de un inmoral carácter que le muestra tal y como es ante los ojos de todo personaje que podamos concebir, fue el encargado de fabricar a nuestro querido tedio. Así es como, en lo que a mi respecta, es don Alfredo, el misántropo progenitor del tedio, quien debería ser desollado (y alguna que otra cosita más, pero sin pasarse) debido a tales crímenes.

Sunday 5 May 2013

El Interrogatorio (Pt. 2)


 Tomé, impulsada por el hambre, los primeros gajos de la jugosa fruta que me ofreció, habiendo dejado atrás ya toda desconfianza, con la mano que tenía libre. ¿No estaba encadenada hace un momento? “Las únicas ataduras que pueden imponerse a quien usted es son las que usted misma forja, señorita.” pronunció lenta y altaneramente don Segismundo, quien, viendo con la velocidad que había tragado el sabroso fruto, le alcanzó el resto de tan idílico cítrico.
Entonces me dí cuenta de que no estaba encadenada, sino sentada en una cómoda silla de teca adornada con motivos orientales que, a pesar de su belleza, no consiguieron distraer mi atención del enigmático sujeto que ante mí se presentaba. “Además, cada uno ve también lo que quiere ver. Oye aquello que prefiere. Siente lo que le conviene en aquél momento. Y el dolor... pocas veces es más que una mentira que nos hacemos para no sentirnos tan fríos y distantes respecto a los demás.” siguió hablando don Segismundo, aunque ahora era una mujer, bella y joven, con unos ojos que envidiaría cualquiera. Pero sigue teniendo cara de Segismundo. En ningún momento dudé de eso. Estaba claro que, sin importar lo que quisiésemos ver, había cosas que no se podían cambiar.
“En eso tiene razón Lindemann, todo tiene un límite, en especial las mentiras que nos hacemos a nosotros mismos. La verdad siempre encuentra la forma de salir a la luz, siempre y cuando sea cierto que tal verdad lo es.” se pronunció don Segismundo, que ahora había recuperado su aspecto masculino. Pero yo sabía que era mentira. No todas las verdades salen a la luz. Algunas quedan enterradas, olvidadas por siempre, cubiertas por tal maraña de mentiras que el salir a la luz es algo que tiende a ser un imposible. “Pero, señorita Lindemann, no lo entiende. Una vez que no queda nada para defender la verdad, la mentira deja de serlo. Las personas, los momentos, la vida, todo cambia. Y la verdad no es una excepción.” dijo con una voz cargada de la preocupación que asalta al típico profesor que no sabe cómo hacer que un concepto quepa en la mente del común alumno con dificultades.

Todo sigue como nunca debió estar



Te quiero. No puedo esperar una hora más, no puedo esperar un día, y menos aún una semana. Necesito decírtelo. Todas estas dudas... no sé de dónde vienen. ¿Miedo? ¿Miedo a tu respuesta? ¿Miedo a una negativa? Seguramente, aunque no sería la primera. No necesito verte sonreír para saber que estoy enamorado de ti, me basta con saber que eres tú quién hace que sea yo quien, con una sonrisa de oreja a oreja, se sienta bien.
Con tus picardías, con tus palabras subidas de tono, con esas expresiones tan graciosas que tanto frecuentas, con esos gustos tan disparatados (aunque quizás sea yo el loco farfullante que va de callejón en callejón insinuando que son el resto los tarados), con el descubrimiento de aquel gusto mutuo por un mundo fantástico sobre el cual soñar, que hacen que divague por los más recónditos rincones de mi imaginación para crear momentos que posiblemente nunca sucederán, para llenarme de una esperanza, posiblemente falsa, de que seré capaz de robarte una sonrisa en el momento en el que menos te lo esperas, de que seré capaz de robarte un beso con la estúpida excusa de tener algo en el ojo.
Porque no me veo capaz de esperar hasta ese día. Me pides que aguante unas interminables semanas de soledad, expectante, sin saber qué me responderás. Y es algo que considero cruel. Porque, aunque no lo sepas, aunque lo hagas sin querer, estás jugando con mi corazón (te aseguro que hay pocos momentos en los que me sienta más estúpido que al escribir esa última frase). Y estoy seguro de que algo has notado, no puede ser que no te des cuenta. Soy tan malo disimulando que acabo dejando de hacerlo. ¿Será por ello que no te das cuenta? ¿Es posible que sea algo tan obvio que te hace plantearte que no sea cierto?”

¿Te acuerdas de esa carta? Siento como si la hubiese escrito ayer. Estaba tan inseguro, tan aterrado. Y ahora, cuando pienso en que no salió tan mal, me doy cuenta de que valió la pena esperar. Vale que quizás si hubiese sobrevivido a aquél accidente podríamos haber repetido días como ese tantas veces como quisiésemos, e incluso quizás quedar algún día para comer, ver una película y lo que tuviese que surgir después, ya me entiendes. Pero tampoco estoy tan seguro de que hubiese valido la pena sobrevivir. No me malinterpretes, me hubiese gustado poder despedirme de toda aquella gente que esperaba verme al cabo de media hora entrando por la puerta de casa, durante la tarde siguiente en la facultad o en aquella cena de reunión de los que estuvimos juntos en clase durante toda la secundaria, pero he de reconocer que, en lo que a nosotros respecta, no era necesario nada más.
La forma en la que te encontré, mirando ilusionada aquellos discos que yo tanto tiempo había mirado con desprecio, me llenó como persona. De la misma forma que tú admirabas a tus ídolos, yo me admiraba a mí. Me apreciaba, orgulloso, de haber podido dejar tales diferencias de lado. Era feliz, porque me daba cuenta de que había sido capaz de enamorarme de alguien como tú (no te lo tomes a mal, lo digo como algo bueno, criticando mi antigua actitud y no tu forma de ser), algo impensable meses atrás. El saltito que diste, aterrada, haciendo que cayese al suelo la mitad de lo que había en los estantes que estabas toqueteando justo antes de que te interrumpiese, no fue ni la mitad de gracioso que ver tu cara enrojecida por la vergüenza. Nunca llegué a saber si se debía a verme por primera vez o al hecho de que acababas de tirar abajo el duro trabajo del dependiente que te miraba como si hubieses matado a su hijo, aunque supongo que no me queda otra opción que cargar con la duda. Entiende que desde mi tumba se me complica un poco ir hacia donde estés para preguntártelo. Últimamente no me muevo mucho.
El momento en el que tiraste todo y te pusiste a arreglar lo que acababas de hacer se me pasó en un segundo, no llegaste ni a saludarme. Fue girarte hacia mí para instantáneamente ponerte a recoger todo, como si lo hubieses tirado a propósito y lo tuvieses todo planeado, los tiempos cuidadosamente calculados. “Perdón, perdón...” te escuchaba decir. No parabas, creo que nunca había escuchado a alguien repetir tanto las mismas palabras. E incluso cuando intentábamos ayudarte tanto yo como el dependiente, pedías disculpas para seguir recogiendo sin parar. No sé si te diste cuenta, pero creo que él no quería que siguieras tocando a lo que miraba como si fuesen “sus niños”, “sus criaturitas”. A regañadientes conseguimos que dejaras de desordenar (sí, digo desordenar, por si no te habías fijado, cariño, en una tienda de discos éstos se colocan según cierto orden) aún más aquello que ya habías dejado presa del caos.

No tardamos mucho en salir, aunque supongo que si lo hubiésemos hecho nos habrían echado, porque esas miradas que nos incitaban a abandonar la tienda no eran precisamente debidas a la simpática complacencia que se tiene con un cliente del montón de los que pasan por ahí, compran algo y se van, y fue entonces, a los pocos segundos de cruzar aquella puerta cuando, al fin, pude contemplar tu bella sonrisa. La verdad es que nunca he sido capaz de entender a esas personas como tú que de un momento a otro pasan, fugazmente, de estar avergonzadas e incluso ahogadas en la culpabilidad a un estado de radiante alegría injustificada. Muchas veces llego a pensar que no sois más que mentirosos que fingís un sentimiento u otro según os convenga. Despreocupada, cegabas a todo aquél que se atreviese a mirarte directamente. Juraría que vi más de una cara que no mostraba mi misma pasión febril por la curva que trazaban tus labios, sino más bien un cierto pánico, dudando en lo más profundo de su ser si tú, la poseedora de tan atractivo cebo, eras humana.
Casi no habíamos cruzado palabra cuando me preguntaste por las clases. Mira que tenía pocos puntos débiles, pero fuiste capaz de meter el dedo en la peor de las llagas. Con evasivas intenté insinuarte que no era algo de lo que quisiese hablar, pero tú y tus constantes “No creo que sea para tanto...” me empujasteis hacia ese abismo con el ahínco suficiente como para tirarme abajo. Aunque he de reconocer que fuiste capaz de solucionarlo una vez te diste cuenta de lo que habías hecho, pero veo necesario puntualizar que podrías haber evitado tan incómoda situación con solo un poquito más de mesura a la hora de hablar y exigir información. No me esperaba para nada algo así, pero te puedo asegurar que había pocas cosas que desease más. No me creía que así, de la nada, me hubieses besado.
Entiende que entonces me indignase. Era yo el enamorado, era yo el que tenía pensado sorprender con algo bonito, quizás un cumplido camuflado, un paseo por ese parque cercano, perdernos por aquellas zonas dónde las plantas crecían lo suficiente como para no dejarnos ver el cielo que nos cubría, y entonces, solo entonces, besarte. Pero no, tenías que aparecerte tú a romper todos mis planes. ¿Qué iba a hacer yo entonces? ¿Debía responder? ¿Debía rechazarlo para, instantáneamente, como si del principio de acción-reacción se tratase, intentar besarte yo? Toda estructura de realidad que había concebido hasta entonces para sostener la situación en la que me iba encontrar durante aquella cita había sucumbido ante un minúsculo pero devastadoramente preciso atentado. Y no me dejaste con otra opción que la de ser sincero.
No te gustó, al menos no del todo, aunque notaba cierta pizca de placer en tus ojos a medida que hablaba, como si a pesar de parecerte una actitud exagerada e innecesaria fuese algo que te pareciese gracioso, que me hiciese ser “un poco más mono”. He de reconocer que no sé como hice para pasar de estar verdaderamente indignado para acabar riéndome de mí mismo y mis palabras a carcajada limpia. Supongo que fue culpa de tu mirada y, otra vez, de tu imponente sonrisa. No tenía nada que hacer contra la suma de tales cualidades.
A pesar de que te me hubieses adelantado a mis intenciones, no te escapaste del paseo por el parque, los juegos de manos y las sugerentes aunque inocentes palabras que , junto a aquellos imparables tartamudeos, escapaban apelotonadas de mi boca como si dentro hubiese algo que las cazase hasta la extinción. No fue hasta después de eso que cogimos el metro para ir a mi casa. Un tedioso trayecto de media hora destacado por una monotonía solo rota, otra vez, como si hiciese falta decirlo, por tu sonrisa y las variadas reacciones de la gente a nuestro alrededor. Aún así he de decir que sigo pensando que algunos miraban más aterrados que fascinados. Pero eso no es algo que tenga que importarte.
Entonces llegamos a mi piso. No me acuerdo con certeza de que pasó en cuanto entramos, solo sé que fue uno de los momentos en los que más gocé de mi vida. Llevaba mucho tiempo sin pasarlo tan bien con alguien, y tú fuiste más que un soplo de aire fresco para mí. Debían de haber pasado horas cuando, junto a la baranda de la terraza, nos abrazamos y nos prometimos amor eterno. Pero, de repente, yo estaba cayendo. No fuiste capaz de gritar. Vi en ti aquella sonrisa que tanto me gustaba, y me alegré, porque supe que, aunque no pudiese estar contigo, tú eras feliz.

Saludos Shin Kirihara,
Me entristece tener que ser portador de tan oscuras noticias, pero me temo que otro caso se nos ha ido de las manos. El índice de suicidios siempre había sido preocupantemente alto, pero encontrarnos con que tantas víctimas de la desolación provocada por sus vidas y la locura desatada consecuentemente escriban cartas a una supuesta amada de la cual nadie sabe nada no hace más que llenarnos de miedo y dudas. No entendemos como puede ser posible que absolutamente todos coincidan en la cita respecto a lo que sucedió con la mujer, pero variando de formas tan dispares lo que hacía cada uno de los sujetos. Empiezo a plantearme que en vez de suicidios sean homicidios, no puede ser casualidad que todos se ahorquen colgando sus cuerpos semidesnudos desde la terraza.
Ya sabe que yo no soy muy de creer en éstas cosas, pero incluso me atrevería a plantear que pueda haber alguna causa paranormal detrás de todo ésto. Algún espíritu atormentado, posiblemente de una joven enamorada a la cual dejaron plantada. Otro factor común en todas las cartas es la preparación previa a la supuesta cita que tenían todos los sujetos, así que posiblemente se tratase de aquella niña que murió meses atrás, siendo brutalmente violada antes de ser pasada por la afilada hoja del cuchillo de uno de sus captores. Nunca se investigó qué hacía la chica sola por aquellas calles, pero los horarios descritos en las cartas de suicidio coinciden de forma espeluznante con uno que he compuesto intentando hacer posible tales recorridos y el horario de muerte de aquella víctima.
Le ruego que perdone mis desvaríos, ya me conoce y sabe que este tipo de casos me quitan el sueño. Entienda que me pone de los nervios pensar en la edad de todos éstos jóvenes, asombrosamente cercana a la de mi primogénito, y solo de pensar que podría pasarle a él algo parecido hace que se me retuerza el corazón. Ya he perdido a un hombre del equipo al que he enviado a casa a velar a un hijo, que fue una de las primera víctimas cuando aún no habían empezado a caer uno tras otro. Supongo que ya entiende por qué le estoy contando ésto, nunca se me dio bien disimular.
Por lo que más quiera en el mundo, no me retiren del caso si, por un casual, llegase a verse involucrado algún familiar mío. No harían más que destrozarme aún más, y el hecho de que me retirasen el permiso para seguir investigando no haría más que hacerme sentir inútil e impotente. Le aseguro que así no harían más que acabar de hundirme. Sé que no soy quién para pedirle ésto y podría meterla en un lío, pero ésto no lo firmo como policía a sus órdenes, sino como su amigo.


Con mucho afecto, me despido
Lee Shen

PD: Lo que ha leído antes de ésta misiva mía es la nota de suicidio que ha dejado la víctima. Sé que no debería habérsela pasado en secreto, pero he considerado que usted tenía que verla cuanto antes.

Desde pequeño fue siempre muy aficionado a la lectura, aún más a aquella de origen japonés (aunque su falta de dominio del idioma no le dejaba con otra opción que leer la traducción castellana), y la edad no le había quitado el afán por las novelas policíacas, en especial las paranormales aventuras protagonizadas por Kirihara y su ayudante Lee.
Sin tiempo de marcar la página donde había dejado la lectura, Pau cerró el libro de forma torpe y atolondrada, dejándolo tirado encima de una cama deshecha. Sabía que hacer esperar a su madre no era algo bueno, pero aún así la había vuelto a forzar un poquito más que el día anterior. Con el paso del tiempo había notado que había un margen de tardanza sobre el que podía moverse sin correr el riesgo de ser castigado, siempre que su madre no estuviese en lo que su hermano mayor llamaba “esos días” (entonces era inevitable quedarse sin postre). Tras darse cuenta de la existencia de tal margen, el pequeño joven había decidido que intentaría aprovechar ese tiempo hasta un poquito más del límite ya establecido, con la esperanza de así conseguir ensanchar un poco esa franja sobre la que oscilaba.
Al acabar de bajar las escaleras casi se chocó con su hermano Marc, que por lo que le pareció venía de discutir con sus padres. “Lleva't del meu camí petitó, avui no estic per jocs.” le rugió amargamente, con cierto tono de pesadumbre bañando sus palabras. “Perdó... se disculpó Pau, preocupado. No entenc què li passa darrerament. Últimamente la relación con su hermano iba a peor, pudiendo llegar a pasar días enteros sin siquiera cruzar palabras, compartiendo como mucho antipáticos gruñidos. “Tant se'm fot que demanis perdó, no necessit les teves disculpes. Sols has de llevar-te d'enmig.” volvió a gruñir su hermano. Sin dudarlo, Pau se apartó rápidamente, aunque no lo suficiente como para esquivar aquella mirada de soslayo que le lanzó Marc. Una mirada de aquellas que no se olvidan tan fácilmente.
Pero los problemas no acababan ahí. La mare està plorant. De no ser por ese último altercado con su hermano, habría pensado que lo hacía por su culpa, que habría descubierto que llegaba tarde a propósito. Quizás era por las dos cosas, quizás su hermano se lo había contado a su madre para intentar salvarse de otro castigo a su persona. “Mare...” llamó Pau inquieto e intranquilo. Tapándose la cara y sin parar de llorar, su madre apoyó un plato lleno de sopa sobre la mesa. Tras intentar escuchar atentamente a las ininteligibles palabras que pronunció su madre, dio por hecho que lo mejor que podía hacer era irse. Fue entonces, al girarse, cuando se dio cuenta de aquellas pequeñas manchas de sangre en el suelo. Ara ja sé per què plora. S'ha tallat. Darse cuenta de por qué su madre estaba tan mal y de por qué su hermano habías sido tan antipático le reconfortaba. Ell estava inquiet perquè es preocupa per la mare. Té por. Aún así, dentro suyo sabía que algo iba mal. Su inocente corazón de niño pequeño lo atribuyó a que el corte era más grave de lo que podía llegar a pensar, pero en lo más hondo de su ser una duda corroía su alma.
Sabía que eso no era lo que había pasado. Sabía como eran las cosas, pero se había cansado de tener que mentirle a todo el mundo cuando decir la verdad era más fácil. Además, cuando uno cuenta aquello que cree que es verdad se siente mejor. Al manco això deia l'avi. Com l'enyor, ell hauria sabut què fer. Llevaba meses haciendo lo mismo. Para evitar mentirle al resto, se había mentido a sí mismo. A pesar de saber la verdad, se había hecho creer que aquella no lo era, creando una nueva realidad sobre la que hablar. Así, todo era más fácil: en vez de mentirle al mundo, se mentiría a sí mismo. Entonces, al contarle los hechos al mundo, conseguiría ocultar la realidad sin mentir.
Sin darse cuenta debido a su ensimismamiento, llegó hasta las escaleras, donde tropezó, volcando la sopa sobre alguien. No se escuchó ninguna réplica. Subió la mirada para, sorprendentemente, encontrarse con su padre. Bueno, todo menos su cabeza. “Vine, ha arribat el teu torn.” escuchó decir al cuerpo, sin entender cómo hacía para hablar sin boca. Potser les meves novel·les s'han tornat reals. La falta de sentido de la situación no hizo que perdiese la calma, y siguió a su padre hacia el jardín. En el centro yacía, orgullosa, una bella guillotina. Con un detallado acabado que tomaba por forma las siluetas de los pensamientos de toda esa gente que había pasado por ella, descansaba bajo el sol del alba, esperándole. No estava a punt de sopar fa un moment? Nunca había controlado muy bien los horarios, así que achacó a ello tal desfase temporal.
Tomba't recolzant el teu coll sobre ella.” le dijo aquél cuerpo que había sido su padre. Boca abajo, buscó una cómoda posición para dar un rápido fin a la perturbadora situación. “No fa falta que et posis mirant cap al terra, on és més fàcil conformar-se.” le dijo aquella impasible voz. És clar. Ara ho entenc. Se dio cuenta de que no tenía sentido ponerse hacia abajo. Su comportamiento, junto al de todo el resto de personas, había sido la ignorancia: dejar de lado aquello que tenían delante de sus ojos. Injusticias pasaban día a día, y el ser humano ya no necesitaba mirar hacia otro lado. Había desarrollado una indiferencia que le protegía de toda posible culpabilidad que pudiese sentir. Se giró, y se dio cuenta de que la hoja de la guillotina le tapaba el sol. ¿De qué servía que se pusiese boca arriba si no iba a sentir su abrazo? Como si hubiese leído su mente, la voz se puso a hablar, ésta vez altiva y autoritaria. “Els fets t'envoltaren tot aquell temps, però tu els ignorares, cobrint-te amb una capa de mentides. ¿Per què hauries de necessitar l'escalfor del sol, la seva il·luminació, ara que ja és massa tard i dus tant de temps sense haver fet res, sense haver ni tan sols apreciat la seva calor?”
Torna a tenir raó. Sin rechistar, aceptó su destino. En las novelas que había leído, hoja caía veloz y amenazante sobre la cabeza de los malos, pero ahora era capaz de ver como la hoja cortaba poco a poco el aire, la luz, la esperanza y todo aquello que se encontrase a su paso. Als meus contes tot acabava sempre bé. Aunque tardó, llegó el esperado momento. Sintió el frío corte del acero sobre aquél cuello que segundos antes había sujetado su cabeza. A pesar del lento descenso sobre el aire, el corte fue lo suficientemente rápido como para no darle tiempo a pensar en aquél gélido beso. Y, al igual que el resto del mundo, desde entonces no volvió a pensar.

Agitado, Pau despertó. Había vuelto a soñar con aquella fatídica noche. Aquella última vez en la que vio a su hermano, aquella última vez que supo algo sobre la existencia sobre Marc. Esa noche no le perdí solo a él. El saber que no le había vuelto a ver y no había sido capaz de dedicarle unas palabras de despedida era algo que aún setenta años después de lo sucedido seguía carcomiéndole el alma, royéndole los huesos y acelerando su corazón más de lo que pudiese ser sano para su avanzada edad. Aún le dolía recordar aquella última mirada, tan llena de un profundo odio que nunca había llegado a entender. Si tan solo supiese por qué te fuiste. Pero no era eso lo único que le atormentaba. Esa noche algo más había muerto dentro de él. No solo escapó de mí aquella parte ligada a mi hermano. También perdí parte de mi identidad. Algo mío.
Tras seguir cavilando un rato, se dio cuenta de que su amada no estaba a su lado. La llamó varias veces, alternando gritos y susurros. “Catalina... ¡Catalina!” Pero aún así, ella no venía. Fue entonces cuando cayó en ello. Ella también me abandonó. Nadie se queda conmigo hasta el final, ni siquiera yo mismo. La realidad nunca era lo que esperábamos de ella. Daba giros inesperados de formas que podían llegar a ser muy crueles. Un día uno estaba viviendo un romance ideal y al siguiente de éste no quedaba nada. Igual podía pasarnos con la familia, los amigos, los estudios, el trabajo e incluso una parte de nosotros mismos. Sólo había una realidad de la que podía estar seguro: iba a tener que cambiar y lavar las sábanas otra vez, porque había vuelto a mojar la cama.

Far-away stories: The wereman



 The young boy wasn't able of standing the crow-eyed man's look, and it was that very same moment when he realized what he had lost. His honor with the lost battle. His pride with the unveiled secrets. His life with his acceptance. Gaining control over this late victim didn't take more than a second to the body-sweeper, and a moment later he was Norell, the mad-lord's steward, bastard son of that same abomination. “Monsters with monsters.” thought Ranick while he built the alloy of his whole collection of memories with those small newborn thoughts. “Not small while I'm into him, I must remember who I am now.” said Norell to himself.
After giving a quick glimpse and remembering where he was, the young boy approached to a six feet tall man that stood sitting and asleep in front of him. “¿Where should I hide myself?” asked the man into the boy that now was not more than a sack of memories. After searching for a while into the not-so-deep steward's mind, he remembered of a small abandoned room nearby, and there he brought him.
The room was small and cold, and not even the tattered and torn old rags that Norell used to cover the man's body seemed warm enough for the situation. Not being able to find anything better, Ranick left himself laying there, covered into what looked like a useless rotten blanket. “Working with these foolish minds is no good at all.” thought the man inside the boy.
Sometimes it grew difficult to stop his other minds from talking. And not a thing could be done to avoid the whispers that always surrounded him. Madness is a small price to pay for enjoying a thousand lives. Ranick had always seen his power as a bless from the gods, a not like the curse his parents were always telling him. Killing the body is not enough. Joining the mind has its consequences. Every act does. But being into another body always lowered other people's activity. They also have to get used to the new brain, to a new home. Sadly, he only remembered being what they were because they were always telling him. He couldn't even be certain that Ranick was his true name, but that didn't really mind. Tomorrow I might be a goddamn maiden fearing an unexpected wedding, as far as I'm concerned.
There was only one thing that the thousand-man could be sure he was. Death. That's what I am. The one with many faces, by all feared and respected. Death. He recalled an old thought in which he saw himself as a god. I thought I could do everything. I knew I could. But then he had discovered others. Maybe not like him, and the ones that shared the same blessing were not as good as him when referred to eye-wars and mind-tricks. Poor old fellow, that stableboy. But I ended up even worst.
A long time ago, during those years in which he remembered not being Ranick but being called as his grandparents wished, he had met a young boy when working for a lesser lady wanting to see his puppet-strings grow longer. The stableboy had been gifted, like him. A “werecrow” he called himself. Trying to emulate a werewolf. The first time Ranick had heard a crow's mind, he had found both funny and interesting, feeling like a newborn baby that doesn't even know what may happen after opening a door. But now the sounds were not something he could stand. Subdueing people was much easier than wild creatures. And when those creatures were corking ravens and muttering hungry crows, you can do nothing to shut them up.
Both he and the stableboy knew what they were right after the meeting their eyes led. But they didn't share a future. Or at least that was what Ranick had thought at first. He didn't truly know the risks his power carried until he got the stableboy's mind into him. “No one dies 'til forgotten.” had been the last words the lad had spit before Ranick got into him. A second later, the stableboy was lying dead on a dry straw bed, and Ranick was at his job as if nothing had happenned. He had been hidden. He knew how to make me suffer.
Mallick was the stableboy's name. He couldn't forget it, and it had been years since the last time he had tried it. The foolish asshole hadn't been a useless sack of thoughts after all. Hidden during decades, he had waited the most critical moment of his life to wake every other mind in him. “No one dies 'til forgotten.” he said before the storm began. The only thing he had done was remembering every victim, every death Ranick carried upon his shoulders, every burden he might have tried to leave rotting with the past. And then he understood those words.
The torture he lived everyday was only similar, when referring to the beastly excessive amount of pain, to the flaying the southron houses used for uncovering the truth of those supposed to know more than they presumed. I learnt that from a prisoner. Next time I'll seek one that is just condemned to lose his head instead of have his tongue loosed. But there was something that made his personal curse something much more horrible than any flaying; it never ended. Most nights he could scarcely sleep, if he did get a chance to rest at all. Decades of killing, possessing, learning, capturing and remembering had transformed him into a living book full of nearly every word and phrase you could like to read. The people who were once his victims and now took their revenge as torturers were counted by thousands. He wasn't able to remember every name, but he remembered their deeds, their words and their voices, everything they had done after he had spoiled their existence and his own.
Even though after some years suffering such an unrespectful treatment, he could distinguish some hierarchy. Unluckily, he had been in charge of a great amount of soldiers, fierce warriors, holy knghts, unexperienced stewards, but soldiers after all. After the stableboy woke them up they suddenly realized they had found an enemy they could fight for eternityand it only took a breath for them to form what they called the punishment army. ¿Will I ever find a way to die and kill them all with me?
He had thought about the possibility of committing suicide more than once, he could not deny that. But every time he thought he had reached his true body, he found himself reappearing into another one after dying. The fact was that he couldn't even remember those in which he lived, nor did the minds so comfortably playing at the siege of his mind, so after he took the crow-eyed man some years ago he decided to avoid more changes. I know it makes it easier for them to linger around, but knowing the field and fortress also gives me some advantage against them. Also, the crow-eyed man was probably the only man he didn't think of as an enemy. Obviously, he attacked, as everyone did. But he knew he would end up returning to his body, thinking with it and, as Oswald thought from time to time, controlling it. Ranick, my name is Ranick.

El interrogatorio (Pt. 1)



El hombre calvo de la bata volvió a suspirar. No entiendo qué quieren.
Llevaba horas encerrada en aquel cuarto completamente a oscuras. Los minúsculos atisbos de luz que era capaz de percibir tenían por objetivo las incontables arrugas de ese curioso hombre que, interrogante, se escondía tras unas pequeñas y redondeadas gafas de un llamativo color que no alcanzaba a distinguir. “Le volveré a preguntar, señorita Lindemann. ¿Qué pasó con el doctor?” oí decir a la voz del enigmático señor que me interrogaba. Tranquila, impasible y monótona, su voz no había cambiado en ningún momento. No importaba si yo llevaba minutos, horas o días ahí dentro, solo sabía que había sido incapaz de notar cambio alguno durante aquel período. Si no lo estoy ya, no falta mucho para que caiga presa de la locura.
No recordaba cómo había llegado allí, y menos aún por qué razón había sido trasladada. Oí un suspiro, unos pocos pasos y algunos suaves murmullos que, según supuse, serían del envejecido carcamal que me estaba interrogando. Al cabo de un rato, el anciano volvió bajo aquel casi imperceptible halo de luz con un cuchillo en la mano. Pocas veces había tenido tanto miedo. Yo había leído muchos libros en los que los personajes se veían envueltos en torturas, e incluso las más leves le habían parecido siempre repugnantes. Imaginar que ahora pudiese tener la oportunidad de protagonizar una escena similar hacía que su interior se retorciese. Los agónicos límites que era capaz de concebir para tan sufrida y temida situación no se le antojaban como algo gustoso en lo más mínimo. Fue entonces cuando el señor de la bata mostró su otra mano, sobre la cual reposaba una naranja fresca. “¿Quiere un poco señorita?”
Fue entonces cuando caí en que estaba realmente hambrienta. Un poco de fruta no hace daño a nadie. “No si no es una sandía de cuatro kilos cayendo desde una altura de siete metros señorita Lindemann.” respondió a mis pensamientos aquel ser imperturbable que seguía sonriendo, embutido en su bata, sin siquiera moverse. Sin esperar a que yo dijese nada, peló cuidadosamente la naranja, como si su vida dependiese de tal acto tan carente de importancia. “Todo ha de hacerse con cuidado señorita, uno nunca sabe qué puede suceder.” comentó tranquilamente el hombre que ahora estaba mucho más cerca suyo, seguido siempre por aquel haz de luz, sin dejar de separar uno a uno los gajos de la naranja, tan metódicamente que asustaba. Necesitaba arreglar la situación, así que decidí empezar por lo primero que pregunta cualquier preso ansioso por volver a ser libre. “¿Cómo se llama, señor?” pregunté cortésmente.
“No lo sé.” respondió aquel sujeto, sin desviar aquella imperturbable mirada que se clavaba en mis ojos. Me alcanzó un gajo de la naranja, el cual ignoré al ver que seguía hablando. “¿Qué nombre daría el pego con mi cara, señorita?” preguntó el desollador de frutas, sin mostrar emoción alguna. ¿Se está riendo de mí? Tras cavilar un rato, me dí cuenta de que no sabía como podía llamarse el extraño sujeto. “No lo sé, no se me ocurre como llamarle.” respondí algo exasperada. Dejó escapar una pícara sonrisa antes de contestar. “No es algo que tenga que ocurrírsete,” dijo el envejecido aunque jovial personaje, “mas sino algo que debes notar, que debes descubrir. Te he dicho que lo averiguases en mi cara.” Segismundo. Ése tiene que ser su nombre. Segismundo Eustaquio. Pero yo no sabía como decírselo. ¿Tan complicado hubiese sido para sus progenitores, aquellos que ahora yo maldecía, ponerle un nombre normal?
“Se equivoca señorita Lindemann,” me interrumpió Segismundo, “aunque no de mucho. Según mi cara, me llamo Segismundo Eduardo.” Estudió mis rasgos faciales durante lo que me pareció una eternidad, y no fue hasta que dio un alegre suspiro que dejaba escapar cierto tufo de éxito que se pronunció don Segismundo. “Por lo que veo te llamas Laura. Tus ojos se esfuerzan en intentar disimularlo, pero esa nariz te delata.” Fue entonces cuando me sentí verdaderamente desnuda.