Sunday, 5 May 2013

El interrogatorio (Pt. 1)



El hombre calvo de la bata volvió a suspirar. No entiendo qué quieren.
Llevaba horas encerrada en aquel cuarto completamente a oscuras. Los minúsculos atisbos de luz que era capaz de percibir tenían por objetivo las incontables arrugas de ese curioso hombre que, interrogante, se escondía tras unas pequeñas y redondeadas gafas de un llamativo color que no alcanzaba a distinguir. “Le volveré a preguntar, señorita Lindemann. ¿Qué pasó con el doctor?” oí decir a la voz del enigmático señor que me interrogaba. Tranquila, impasible y monótona, su voz no había cambiado en ningún momento. No importaba si yo llevaba minutos, horas o días ahí dentro, solo sabía que había sido incapaz de notar cambio alguno durante aquel período. Si no lo estoy ya, no falta mucho para que caiga presa de la locura.
No recordaba cómo había llegado allí, y menos aún por qué razón había sido trasladada. Oí un suspiro, unos pocos pasos y algunos suaves murmullos que, según supuse, serían del envejecido carcamal que me estaba interrogando. Al cabo de un rato, el anciano volvió bajo aquel casi imperceptible halo de luz con un cuchillo en la mano. Pocas veces había tenido tanto miedo. Yo había leído muchos libros en los que los personajes se veían envueltos en torturas, e incluso las más leves le habían parecido siempre repugnantes. Imaginar que ahora pudiese tener la oportunidad de protagonizar una escena similar hacía que su interior se retorciese. Los agónicos límites que era capaz de concebir para tan sufrida y temida situación no se le antojaban como algo gustoso en lo más mínimo. Fue entonces cuando el señor de la bata mostró su otra mano, sobre la cual reposaba una naranja fresca. “¿Quiere un poco señorita?”
Fue entonces cuando caí en que estaba realmente hambrienta. Un poco de fruta no hace daño a nadie. “No si no es una sandía de cuatro kilos cayendo desde una altura de siete metros señorita Lindemann.” respondió a mis pensamientos aquel ser imperturbable que seguía sonriendo, embutido en su bata, sin siquiera moverse. Sin esperar a que yo dijese nada, peló cuidadosamente la naranja, como si su vida dependiese de tal acto tan carente de importancia. “Todo ha de hacerse con cuidado señorita, uno nunca sabe qué puede suceder.” comentó tranquilamente el hombre que ahora estaba mucho más cerca suyo, seguido siempre por aquel haz de luz, sin dejar de separar uno a uno los gajos de la naranja, tan metódicamente que asustaba. Necesitaba arreglar la situación, así que decidí empezar por lo primero que pregunta cualquier preso ansioso por volver a ser libre. “¿Cómo se llama, señor?” pregunté cortésmente.
“No lo sé.” respondió aquel sujeto, sin desviar aquella imperturbable mirada que se clavaba en mis ojos. Me alcanzó un gajo de la naranja, el cual ignoré al ver que seguía hablando. “¿Qué nombre daría el pego con mi cara, señorita?” preguntó el desollador de frutas, sin mostrar emoción alguna. ¿Se está riendo de mí? Tras cavilar un rato, me dí cuenta de que no sabía como podía llamarse el extraño sujeto. “No lo sé, no se me ocurre como llamarle.” respondí algo exasperada. Dejó escapar una pícara sonrisa antes de contestar. “No es algo que tenga que ocurrírsete,” dijo el envejecido aunque jovial personaje, “mas sino algo que debes notar, que debes descubrir. Te he dicho que lo averiguases en mi cara.” Segismundo. Ése tiene que ser su nombre. Segismundo Eustaquio. Pero yo no sabía como decírselo. ¿Tan complicado hubiese sido para sus progenitores, aquellos que ahora yo maldecía, ponerle un nombre normal?
“Se equivoca señorita Lindemann,” me interrumpió Segismundo, “aunque no de mucho. Según mi cara, me llamo Segismundo Eduardo.” Estudió mis rasgos faciales durante lo que me pareció una eternidad, y no fue hasta que dio un alegre suspiro que dejaba escapar cierto tufo de éxito que se pronunció don Segismundo. “Por lo que veo te llamas Laura. Tus ojos se esfuerzan en intentar disimularlo, pero esa nariz te delata.” Fue entonces cuando me sentí verdaderamente desnuda.

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