El fruto de un duro trabajo. No hay
mucho más que busquemos; una recompensa, un algo que nos pruebe que
aquello por lo que nos hemos desvivido no ha sido un sinsentido, que
no hemos trabajado para nada. En definitiva, buscamos que se nos
demuestre que no hemos estado perdiendo el tiempo.
Porque hay pocas congojas igualables a
la provocada por los resultados fallidos. Los problemas amorosos
pueden ser algo que nos distraiga e incluso que nos preocupe hasta
cierto punto, pero es algo que escapa a nuestros límites porque
abarca a un segundo, un tercero y demás. La salud y la enfermedad
son también situaciones sobre las que, aunque podamos influir,
siempre hay un deje de probabilidad que nos es inevitable. Por mucho
que nos cuidemos, siempre algo puede pasar. Nos puede fallar la
confianza, podemos dejar de creer en aquellos que una vez veneramos,
pero al final no deja de ser eso; que alguien nos ha fallado a
nosotros. Alguien que no controlábamos nosotros.
Hay muchos otros casos así. Perder una
partida de lo que sea, siendo un juego de equipo o no, es algo que
nunca depende solo de uno mismo, porque ya son dos personas como
mínimo las que se esfuerzan para salir victoriosas, y siempre hay
alguien que tiene que perder. Cuando trabajamos junto a otros para
conseguir una meta común también podemos fallar y, aunque
seguramente nuestros actos hayan influido en el resultado (sea
negativo o positivo), siempre nos queda el consuelo de que no todo es
producto nuestro.
Claro, hay situaciones en las que solo
uno es el responsable de los resultados. Y es comprensible fallar una
vez; todos cometemos errores, nos equivocamos constantemente al vivir
cosas nuevas. No sabemos como afrontarlas y pasa lo que pasa. Podemos
equivocarnos una segunda vez, y aún así podríamos justificarlo;
habría que trabajar más, tendría que haberlo dado todo, podría
haber hecho tal y tal cosa para mejorar...
Pero, ¿qué hacemos cuando, tras
habernos esforzado de verdad, tras habernos desvivido por algo, esto
fracasa? ¿Es ese fracaso la bengala que a gritos nos comunica que
hay que dejarlo? ¿Es tal tropiezo un “No.” definitivo? ¿No
queda ya nada que podamos hacer para superar las barreras que nos
separan de aquello que ansiamos realizar? ¿aquello que, aún
habiéndonos dejado la piel por ello, hemos sido incapaces de
controlar?
Mi respuesta es, a pesar de que me
sorprenda, incierta. Si tuviese que decírselo a otra persona tengo
muy claro lo que respondería. Eres capaz de todo y más, los único
límites que encontrarás son aquellos que te impongas a ti mismo.
Apunta al Sol y las estrellas y te aseguro que como mínimo
alcanzarás el cielo. Lucha por lo que quieres, porque no hay nada
que pueda contra una férrea voluntad que se aferra a aquello que
ama. Tus deseos y sueños no son más que realidades para las cuales
aún no has trabajado lo suficiente; extiende la mano y tómalo,
hazte con todo lo que consideras tuyo, porque no habrá jamás nadie
capaz de pararte.
Pero, ¿es ésa la respuesta que me
daría a mí mismo?
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