Sunday 30 November 2014

Despertar: (2) Rayo de Revelación

Capítulo 2: Rayo de revelación

Desperté junto a ella, sentados en nuestra butaca. Porque creo que era nuestra butaca. A nuestro alrededor, por la que creo que era mi casa, corrían niños, alegres y joviales, para más tarde desaparecer en la oscuridad de la habitación contigua. Nervioso, me levanté. Sabía quiénes eran esos niños. O al menos eso habría jurado. Ellos eran... Lo sabía pero no podía recordarlo. Sólo la reconocía a ella. Me levanté, y me quedé atónito, mirando como, impasible, ella se quedaba quieta en el asiento con una sonrisa de oreja a oreja. ¿No me entendía? Habíamos sido uno, pero ella era incapaz de sentir mi desconcierto. Empecé a marearme, mientras mi cerebro no paraba de buscar los hilos y rastros que conectaban todo lo que estaba viendo con la realidad que conocía. ¿Cómo era posible sentirse cómo si estuviese en el hogar propio y al mismo tiempo verlo todo con los ojos de un extraño? Todo me daba vueltas, hasta que desfallecí, y mi cuerpo cayó. Nada era real. Nada.

Desde aquél preciso instante que siempre, mediante el uso de todo vocablo que se le ocurriese y toda expresión a su alcance, maldecía al recordar, había amado locamente a Caroline. Aunque estaba seguro de que siempre había sido así, requirió de un largo periodo de asimilación y de discusiones internas para darse cuenta. Le costó años descubrir, en el fondo de un falso odio, ese sentimiento que le sobrecogía a la vez que le abrigaba en lo más hondo de su maltrecho corazón. Nacido cómo un profundo odio que le ennegrecía la sangre, le carcomía la mente y enturbiaba toda idea clara que tuviese, no pudo ver que no era tan así hasta el momento en el que una premonición onírica lo invadió en un hotel parisino a sus veintitrés años, mostrándolo a él, sólo, sentado en un sillón fucsia. Entonce supo que, al igual que ese sueño, el odio no tenía sentido. Fue una revelación que le abrumó, ya que el siempre había sido una persona simple que nunca se había planteado ninguna pregunta ante lo que para muchos es obvio, pero ese sueño le despertó de su letargo mental iniciado aquel 23 de abril en el oscuro callejón parisino dónde perdió a Caroline antes de poder ser capaz de sentirse realmente una “persona” de completa condición. Todos vemos en el odio al peor de los sentimientos, sin darnos cuenta de que no hay sentimiento alguno que pueda considerarse malo. El odio es, por definición, amor, que se diferencia del amor común por estar mal expresado, por haber sido incapaz de tomar la vía correcta, por haber sido malinterpretado por el mismo creador al releer en su interior. Y no hay más que contar. Porque, sin nos paramos a pensar, el sentimiento de odio en sí no tiene sentido. ¿Darle importancia a algo que nos desagrada? Lo normal, al conocer algo que nos repugna, es que nos alejemos, que lo abandonemos, que lo dejemos de lado con tal de no tener que soportar su existencia. Si desarrollamos un odio, es porque necesitamos a ese otro ser o característica o lo que sea objeto de tal deformación de sentimientos, sólo por el mero hecho de que nos define cómo lo que somos. Dióse cuenta así que en realidad amaba a Caroline, y de que no dejaría de hacerlo. Porque si hubiese tenido que desarrollar un sentimiento negativo, habría descubierto que era imposible: aquello que de verdad repudiamos cae en el olvido, porque no es nuestro, no es necesario, porque no lo queremos, y nadie quiere mantener junto a sí algo que no le provoca una atracción mágica e irrefrenable. Cuando la gente habla de la nada no habla de una oscuridad, de un vacío dentro de una bote de cristal: habla de la ignorancia, de caer en ella. Lo peor que puede sucederle a alguien es ser ignorado, caer en la ignorancia no solo intelectual, sino social, y el darse cuenta de ello, descubrir que ya no es nada para nadie. El sentimiento de soledad no aparece ni por asomo si siempre ha sido ignorado, porque para ello es necesario haber sido apreciado, ya que la soledad nace siempre cómo contraste, cómo antítesis de algo previo. El resultado de la ignorancia, es la expectación. Una expectación vacía y falta de interés. El observar indefinidamente, sin objetivo ni causa, sin pautas, sin pausas, sin vida, cómo si se tratase de... bueno, de un ignorado.
Pero le increpó durante una otoñal tarde un lisiado qué, desde su lugar adyacente a la entrada de uno de los más pútridos locales de esa nueva París que podía ser considerada apocalíptica, le corrigió, cómo si hubiese oído todo razonamiento que él hubiese llevado a cabo sobre el tema con anterioridad, negando todas sus constantes e infantiles respuestas con argumentos irreprochables que no hacían más que abrir el camino de su mente hacia la iluminación. Le marcó de ignorante, de ultrajante del pensamiento, de ciego y de malcriado, haciendo gran hincapié en su origen de alta cuna y relacionando todo hecho de su vida pasada con filtros rotos que no hacían más que enturbiar su pensamiento. Fue así cómo Zoroastro, que antaño había sido una de las mentes más brillantes de la ahora nación dominante en el mundo, le reveló que el odio no tenía por qué ser amor. La silla, como todos saben, es un mueble, pero el mueble no tiene por qué siquiera acercarse a ser una silla. Al recibir la regañina del anciano profeta del conocimiento, fue inevitable que se le aclarasen miles de pensamientos de una forma abrupta, desordenada y acelerada, guiando así a bruscos giros en la mayoría de sus opiniones respecto a su filosofía de vida, pero hasta entonces su falta de experiencia le había impedido ver toda calle que no fuese la que estuviese recorriendo, e incluso había embotado sus sentidos hasta el punto de impedirle ver bien ese mismo callejón que no hacía más que recorrer sin parar. Una vez revelada tal obviedad, no pudo evitar corregir su hipótesis. Era imposible que un sentimiento tan generalizado cómo el odio viniese solo del amor, algo tan escaso en épocas cómo ésta, por lo tanto es necesario que el odio nazca de casi cualquier sentimiento que, con el paso del tiempo, se corrompa y acabe por expresarse mal. Ya fuese de una forma directa cómo la típica relación amor-odio entre dos personas o de una indirecta como la constante evolución de un sentimiento como la admiración, pasando por una fase de envidia, hacia algo tan repulsivo como el odio, cuando sentimientos cómo el amor, la admiración o el cariño se corrompen, dan pie a la obsesión, la envidia o la sobreprotección, que de una u otra manera siempre acaban por desembocar en un odio sin sentido.


Vamos niña, sigue caminando, todavía no te hemos dicho que pares.” La agresiva pero suave voz del hombre resonaba en su cabeza. Llevaba con los ojos vendados lo que le había parecido una semana y media. Su falta de control del tiempo le impedía saberlo con certeza, pero ella se situaba contando las veces que la enviaban a dormir la mano y la voz. Siempre había sido una niña muy buena, al menos hasta que empezó a vivir en los mortíferos callejones parisinos. En el colegio le habían enseñado a contar hasta números tan grandes que ahora mismo no se veía capaz de nombrarlos ni de imaginarlos escritos, y también había prestado mucha atención en clase de lengua. La temeridad de la voz y la mano que la llevaban le había hecho liberar a la niña que llevaba adentro. La vida en al calle le había impedido mostrarse a sí misma tal y cómo había sido siempre, pero el sentimiento de impotencia del que disfrutaba había hecho que ese lado suyo volviese a aflorar con todo su esplendor, sin dejar de lado la desconfianza general que la calle le había inculcado. Total, ¿perdía ella algo? Su vida ya no era un bien que le perteneciese a ella, o al menos no uno del que pudiese sentirse responsable, ya que la mano y la voz podrían hacer con ella lo que quisieran mientras sufría las consecuencias de forma inevitable. Y si al final resultaba que su intención nunca había sido la de hacerle algún daño, pues mejor para ella. Pero, en el fondo, ella ya no ejercía ningún poder de decisión sobre lo que le depararía su futuro, ahora en manos de la mano y la voz. Al principio, cuando se dio cuenta de que ya no controlaba su propia vida, pensó que enloquecería hundiéndose en los más profundos confines de su retorcida mente, acostumbrada a ser ella la que decidiese absolutamente todo desde los inicios de sus tiempos. De pequeña, malcriada cómo toda chica de clase media-alta, hija de un hidalgo venido a más, siempre había hecho lo que quería en casa. Una vez en la calle, la falta de compañía no le dejaba otra elección que la de tomar las riendas y dirigir todo paso que diese. Y desde el día en que se encontró con Julius, se prometió a sí misma protegerlo, guiarlo en cada paso que diese en lo que para él era un nuevo mundo. Desvalido, aterrorizado y en la calle, el niño no era capaz ni de decidir con qué pie dar el siguiente paso, así que se sentía en la obligación moral de ayudarlo, como habían hecho contadas veces algunos desconocidos por ella, apreciando más la vida de una joven niña que la suya propia. Y ahora posiblemente lamentaría haberlo hecho, pero la decisión ya había sido tomada y su destino no iba a cambiar de un día para el otro sin causa alguna.
Incapaz de demostrar una mínima importancia por lo que sucedía fuera de la oscuridad que eran en ese momento tanto su vida cómo su mente, fue golpeada por un suave guante. ¿Sería esa la mano? Posiblemente, al morderla hubiese necesitado de algún recubrimiento. Ese golpe fue lo primero que de verdad sintió desde aquél momento en el que inició su travesía a ciegas por lo que ella consideraba su laguna Estigia personal. El suave guante volvió a abofetearla, ahora más duramente, pero sin perder ese tacto liso que podría incluso haber llamado cariñoso si la situación fuese otra. Decidió volver a conectar con el mundo que la envolvía, y descubrió que le hablaban. “¿No vas a comer nada pequeña? Llevamos ya cuatro días de viaje.” No respondió. Para ella, pasarse cuatro días sin comer era algo normal. En las calles, la comida había que racionarla, por muy escasa que fuese y aunque hacerlo significase comer un pútrido mendrugo de pan por semana. Notó el aire azotarla, y oyó cómo la misma voz que la había invitado a comer, reviviendo ahora, tardíamente, todo su apetito acumulado, recriminaba al suave guante el maltrato hacia lo que él llamaba “nuestra nueva amiga”. No pudo evitar interrumpir la regañina. “¿Si somos amigos por qué no me quitáis la venda que llevo en los ojos?”. Un profundo e incómodo silencio siguió a esa pregunta.

...

Las siluetas la guiaron hacia el callejón contiguo. Estaba dejando atrás a Julius. ¿Se habría percatado él de que ella ya no estaba? Posiblemente estaba tan aterrado que ni se había dado cuenta...
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz cordial que le decía que iban a jugar a un juego. Intentó mirar al dueño de tal melódico sonido a la cara, pero la falta de luz le impedía distinguir el menor detalle. Dijo que dolería al principio, pero que era un juego único, al que solo se podía jugar una vez en la vida si lo que querías era cumplir todos los pasos. Ella, sin dudarlo, aceptó, remarcando que los juegos a medias no son juegos. Si era algo cómo el escondite o el pilla pilla, estaba segura de que podría evadirlos y así volver con Julius, que necesitaría su ayuda. Quizás el juego significaba que ella tendría que arriesgar su vida para conseguir algo que ellos necesitaban. No le molestaba morir si lo hacía luchando por su vida o la de su amigo. “Es muy simple.” dijo la voz. “Es el juego del aguante a ciegas. Primero tú me haces daño, de cualquier manera, usando cualquier objeto a tu alcance, y yo tengo que aguantar hasta que no pueda más, y cuando no pueda soportar el dolor grito para que sepas cuando debes dejarlo. Entonces, llega mi turno de hacer que sientas en tu piel absolutamente todo lo que me has hecho, y paro también cuando te parezca demasiado. Si aguantas absolutamente todos los golpes que me has dado, habremos pasado por exactamente lo mismo. SI es así, te daré a elegir entre la opción de volver a jugar algún otro día o la de recordar siempre esta noche para no volver a buscar una situación similar. Pero tiene unas reglas especiales... está prohibido usar los ojos. ¿Estás de acuerdo?”. Caroline no pudo negarse. Si conseguía hacerle el suficiente daño, quizás la dejaría marcharse. Además, si ella no se excedía a la hora de golpearle, él se vería obligado a cumplir las reglas y no golpearla demasiado. Tras aceptar, le explicaron que para asegurarse de que no miraba le dormirían los ojos con una jeringa, cosa que dolería un poco al principio. Mostrando valentía, refunfuñó, diciendo qué por qué clase de niña mimada la tomaban, que las jeringas e inyecciones no eran nada para una superviviente cómo ella. Después de que le inyectasen el anestesiante, la dulce voz dio inicio al juego. Los golpes que ella empezó asestando a la voz no hacían más que provocarle risas. Enfurecida porque se burlasen de ella, golpeó cada vez más violentamente, llegando incluso a golpearle con la tapa de un cubo de basura en la cara. En el momento en el que la voz, aquejada, se alzó con un “¡Ya basta!” que debió ser oído desde la otra punta de la ciudad, se acordó de que ahora le tocaría recoger lo sembrado. Ella aguantó muchos golpes, más de los que debería haber aceptado. Los aguantó todos por Julius, pero llegó un momento en el que no pudo seguir luchando. Su cuerpo desfallecía, y ni tan solo aquella vez en que una panda de repugnantes “guardias” la violaron en una plaza acusándola de haber robado había sufrido tanto. Fue así cómo llegó el punto en el que su cuerpo y mente se sincronizaron y le impusieron la necesitad de gritar y sollozar sin parar. Pero una ruda mano, que seguramente pertenecía al amigo de la voz cordial que le había propuesto el juego, le sujetó la boca cortando el grito en lo que no pareció más que un leve gemido de aceptación. Le mordió la mano con toda su fuerza, tanto que sintió el sabor de la sangre inundar su boca. Pero la mano no se retiraba. Ella seguía mordiendo, cada vez más débilmente debido a que sus fuerzas la abandonaban. Pero ahí seguí la mano. Se dió cuenta del final del juego cuando el eco metálico de la tapa del cubo de basura con el que ella le había golpeado resonó por el callejón. “Me enorgullezco de que hayas aguantado tanto. La verdad, mi intención era que no lo superases, y así poder dispararte mereciéndolo tú, deshaciéndome yo así de una carga que podría acompañarme de por vida. Pero te has ganado a pulso ser esa carga, querida mía. Has luchado, has resistido y te has impuesto por lo que querías. La verdad, dudo que realmente valga la pena resistir tanto y luchar cómo lo has hecho por una niñería como la que seguramente defiendes, pero eso no es algo que yo deba juzgar ni tampoco es algo que me importe. No voy a obligarte ahora a hablar. Supongo que no vas a volver a querer jugar a este juego, así que te quedas con el recuerdo. Haz el favor de asentir si estás de acuerdo conmigo.”. A duras penas, Caroline asintió. Lo que ella había interpretado cómo algo hecho para molestar, no había sido más que un salvavidas. Desinteresada por lo que pudiese depararle el destino, se durmió.

...

Arráncale los ojos Ricardo. Uno nunca olvida el último día en el que vio, y menos aún cuando se pasa un tiempo pensando que va a volver a ver. No deberías haberla salvado, ya conozco tus truquitos y sabes que me tienen harto. De no ser porque soy un hombre de palabra, la mataría ahora mismo. Y, por desgracia, me conoces lo suficiente cómo para ayudarla a aguantar y así sobrevivir, sin siquiera saber si de verdad ella quería vivir así. La verdad, no creo que te lo vaya a agradecer. Quizás ni siquiera se haya percatado del “favor” que le has hecho. Me alegro mucho de que lo que aposté contigo fuesen los oídos, al menos no me das discusiones inútiles ahora que a oscuras eres incapaz de leerme los labios.” Al acabar esa frase, se dio cuenta de que en el momento en el que se había metido en un lugar en el que no podía comunicarse con Ricardo se había obligado a hacer él el trabajo sucio. Una pena, porque el traje era nuevo, y si había algo que odiaba más que manchar un traje era tener que limpiarlo después.


Cariño, ¿recuerdas nuestro juego?” dijo la voz. No le gustó nada cómo sonaba. Aunque era el mismo sonido de siempre, la misma voz amigable que la había guiado éstos días, el matiz era muy diferente. A pesar de ser exactamente igual, había algo, más allá del fenómeno físico que era la voz, que la envolvía y la ahogaba. Sabía que lo que iba a oír no iba a ser para nada bueno. “Lo de cerrar los ojos, no era sólo para eso. No volverás a abrirlos. Pero míralo por el lado bueno. No volverás a ver todas esas cosas horribles que has presenciado. Además, cómo te prometí, nunca olvidarás aquél día en que “jugamos”. ¿O acaso te ves capacitada cómo para olvidar el último día en que viste el sol, las calles o a tu amiguito?”
¿Lo decía en serio? Caroline era incapaz de creer lo que oía, aunque últimamente era el oído el único sentido del cual se había fiado. ¿A qué se refería con que no volvería a abrir los ojos?. “No me entiendes.” dijo Caroline temblorosa, para después seguir con una voz que tropezaba con cada palabra, que parecía desfallecer. “Quiero que me quites ya la venda ésta. ¿No has dicho que éramos amigos? Lo de el otro día fue un juego. Estoy segura de que no voy a olvidar los golpes, las burlas y la oscuridad.” Tras un largo silencio acompañado por susurros y suspiros de lo que ella creía que eran la voz y el guante, una nueva voz empezó a hablar agresivamente, notándose molesta, cómo si ella no captase alguna obviedad. “¡Ya no tienes ojos niña! ¡No vas a volver a ver nada ni a nadie! ¿Lo entiendes ahora enana?”

¿Dónde estaba Julius cuándo era ella quien lo necesitaba? A pesar de ser una carga para la supervivencia, psicológicamente Julius había sido el pilar que la había mantenido en pie los días que habían compartido. Su inocente sonrisa la ayudaba a salir adelante, y sus miedos infantiles o su desconocimiento respecto a cosas que para ella eran obvias le convertían en algo que incluso podía llamar “cuco”. Él nunca había sido muy bueno con las palabras, pero al menos sabía escuchar. A pesar de que le pareció raro, lloró. Sollozando, hizo una última pregunta. “¿Pueden llorar las personas sin ojos?”

Saturday 29 November 2014

Despertar: (1) Sueños

Nota: Esto forma parte de una novela que en su momento quise escribir pero que me he visto incapaz de seguir mucho más. Viendo que el proyecto está con un pie y medio en la tumba, aquí va su principio.


Capítulo 1: Sueños

Podría empezar por destruir las pirámides egipcias. La caída de lo magno debía empezar por algo así. O podía hundir el Vaticano. Pero sería un golpe que mucha gente malinterpretaría. Quizás la Torre Eiffel era un buen objetivo: su magnificencia y estilismo, juntos con su toque de extravagancia, la convertían en el blanco perfecto. A los pocos segundos, pude ver como, envuelta en llamas, ésta caía, imparable, contra el corazón del mundo. Mientras huía en coche, tuve que parar, debido a una avería. ¿Qué sería? Para variar, no faltaba el anciano molesto en medio. “¿Desea algo?” dije. Pero no respondió. Al final, tuvo que apartarlo. Tras ver que no sabía que le pasaba al coche, decidió volver a entrar. El anciano seguía ahí, en medio. “¿Desea que llame a alguien?” pregunté caritativo. “De ser usted, llamaría a emergencias.” respondió, justo antes de sacar un minúsculo revólver con el que me asestó un tiro fatal.

Otra vez. El incesante golpeteo de las cristalinas gotas contra el vidrio del vehículo en una noche de lluvia. Aún así, esa lluvia que arreciaba no era la que él había conocido de pequeño. De carácter ácido, y siendo siempre portadora de enfermedades insospechadas provocadas por las devastadoras armas probadas alrededor del mundo, era una mera ilusión de la relajación provocada por la lluvia pura que antaño había inundado las calles de su villa. Además, había que tener mucho valor para llamar noche a los ajetreados horarios nocturnos parisinos, dónde la actividad, movida tanto por el asesinato, el tráfico de drogas y la prostitución cómo por los trabajos que podrían ser llamados honrados, era mucho más frecuente de lo que un humano libre habría deseado, incluso en su edad de más pura rebeldía.
Era obvio que el mundo cambiaría, pero nadie lo había querido ver. Un mundo que se tragaba a sí mismo cayendo en un constante bucle autodestructivo, rehaciendo tratados de paz al mismo ritmo que los disolvía, era lo que la humanidad había perdido. Pero, de haber sabido que éste sería el desarrollo último de los actos posteriores a la crisis, muchos habrían firmado vivir en ese caos constante. Las ruidosas calles, antaño gloriosa expresión de la elegancia, la maestría artística y cultural y del carácter creativo de una París en auge que contrastaba con el resto del mundo, estaban ahora llenas de gente atolondrada que, vinculados a la desgracia eterna que les daba el pasear por un antiguo hogar ahora arruinado, no busca más que olvidar sus penas con un ocio mundano y terrenal, que alcanzaba su máxima expresión con la tortura de gente incapaz de luchar por sí misma o el infame asesinato de aquellos que honradamente habían plantado cara, eran la antítesis de lo que antaño se había conocido cómo noche. De hecho, la luz en la ciudad era mucho más notable a partir de las siete de la tarde, última hora del día para los débiles e indefensos, cuando, repentinamente, se encendían al unísono las millones de luces de la capital, para dar así paso al abandono por parte de la Guardia de Napoleón, que era lo que accionaba el interruptor que permitía la libertad de acción, violando los límites de lo legal a sabiendas de que nunca serían castigados por sus crímenes, siempre y cuando a las cinco y treinta y cinco de la mañana siguiente hubiesen dejado todo acto maníaco y vandálico. La luz de la capital del poder, dicen algunos pobres engendros, cegados por su propio dolor, que solo deja de mostrarse cuando encuentran algo que destruir o un precipicio al que aferrarse. En realidad, esa luz no era ni la de la libertad ni la de la dignidad, sino la del vicio y la corrupción.
Odiaba tener que reunirse en lugares así. La desvirtuada aristocracia parisina había sido reducida a no más que unos pocos gallos que solo cantaban las mañanas en las que el granjero ya se había ido, con la intención de no ser la razón de un mal despertar. El incidente de hace tan sólo veinticinco años, llevado a cabo por alemanes, cuyo ejército, estratégicamente distribuido por un mundo irreconocible cuyo objetivo de unidad había sido denegado por esa misma superpotencia, había tomado todas las importantes capitales, había provocado que el bucle de infinita autodestrucción del mundo se parase, para dar pie a una reconstrucción. La necesidad de los germanos de mostrar su supremacía les llevó a probar armas experimentales en las capitales de las otras naciones que, al igual que ellos y por el mismo motivo, no aceptaban la Unión de Naciones: Francia e Inglaterra. Así fue como se desheredó a los ingleses y los franceses de vivir cómo seres humanos, condenándolos a una vida en la que las palabras “amistad” y “amor” no significaban más que otra forma de conseguir dinero sucio.
De repente, su chófer, Francis, le llamó por el comunicador, y le avisó de que habían parado justo dónde les había sido indicado por el contacto francés. Aunque extremaba precauciones en lo referente a sus informadores, nunca le había gustado llevar a cabo las cosas de la forma en la que se lo habían pedido. Pero la cita actual, con el hijo del antiguo dictador originario de lo que había sido Montpellier, le obligaba a tomarse las recomendaciones cómo exigencias.
Viendo que la gente, como si de un automatismo programado se tratase, rodeaba su coche atizándolos tanto a él cómo a Francis con sus muertas pero curiosas miradas, decidió tomar medidas, aunque no fuesen necesarias. Ordenó a su chofer que aislara el circuito de aire para posteriormente apagar los renovadores de oxígeno, advirtiendo más tarde a los hombres y mujeres que, al igual que un ser cuya alma había sido arrebatada, yacían delante de su coche, viviendo aún más muertos que cualquier cadáver, de que iba a lanzar granadas de gas lacrimógeno. Después de los tres segundos de formalidad, firmados entre la nueva nobleza y el pueblo dictado en el Tratado de Nueva París para evitar daños a menores de edad o gente con discapacidades, la zona se cubrió de una bruma tóxica.
El gas lacrimógeno ya no era tal. De hecho, se había mantenido el nombre por el mero hecho de que la nube que creaba tenía el mismo aspecto, pero sus devastadores efectos no tenían relación alguna con las antiguas medidas antidisturbios. Pero esa bruma, cargada con algo que los más enrevesados métodos de tortura habían creado, era la exageración del asesinato masivo. Además, la bomba anulaba todo uso de máquinas, ya que el ácido usado en su producción desgastaba los metales y plásticos más comunes del tal forma que a los pocos segundos quedaban inutilizados completamente. Él nunca había sido partidario de abusar así de la gente que no tenía ya una razón para vivir, pero era necesario causar la impresión correcta, y para un antiguo aristócrata venido a menos que se subía de tono con la llegada de la noche salvaje, no había mejor impresión que la del abuso de poder.

Cuando los sensores de su vehículo señalaron que el gas recientemente liberado ya había perdido su capacidad destructora, bajó del coche. Lo destacable de la pérdida de potencial destructivo de las granadas era que, cómo los que no usaban a su favor este tipo de armas no sabían que llegaba un momento en que el gas dejaba de funcionar, con un poco de teatro dejando notar dificultades respiratorias al salir de la ahora inofensiva nube gaseosa se aseguraba de alejar a los pocos que se empezaban a acercar. O al menos solía ser un punto del que ellos, la nueva nobleza, sacaban ventaja siempre que podían. Pero debido a las dificultades visuales que causaba la nube, fue interceptado en su trayecto al hotel por un rifle que golpeó repentinamente su esternón, convirtiendo a éste en fuente de un tétrico ruido que señalaba una rotura. Incapaz de alzarse para poder plantarle cara a su oponente, se vio obligado a recular hasta llegar a tocar lo que él creía que era su vehículo. Pero entonces se dio cuenta de que había sido engañado. Quien él creía que era su chófer de la infancia en la que el mundo era aún algo que podía ser mínimamente considerado un hogar, no era más que un traidor que había sabido, mediante algún método distorsionador de la voz o alguna grabación, reproducir la voz de su más antiguo y fiel ayudante para guiarle hacia lo que seguramente significaría su fin. Antes de que le cubriesen la cabeza con un saco que parecía hecho a medida, sólo fue capaz de vislumbrar la cara de un hombre entrado en años que le miraba de forma nostálgica.

-Deberías callar, ¿no te das cuenta de que nos oirán? Todavía no entiendo cómo has durado tanto siendo tan descuidado… tus tonterías acabarán costándonos la vida, eso tenlo por seguro. La semana que llevas aquí te ha enseñado más de la vida de lo que te habría enseñado tu casita de muñecas en mil años, señorito Ashford. Y la semana que viene le enseñará aún más, aunque usted no quiera.
Era una pesada. Julius era incapaz de entender como su padre había aguantado a una mujer durante más de treinta años. A él con esa única semana que acababa de vivir junto a Caroline, que solo era una niña de once años y medio, ya le era suficiente. Ahora entendía esas frases repentinas de su padre referentes a las mujeres, en las que criticaba duramente a toda dama que le pasase por delante y le dirigiese más de dos palabras. Los años que pasó acompañado de su niñera Mildred quedaban en el recuerdo como el dulce aroma del campo primaveral, siendo esta semana una estadía en el más emblemático complejo hotelero del inframundo. La joven parisina no paraba de sermonearlo, ordenándole que se callase o “recomendándole” (de una forma particularmente arisca) que racionase la carne cruda que engullía hambriento cada mañana.
Todavía no sabía cómo había llegado a esa situación, pero si había algo de lo que podía estar completamente seguro era de que el agonizante dolor que sufría en sus pies tras patearse las calles de París de día y de noche en la intemperie durante la últimas dos semanas se veía aliviado por el provocado por las irritantes palabras de Caroline, quien no dejaba de escupir vocablos que inundaban su mente, como si ya hubiese conocido esa voz con anterioridad.
Mientras toda esa abrumadora corriente de pensamientos fluía por su mente nublando sus sentidos, faltos del nivel exigido por la cruda vida que acarreaba, se encontró con una masa de metal rellena de algún tipo de gel o líquido, que cayó, desprendiendo algunos trozos, ante la fuerza que significaba la velocidad a la que corría y sus más de veinticinco quilos de peso, frenándolo de golpe y provocándole numerosos cortes y magulladuras que seguramente necesitarían de una dura desinfección cuanto antes.

Y entonces cayó, crujiéndole durante la travesía todo hueso aún entero mientras su maltrecho cuerpo, si es que era aún posible considerar a esa casi amorfa masa como parte de lo que anteriormente había integrado su ancho y robusto tronco, se escurría involuntariamente de forma lenta pero implacable por la gelatinosa superficie que, acariciándolo cariñosa y fuertemente, le arrancaba tiras de piel a medida que se deslizaba, llegando a hacerle creer que su mismísima piel, en un esfuerzo similar al realizable por un asqueroso y mundano humano, intentaba aferrarse con todas sus inexistentes fuerzas a esa superficie sin importar hasta qué punto llegase el agónico maltrato, llegando a provocar que creyese en una realidad aún más sobrecogedora y dolorosa que la que ya estaba sufriendo, cómo si cada maldita célula estuviese hundida en esos terroríficos sentimientos que eran la agonía y el terror provocados por el simple pero macabro hecho de saber que todo se acababa. Porque si hubiese conseguido algo en su vida, por pequeño y mísero que hubiese sido ese algo, aquella agonía podría haber sido sustituida por una tranquilizante paz interior que contrastaría claramente con el repulsivo dolor, que se sobreentendía en el ambiente de solo oír los desgarros, ahora no “ligeras” dermoabrasiones que decorasen su deshecho organismo a base de largos e incontables hilos de sangre, sino, de sus músculos, que cedían ante la corrosiva substancia que disolvía y dejaba hecho jirones su anteriormente humano cuerpo. Pero no. No. No… ¡No! Esa paz no llegaba. Y sabía que no llegaría, aunque por miles de años la desease, porque nunca había hecho nada que pudiese considerar que le ayudase a realizarse cómo persona, ni se había planteado llevar a cabo tal acto contrario a su norma moral basada en la estafa, la mentira y la lujuria, que le impedía cumplir con cualquier promesa honrada que no le beneficiase en demasía. Al menos ahora serviría a un fin honrado, aunque fuese ser el alimento de los cerdos criados en alguna lejana granja que más tarde vendería su carne para alimentar y aumentar la barriga de un duque o, si tenía suerte, de unos huérfanos que verían en sus carcomidos y pútridos restos su dosis de comida semanal. Involuntariamente, había encontrado su fin en la vida. Recompensar a todo aquél al que había maltratado y maldecido con anterioridad. No habría nada que lo pudiese alegrar más en ese momento que la mera confirmación de que sería engullido por niños famélicos, hambrientos, tan poco acostumbrados a la para él rutinaria actividad culinaria que verían en esos pútridos restos el manjar que él apreciaba en los huevos de gallina que acompañaban a sus tostadas de pan integral. Al menos habría hecho algo bueno en su vida. Bueno, si había una cosa que le alegraría aún más. Que le confirmasen que seguiría vivo, con hechos, mientras también le aseguraban que los hijos de puta que le estaban enterrando en la miseria previa a la muerte que era esa crisis existencial sufrirían siete veces lo recibido. Pero sabía que eso nunca pasaría.



El oxidado cubo de basura había perdido unos pocos trozos debido al golpe, algunos de los cuales habían ido a parar a su piel, desgarrándola de forma amistosa y simpática, estableciendo un llamativo vínculo que significaría abrir las puertas de su corazón a múltiples enfermedades de las que necesitaría tratarse, con la ayuda de una financiación aún desconocida para él. Al caer, la ruidosa melodía que produjo el tintineo de las múltiples piezas metálicas y el gran cubo que le doblaba en tamaño recorrió el supuestamente vacío callejón cómo si chocase contra cada pared, contra cada muesca que en ellas fuese capaz de encontrar tras buscar con el tacto de la forma más minuciosa que una vibración acústica pueda hacer, cómo si intentase advertir a alguien de que allí había dos indefensas presas. Y, en respuesta a la alarma exclamada por el ente conformado por el sonido que se propagaba por las calles de París originado en la accidental colisión, dos robustos hombres, de los que solo podía distinguir una silueta de la cual lo único que podía destacar eran sus anchos hombros, salieron alarmados, dirigiéndose hacia el rincón dónde estaban Caroline y él, pero de forma ciega, guiándose más por la fe de que encontrarían un premio, una presa que llevarle al cazador que los adiestraba, alimentaba y castigaba si tocaba, por el hecho de creer en la existencia de un algo más allá de la infinita oscuridad que inundaba el pasillo debido a la poca luz originaria de las calles, que no por la certeza de que tenían a dos intrusos, por insignificantes e irrelevantes que fuesen. Al girarse bruscamente debido al susto, sabiendo que el caminar de los perros de presa había retrasado su reacción, vio contra todo pronóstico a Caroline indicándole, de forma disimulada pero evidente en la proximidad mutua en la que se encontraban, que comenzase a huir, que había un camino que seguir. Lo lógico, lo práctico, y lo que en esos años se había enseñado cómo lo correcto hubiese sido que lo abandonase. Si él se hubiese encontrado en su situación, no habría dudado en abandonarla, tan prontamente cómo pudiese, con tal de salvar su pellejo, pero de forma impensable, Caroline seguía ahí, gritándole desesperadamente que se levantase y se escondiese. Pero él no oía nada. El golpe lo había aturdido, y el hipnótico caminar de los corpulentos homínidos le tenía embelesado, a pesar de no destacar por nada en particular. Le llevó un rato distinguir un repugnante hedor a muerte, carne y podredumbre que provenía del cubo y de sí mismo, que se encontraba cubierto de la extraña substancia que éste contenía. Sin pensárselo dos veces, se metió en él, hundiéndose en la espesa disolución del que estaba relleno, siempre seguido por la mirada estupefacta de Caroline, quién, muda, aceptaba su horrible final, que seguramente significaría su muerte en manos de aquellos engendros, no sin que antes la violasen repetidas veces de forma violenta y agresiva, siguiendo siempre el patrón inhumano que predominaba en la sociedad barriobajera parisina. Y ella sabía lo que le esperaba. Sabía también que eso solo sucedería en el mejor de los casos. Y lo aceptaba con estoicismo. Tras pensar, ella decidió que fingiría haber sido quién se chocaba con el cubo de basura. Aunque no creía que viesen la sangre, un par de cortes no vendrían mal para agregar dramatismo a la situación, así que cogió un borde cubierto de óxido que se había desprendido del cubo debido al choque y se hizo unos pequeños cortes en cara y brazos, para acabar con uno muy profundo en la mano izquierda. Entonces, Julius vio cómo los hombres se acercaban y, soltando rudos vocablos en un francés falto del nivel gramático que su nivel exigía para considerarlo mínimamente comprensible, se llevaban a Caroline, quien no paraba de repetir las mismas cinco palabras. “El teatro de los sueños”.

Thursday 20 November 2014

Vida de servicio: Miki y la kofi mashín. (1)

He pasado por lugares tan asquerosos que imaginarlos te haría retorcerte por dentro. Se me ha amado tanto como a la mujer más bella y me han odiado más que al peor de los tiranos. Todos me buscan con ansias, pero al encontrarme dejan de darme la misma importancia. Ésta es mi historia.

No recuerdo a mis padres. Siendo detallista, no recuerdo familia alguna, ni amigos, ningún ser con el que mantuviese relación alguna por el estilo. Tampoco es que me preocupase mucho por conocerlos; aunque tenga la certeza de que he vivido una larga vida, mi recuerdo más reciente se remonta a hace poco más de una década; ese tiempo me ha bastado para saber que estaría mejor sola. Pero al parecer mi compañía (o la falta de ella) no es algo que dependa solo de mí.
Y ahí llegamos a otro punto importante de mi vida; recuerdo muy pocos momentos en los que haya podido disfrutar de la soledad. Mi existencia sería inconcebible en la soledad; lo que soy no tiene cabida en un mundo en el que no estoy constantemente acompañada. La única vez que estuve sola durante más de diez o doce horas fue cuando intentaron ahogarme. Como si de un rito se tratase, se giraron y me lanzaron al agua, deshaciéndose de mi con alegría, como si se librasen de una carga.

El primer dueño que tuve era joven. Llamado Miki por la mayoría de gente, excepto algunas veces por algunas personas mayores que decidían gritarle mientras cambiaban si típico nombre por un potente "Miguel Díaz Rojo", que solía acompañar alguna regañina y, cada tanto, algún que otro golpe. Miki me trataba como si fuese alguna bestia de circo. Recuerdo que al principio me sentía insultada y me avergonzaba de que me exhibiese ante sus amigos. Aún recuerdo las turbias miradas de Aitor y Pedro, llenas de deseo. Me querían para ellos, solo para ellos. Las primeras veces esas miradas, combinadas con lo extraño que era ser exhibida ante tales muchedumbres, me ponían de los nervios. Pero con el paso de los días acabó gustándome la sensación; al menos había alguien que me quería. No recordar mi origen era algo que me hacía sentir poco querida; ¿tan poco le importaba yo al resto del mundo? El suicidio había sido una opción. Pero esas miradas que me ansiaban, esas almas que vivían en pena debido a que mi existencia no les pertenecía, hacían que me sintiese algo mejor conmigo misma.
Pero la sensación de bienestar no duró mucho. Un día a Miki le dio por encerrarme en una oscura prisión. No volví a verle ni la cara ni la cruz; hablamos de una prisión completamente hermética a nivel lumínico. Pasé meses incapaz de ver nada, solo hubo un día en el que mi letargo inducido fue interrumpido por una chiquilla llamada Isabel. Al parecer, Miki me había regalado, ya no era suya. Todo la gallardía de la que había hecho gala mientras me lucía ante amigos suyos que me adoraban desapareció en el instante en el que esa chica sonrió. Se convirtió en una estúpida masa rojiza que era ya incapaz de recordarme. Isabel volvió a cerrar mi celda, y no volví a ver nada durante mucho tiempo.
Ello no significaba que estuviese sola; escuchaba a los niños cada día. Al parecer adulto los adoctrinaban para que repitieses lo que ellos decían, y la mayoría de niños les hacían caso y seguían sus órdenes al pie de la letra. Por lo que oía, a los que se rebelaban contra tal sistema los surprimían mediante el uso de una máquina llamada puntorrojo. Tuve la fortuna de no conocer semejante atrocidad armamentística, pero sufrí los aullidos de los pobres desgraciados que según los encargados la merecieron.

Al cabo de unos meses, una luz cegadora me despertó de mi letargo. Hacía tiempo que había dejado de oír los ruidos de Miki y sus semejantes, por lo que estaba completamente perdida en el tiempo. Fue así como durante una calurosa mañana de septiembre conocí a Isabelle, la dueña de la que guardo mejores recuerdos.
No me malinterpretéis; en ningún momento me trató bien. Pero al menos llegué a conocer a muchos similares, y decubrir que no era la única en semejante situación me ayudó mucho a sobrellevar el problema constante que era mi existencia para mí. "Mal de muchos, consuelo de tontos" escuché decir numerosas veces a Isabelle durante las siguientes semanas. Llegué a ser la única original a su servicio, ya que la mayoría iban a parar a la máquina de algo llamado "kofi". Las que cuando yo llegué eran las veteranas lo consideraban una liberación, pero con el paso del tiempo empecé a temer a la kofi mashín.
Fue entonces cuando tomé el liderazgo de nuestro grupo armándome con el miedo que sin darme cuenta había inducido en mis compañeras. Cada vez que la luz asomaba empezaba un rito durante el cual forzaba a todas a esconderse de la luz. Al principio era difícil convencerlas de evitar aquello que normalmente se pasaban horas esperando y que solo sucedía una vez al día, pero con el paso del tiempo, unas pocas víctimas y mi demagogia conseguí que el miedo se les metiese en el cuerpo. Pero mis tretas se volvieron en contra mí; me traicionaron, me vendieron, me dejaron sola en la superficie. Y acabé en la kofi mashín.