Saturday, 29 November 2014

Despertar: (1) Sueños

Nota: Esto forma parte de una novela que en su momento quise escribir pero que me he visto incapaz de seguir mucho más. Viendo que el proyecto está con un pie y medio en la tumba, aquí va su principio.


Capítulo 1: Sueños

Podría empezar por destruir las pirámides egipcias. La caída de lo magno debía empezar por algo así. O podía hundir el Vaticano. Pero sería un golpe que mucha gente malinterpretaría. Quizás la Torre Eiffel era un buen objetivo: su magnificencia y estilismo, juntos con su toque de extravagancia, la convertían en el blanco perfecto. A los pocos segundos, pude ver como, envuelta en llamas, ésta caía, imparable, contra el corazón del mundo. Mientras huía en coche, tuve que parar, debido a una avería. ¿Qué sería? Para variar, no faltaba el anciano molesto en medio. “¿Desea algo?” dije. Pero no respondió. Al final, tuvo que apartarlo. Tras ver que no sabía que le pasaba al coche, decidió volver a entrar. El anciano seguía ahí, en medio. “¿Desea que llame a alguien?” pregunté caritativo. “De ser usted, llamaría a emergencias.” respondió, justo antes de sacar un minúsculo revólver con el que me asestó un tiro fatal.

Otra vez. El incesante golpeteo de las cristalinas gotas contra el vidrio del vehículo en una noche de lluvia. Aún así, esa lluvia que arreciaba no era la que él había conocido de pequeño. De carácter ácido, y siendo siempre portadora de enfermedades insospechadas provocadas por las devastadoras armas probadas alrededor del mundo, era una mera ilusión de la relajación provocada por la lluvia pura que antaño había inundado las calles de su villa. Además, había que tener mucho valor para llamar noche a los ajetreados horarios nocturnos parisinos, dónde la actividad, movida tanto por el asesinato, el tráfico de drogas y la prostitución cómo por los trabajos que podrían ser llamados honrados, era mucho más frecuente de lo que un humano libre habría deseado, incluso en su edad de más pura rebeldía.
Era obvio que el mundo cambiaría, pero nadie lo había querido ver. Un mundo que se tragaba a sí mismo cayendo en un constante bucle autodestructivo, rehaciendo tratados de paz al mismo ritmo que los disolvía, era lo que la humanidad había perdido. Pero, de haber sabido que éste sería el desarrollo último de los actos posteriores a la crisis, muchos habrían firmado vivir en ese caos constante. Las ruidosas calles, antaño gloriosa expresión de la elegancia, la maestría artística y cultural y del carácter creativo de una París en auge que contrastaba con el resto del mundo, estaban ahora llenas de gente atolondrada que, vinculados a la desgracia eterna que les daba el pasear por un antiguo hogar ahora arruinado, no busca más que olvidar sus penas con un ocio mundano y terrenal, que alcanzaba su máxima expresión con la tortura de gente incapaz de luchar por sí misma o el infame asesinato de aquellos que honradamente habían plantado cara, eran la antítesis de lo que antaño se había conocido cómo noche. De hecho, la luz en la ciudad era mucho más notable a partir de las siete de la tarde, última hora del día para los débiles e indefensos, cuando, repentinamente, se encendían al unísono las millones de luces de la capital, para dar así paso al abandono por parte de la Guardia de Napoleón, que era lo que accionaba el interruptor que permitía la libertad de acción, violando los límites de lo legal a sabiendas de que nunca serían castigados por sus crímenes, siempre y cuando a las cinco y treinta y cinco de la mañana siguiente hubiesen dejado todo acto maníaco y vandálico. La luz de la capital del poder, dicen algunos pobres engendros, cegados por su propio dolor, que solo deja de mostrarse cuando encuentran algo que destruir o un precipicio al que aferrarse. En realidad, esa luz no era ni la de la libertad ni la de la dignidad, sino la del vicio y la corrupción.
Odiaba tener que reunirse en lugares así. La desvirtuada aristocracia parisina había sido reducida a no más que unos pocos gallos que solo cantaban las mañanas en las que el granjero ya se había ido, con la intención de no ser la razón de un mal despertar. El incidente de hace tan sólo veinticinco años, llevado a cabo por alemanes, cuyo ejército, estratégicamente distribuido por un mundo irreconocible cuyo objetivo de unidad había sido denegado por esa misma superpotencia, había tomado todas las importantes capitales, había provocado que el bucle de infinita autodestrucción del mundo se parase, para dar pie a una reconstrucción. La necesidad de los germanos de mostrar su supremacía les llevó a probar armas experimentales en las capitales de las otras naciones que, al igual que ellos y por el mismo motivo, no aceptaban la Unión de Naciones: Francia e Inglaterra. Así fue como se desheredó a los ingleses y los franceses de vivir cómo seres humanos, condenándolos a una vida en la que las palabras “amistad” y “amor” no significaban más que otra forma de conseguir dinero sucio.
De repente, su chófer, Francis, le llamó por el comunicador, y le avisó de que habían parado justo dónde les había sido indicado por el contacto francés. Aunque extremaba precauciones en lo referente a sus informadores, nunca le había gustado llevar a cabo las cosas de la forma en la que se lo habían pedido. Pero la cita actual, con el hijo del antiguo dictador originario de lo que había sido Montpellier, le obligaba a tomarse las recomendaciones cómo exigencias.
Viendo que la gente, como si de un automatismo programado se tratase, rodeaba su coche atizándolos tanto a él cómo a Francis con sus muertas pero curiosas miradas, decidió tomar medidas, aunque no fuesen necesarias. Ordenó a su chofer que aislara el circuito de aire para posteriormente apagar los renovadores de oxígeno, advirtiendo más tarde a los hombres y mujeres que, al igual que un ser cuya alma había sido arrebatada, yacían delante de su coche, viviendo aún más muertos que cualquier cadáver, de que iba a lanzar granadas de gas lacrimógeno. Después de los tres segundos de formalidad, firmados entre la nueva nobleza y el pueblo dictado en el Tratado de Nueva París para evitar daños a menores de edad o gente con discapacidades, la zona se cubrió de una bruma tóxica.
El gas lacrimógeno ya no era tal. De hecho, se había mantenido el nombre por el mero hecho de que la nube que creaba tenía el mismo aspecto, pero sus devastadores efectos no tenían relación alguna con las antiguas medidas antidisturbios. Pero esa bruma, cargada con algo que los más enrevesados métodos de tortura habían creado, era la exageración del asesinato masivo. Además, la bomba anulaba todo uso de máquinas, ya que el ácido usado en su producción desgastaba los metales y plásticos más comunes del tal forma que a los pocos segundos quedaban inutilizados completamente. Él nunca había sido partidario de abusar así de la gente que no tenía ya una razón para vivir, pero era necesario causar la impresión correcta, y para un antiguo aristócrata venido a menos que se subía de tono con la llegada de la noche salvaje, no había mejor impresión que la del abuso de poder.

Cuando los sensores de su vehículo señalaron que el gas recientemente liberado ya había perdido su capacidad destructora, bajó del coche. Lo destacable de la pérdida de potencial destructivo de las granadas era que, cómo los que no usaban a su favor este tipo de armas no sabían que llegaba un momento en que el gas dejaba de funcionar, con un poco de teatro dejando notar dificultades respiratorias al salir de la ahora inofensiva nube gaseosa se aseguraba de alejar a los pocos que se empezaban a acercar. O al menos solía ser un punto del que ellos, la nueva nobleza, sacaban ventaja siempre que podían. Pero debido a las dificultades visuales que causaba la nube, fue interceptado en su trayecto al hotel por un rifle que golpeó repentinamente su esternón, convirtiendo a éste en fuente de un tétrico ruido que señalaba una rotura. Incapaz de alzarse para poder plantarle cara a su oponente, se vio obligado a recular hasta llegar a tocar lo que él creía que era su vehículo. Pero entonces se dio cuenta de que había sido engañado. Quien él creía que era su chófer de la infancia en la que el mundo era aún algo que podía ser mínimamente considerado un hogar, no era más que un traidor que había sabido, mediante algún método distorsionador de la voz o alguna grabación, reproducir la voz de su más antiguo y fiel ayudante para guiarle hacia lo que seguramente significaría su fin. Antes de que le cubriesen la cabeza con un saco que parecía hecho a medida, sólo fue capaz de vislumbrar la cara de un hombre entrado en años que le miraba de forma nostálgica.

-Deberías callar, ¿no te das cuenta de que nos oirán? Todavía no entiendo cómo has durado tanto siendo tan descuidado… tus tonterías acabarán costándonos la vida, eso tenlo por seguro. La semana que llevas aquí te ha enseñado más de la vida de lo que te habría enseñado tu casita de muñecas en mil años, señorito Ashford. Y la semana que viene le enseñará aún más, aunque usted no quiera.
Era una pesada. Julius era incapaz de entender como su padre había aguantado a una mujer durante más de treinta años. A él con esa única semana que acababa de vivir junto a Caroline, que solo era una niña de once años y medio, ya le era suficiente. Ahora entendía esas frases repentinas de su padre referentes a las mujeres, en las que criticaba duramente a toda dama que le pasase por delante y le dirigiese más de dos palabras. Los años que pasó acompañado de su niñera Mildred quedaban en el recuerdo como el dulce aroma del campo primaveral, siendo esta semana una estadía en el más emblemático complejo hotelero del inframundo. La joven parisina no paraba de sermonearlo, ordenándole que se callase o “recomendándole” (de una forma particularmente arisca) que racionase la carne cruda que engullía hambriento cada mañana.
Todavía no sabía cómo había llegado a esa situación, pero si había algo de lo que podía estar completamente seguro era de que el agonizante dolor que sufría en sus pies tras patearse las calles de París de día y de noche en la intemperie durante la últimas dos semanas se veía aliviado por el provocado por las irritantes palabras de Caroline, quien no dejaba de escupir vocablos que inundaban su mente, como si ya hubiese conocido esa voz con anterioridad.
Mientras toda esa abrumadora corriente de pensamientos fluía por su mente nublando sus sentidos, faltos del nivel exigido por la cruda vida que acarreaba, se encontró con una masa de metal rellena de algún tipo de gel o líquido, que cayó, desprendiendo algunos trozos, ante la fuerza que significaba la velocidad a la que corría y sus más de veinticinco quilos de peso, frenándolo de golpe y provocándole numerosos cortes y magulladuras que seguramente necesitarían de una dura desinfección cuanto antes.

Y entonces cayó, crujiéndole durante la travesía todo hueso aún entero mientras su maltrecho cuerpo, si es que era aún posible considerar a esa casi amorfa masa como parte de lo que anteriormente había integrado su ancho y robusto tronco, se escurría involuntariamente de forma lenta pero implacable por la gelatinosa superficie que, acariciándolo cariñosa y fuertemente, le arrancaba tiras de piel a medida que se deslizaba, llegando a hacerle creer que su mismísima piel, en un esfuerzo similar al realizable por un asqueroso y mundano humano, intentaba aferrarse con todas sus inexistentes fuerzas a esa superficie sin importar hasta qué punto llegase el agónico maltrato, llegando a provocar que creyese en una realidad aún más sobrecogedora y dolorosa que la que ya estaba sufriendo, cómo si cada maldita célula estuviese hundida en esos terroríficos sentimientos que eran la agonía y el terror provocados por el simple pero macabro hecho de saber que todo se acababa. Porque si hubiese conseguido algo en su vida, por pequeño y mísero que hubiese sido ese algo, aquella agonía podría haber sido sustituida por una tranquilizante paz interior que contrastaría claramente con el repulsivo dolor, que se sobreentendía en el ambiente de solo oír los desgarros, ahora no “ligeras” dermoabrasiones que decorasen su deshecho organismo a base de largos e incontables hilos de sangre, sino, de sus músculos, que cedían ante la corrosiva substancia que disolvía y dejaba hecho jirones su anteriormente humano cuerpo. Pero no. No. No… ¡No! Esa paz no llegaba. Y sabía que no llegaría, aunque por miles de años la desease, porque nunca había hecho nada que pudiese considerar que le ayudase a realizarse cómo persona, ni se había planteado llevar a cabo tal acto contrario a su norma moral basada en la estafa, la mentira y la lujuria, que le impedía cumplir con cualquier promesa honrada que no le beneficiase en demasía. Al menos ahora serviría a un fin honrado, aunque fuese ser el alimento de los cerdos criados en alguna lejana granja que más tarde vendería su carne para alimentar y aumentar la barriga de un duque o, si tenía suerte, de unos huérfanos que verían en sus carcomidos y pútridos restos su dosis de comida semanal. Involuntariamente, había encontrado su fin en la vida. Recompensar a todo aquél al que había maltratado y maldecido con anterioridad. No habría nada que lo pudiese alegrar más en ese momento que la mera confirmación de que sería engullido por niños famélicos, hambrientos, tan poco acostumbrados a la para él rutinaria actividad culinaria que verían en esos pútridos restos el manjar que él apreciaba en los huevos de gallina que acompañaban a sus tostadas de pan integral. Al menos habría hecho algo bueno en su vida. Bueno, si había una cosa que le alegraría aún más. Que le confirmasen que seguiría vivo, con hechos, mientras también le aseguraban que los hijos de puta que le estaban enterrando en la miseria previa a la muerte que era esa crisis existencial sufrirían siete veces lo recibido. Pero sabía que eso nunca pasaría.



El oxidado cubo de basura había perdido unos pocos trozos debido al golpe, algunos de los cuales habían ido a parar a su piel, desgarrándola de forma amistosa y simpática, estableciendo un llamativo vínculo que significaría abrir las puertas de su corazón a múltiples enfermedades de las que necesitaría tratarse, con la ayuda de una financiación aún desconocida para él. Al caer, la ruidosa melodía que produjo el tintineo de las múltiples piezas metálicas y el gran cubo que le doblaba en tamaño recorrió el supuestamente vacío callejón cómo si chocase contra cada pared, contra cada muesca que en ellas fuese capaz de encontrar tras buscar con el tacto de la forma más minuciosa que una vibración acústica pueda hacer, cómo si intentase advertir a alguien de que allí había dos indefensas presas. Y, en respuesta a la alarma exclamada por el ente conformado por el sonido que se propagaba por las calles de París originado en la accidental colisión, dos robustos hombres, de los que solo podía distinguir una silueta de la cual lo único que podía destacar eran sus anchos hombros, salieron alarmados, dirigiéndose hacia el rincón dónde estaban Caroline y él, pero de forma ciega, guiándose más por la fe de que encontrarían un premio, una presa que llevarle al cazador que los adiestraba, alimentaba y castigaba si tocaba, por el hecho de creer en la existencia de un algo más allá de la infinita oscuridad que inundaba el pasillo debido a la poca luz originaria de las calles, que no por la certeza de que tenían a dos intrusos, por insignificantes e irrelevantes que fuesen. Al girarse bruscamente debido al susto, sabiendo que el caminar de los perros de presa había retrasado su reacción, vio contra todo pronóstico a Caroline indicándole, de forma disimulada pero evidente en la proximidad mutua en la que se encontraban, que comenzase a huir, que había un camino que seguir. Lo lógico, lo práctico, y lo que en esos años se había enseñado cómo lo correcto hubiese sido que lo abandonase. Si él se hubiese encontrado en su situación, no habría dudado en abandonarla, tan prontamente cómo pudiese, con tal de salvar su pellejo, pero de forma impensable, Caroline seguía ahí, gritándole desesperadamente que se levantase y se escondiese. Pero él no oía nada. El golpe lo había aturdido, y el hipnótico caminar de los corpulentos homínidos le tenía embelesado, a pesar de no destacar por nada en particular. Le llevó un rato distinguir un repugnante hedor a muerte, carne y podredumbre que provenía del cubo y de sí mismo, que se encontraba cubierto de la extraña substancia que éste contenía. Sin pensárselo dos veces, se metió en él, hundiéndose en la espesa disolución del que estaba relleno, siempre seguido por la mirada estupefacta de Caroline, quién, muda, aceptaba su horrible final, que seguramente significaría su muerte en manos de aquellos engendros, no sin que antes la violasen repetidas veces de forma violenta y agresiva, siguiendo siempre el patrón inhumano que predominaba en la sociedad barriobajera parisina. Y ella sabía lo que le esperaba. Sabía también que eso solo sucedería en el mejor de los casos. Y lo aceptaba con estoicismo. Tras pensar, ella decidió que fingiría haber sido quién se chocaba con el cubo de basura. Aunque no creía que viesen la sangre, un par de cortes no vendrían mal para agregar dramatismo a la situación, así que cogió un borde cubierto de óxido que se había desprendido del cubo debido al choque y se hizo unos pequeños cortes en cara y brazos, para acabar con uno muy profundo en la mano izquierda. Entonces, Julius vio cómo los hombres se acercaban y, soltando rudos vocablos en un francés falto del nivel gramático que su nivel exigía para considerarlo mínimamente comprensible, se llevaban a Caroline, quien no paraba de repetir las mismas cinco palabras. “El teatro de los sueños”.

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