Nota: Esto forma parte de una novela que en su momento quise escribir pero que me he visto incapaz de seguir mucho más. Viendo que el proyecto está con un pie y medio en la tumba, aquí va su principio.
Capítulo
1: Sueños
Podría
empezar por destruir las pirámides egipcias. La caída de lo magno
debía empezar por algo así. O podía hundir el Vaticano. Pero sería
un golpe que mucha gente malinterpretaría. Quizás la Torre Eiffel
era un buen objetivo: su magnificencia y estilismo, juntos con su
toque de extravagancia, la convertían en el blanco perfecto. A los
pocos segundos, pude ver como, envuelta en llamas, ésta caía,
imparable, contra el corazón del mundo. Mientras huía en coche,
tuve que parar, debido a una avería. ¿Qué sería? Para variar, no
faltaba el anciano molesto en medio. “¿Desea algo?” dije. Pero
no respondió. Al final, tuvo que apartarlo. Tras ver que no sabía
que le pasaba al coche, decidió volver a entrar. El anciano seguía
ahí, en medio. “¿Desea que llame a alguien?” pregunté
caritativo. “De ser usted, llamaría a emergencias.” respondió,
justo antes de sacar un minúsculo revólver con el que me asestó un
tiro fatal.
Otra
vez. El incesante golpeteo de las cristalinas gotas contra el vidrio
del vehículo en una noche de lluvia. Aún así, esa lluvia que
arreciaba no era la que él había conocido de pequeño. De carácter
ácido, y siendo siempre portadora de enfermedades insospechadas
provocadas por las devastadoras armas probadas alrededor del mundo,
era una mera ilusión de la relajación provocada por la lluvia pura
que antaño había inundado las calles de su villa. Además, había
que tener mucho valor para llamar noche a los ajetreados horarios
nocturnos parisinos, dónde la actividad, movida tanto por el
asesinato, el tráfico de drogas y la prostitución cómo por los
trabajos que podrían ser llamados honrados, era mucho más frecuente
de lo que un humano libre habría deseado, incluso en su edad de más
pura rebeldía.
Era
obvio que el mundo cambiaría, pero nadie lo había querido ver. Un
mundo que se tragaba a sí mismo cayendo en un constante bucle
autodestructivo, rehaciendo tratados de paz al mismo ritmo que los
disolvía, era lo que la humanidad había perdido. Pero, de haber
sabido que éste sería el desarrollo último de los actos
posteriores a la crisis, muchos habrían firmado vivir en ese caos
constante. Las ruidosas calles, antaño gloriosa expresión de la
elegancia, la maestría artística y cultural y del carácter
creativo de una París en auge que contrastaba con el resto del
mundo, estaban ahora llenas de gente atolondrada que, vinculados a la
desgracia eterna que les daba el pasear por un antiguo hogar ahora
arruinado, no busca más que olvidar sus penas con un ocio mundano y
terrenal, que alcanzaba su máxima expresión con la tortura de gente
incapaz de luchar por sí misma o el infame asesinato de aquellos que
honradamente habían plantado cara, eran la antítesis de lo que
antaño se había conocido cómo noche. De hecho, la luz en la ciudad
era mucho más notable a partir de las siete de la tarde, última
hora del día para los débiles e indefensos, cuando, repentinamente,
se encendían al unísono las millones de luces de la capital, para
dar así paso al abandono por parte de la Guardia de Napoleón, que
era lo que accionaba el interruptor que permitía la libertad de
acción, violando los límites de lo legal a sabiendas de que nunca
serían castigados por sus crímenes, siempre y cuando a las cinco y
treinta y cinco de la mañana siguiente hubiesen dejado todo acto
maníaco y vandálico. La luz de la capital del poder, dicen algunos
pobres engendros, cegados por su propio dolor, que solo deja de
mostrarse cuando encuentran algo que destruir o un precipicio al que
aferrarse. En realidad, esa luz no era ni la de la libertad ni la de
la dignidad, sino la del vicio y la corrupción.
Odiaba
tener que reunirse en lugares así. La desvirtuada aristocracia
parisina había sido reducida a no más que unos pocos gallos que
solo cantaban las mañanas en las que el granjero ya se había ido,
con la intención de no ser la razón de un mal despertar. El
incidente de hace tan sólo veinticinco años, llevado a cabo por
alemanes, cuyo ejército, estratégicamente distribuido por un mundo
irreconocible cuyo objetivo de unidad había sido denegado por esa
misma superpotencia, había tomado todas las importantes capitales,
había provocado que el bucle de infinita autodestrucción del mundo
se parase, para dar pie a una reconstrucción. La necesidad de los
germanos de mostrar su supremacía les llevó a probar armas
experimentales en las capitales de las otras naciones que, al igual
que ellos y por el mismo motivo, no aceptaban la Unión de Naciones:
Francia e Inglaterra. Así fue como se desheredó a los ingleses y
los franceses de vivir cómo seres humanos, condenándolos a una vida
en la que las palabras “amistad” y “amor” no significaban más
que otra forma de conseguir dinero sucio.
De
repente, su chófer, Francis, le llamó por el comunicador, y le
avisó de que habían parado justo dónde les había sido indicado
por el contacto francés. Aunque extremaba precauciones en lo
referente a sus informadores, nunca le había gustado llevar a cabo
las cosas de la forma en la que se lo habían pedido. Pero la cita
actual, con el hijo del antiguo dictador originario de lo que había sido Montpellier, le obligaba a tomarse las recomendaciones cómo
exigencias.
Viendo
que la gente, como si de un automatismo programado se tratase,
rodeaba su coche atizándolos tanto a él cómo a Francis con sus
muertas pero curiosas miradas, decidió tomar medidas, aunque no
fuesen necesarias. Ordenó a su chofer que aislara el circuito de aire
para posteriormente apagar los renovadores de oxígeno, advirtiendo
más tarde a los hombres y mujeres que, al igual que un ser cuya alma
había sido arrebatada, yacían delante de su coche, viviendo aún
más muertos que cualquier cadáver, de que iba a lanzar granadas de
gas lacrimógeno. Después de los tres segundos de formalidad,
firmados entre la nueva nobleza y el pueblo dictado en el Tratado de
Nueva París para evitar daños a menores de edad o gente con
discapacidades, la zona se cubrió de una bruma tóxica.
El gas
lacrimógeno ya no era tal. De hecho, se había mantenido el nombre
por el mero hecho de que la nube que creaba tenía el mismo aspecto,
pero sus devastadores efectos no tenían relación alguna con las
antiguas medidas antidisturbios. Pero esa bruma, cargada con algo que
los más enrevesados métodos de tortura habían creado, era la
exageración del asesinato masivo. Además, la bomba anulaba todo uso
de máquinas, ya que el ácido usado en su producción desgastaba los
metales y plásticos más comunes del tal forma que a los pocos
segundos quedaban inutilizados completamente. Él nunca había sido
partidario de abusar así de la gente que no tenía ya una razón
para vivir, pero era necesario causar la impresión correcta, y para
un antiguo aristócrata venido a menos que se subía de tono con la
llegada de la noche salvaje, no había mejor impresión que la del
abuso de poder.
Cuando
los sensores de su vehículo señalaron que el gas recientemente
liberado ya había perdido su capacidad destructora, bajó del coche.
Lo destacable de la pérdida de potencial destructivo de las granadas
era que, cómo los que no usaban a su favor este tipo de armas no
sabían que llegaba un momento en que el gas dejaba de funcionar, con
un poco de teatro dejando notar dificultades respiratorias al salir
de la ahora inofensiva nube gaseosa se aseguraba de alejar a los
pocos que se empezaban a acercar. O al menos solía ser un punto del
que ellos, la nueva nobleza, sacaban ventaja siempre que podían.
Pero debido a las dificultades visuales que causaba la nube, fue
interceptado en su trayecto al hotel por un rifle que golpeó
repentinamente su esternón, convirtiendo a éste en fuente de un
tétrico ruido que señalaba una rotura. Incapaz de alzarse para
poder plantarle cara a su oponente, se vio obligado a recular hasta
llegar a tocar lo que él creía que era su vehículo. Pero entonces
se dio cuenta de que había sido engañado. Quien él creía que era
su chófer de la infancia en la que el mundo era aún algo que podía
ser mínimamente considerado un hogar, no era más que un traidor que
había sabido, mediante algún método distorsionador de la voz o
alguna grabación, reproducir la voz de su más antiguo y fiel
ayudante para guiarle hacia lo que seguramente significaría su fin.
Antes de que le cubriesen la cabeza con un saco que parecía hecho a
medida, sólo fue capaz de vislumbrar la cara de un hombre entrado en
años que le miraba de forma nostálgica.
…
-Deberías
callar, ¿no te das cuenta de que nos oirán? Todavía no entiendo
cómo has durado tanto siendo tan descuidado… tus tonterías
acabarán costándonos la vida, eso tenlo por seguro. La semana que
llevas aquí te ha enseñado más de la vida de lo que te habría
enseñado tu casita de muñecas en mil años, señorito Ashford. Y la
semana que viene le enseñará aún más, aunque usted no quiera.
Era una
pesada. Julius era incapaz de entender como su padre había aguantado
a una mujer durante más de treinta años. A él con esa única
semana que acababa de vivir junto a Caroline, que solo era una niña
de once años y medio, ya le era suficiente. Ahora entendía esas
frases repentinas de su padre referentes a las mujeres, en las que
criticaba duramente a toda dama que le pasase por delante y le
dirigiese más de dos palabras. Los años que pasó acompañado de su
niñera Mildred quedaban en el recuerdo como el dulce aroma del campo
primaveral, siendo esta semana una estadía en el más emblemático
complejo hotelero del inframundo. La joven parisina no paraba de
sermonearlo, ordenándole que se callase o “recomendándole” (de
una forma particularmente arisca) que racionase la carne cruda que
engullía hambriento cada mañana.
Todavía
no sabía cómo había llegado a esa situación, pero si había algo
de lo que podía estar completamente seguro era de que el agonizante
dolor que sufría en sus pies tras patearse las calles de París de
día y de noche en la intemperie durante la últimas dos semanas se
veía aliviado por el provocado por las irritantes palabras de
Caroline, quien no dejaba de escupir vocablos que inundaban su mente,
como si ya hubiese conocido esa voz con anterioridad.
Mientras
toda esa abrumadora corriente de pensamientos fluía por su mente
nublando sus sentidos, faltos del nivel exigido por la cruda vida que
acarreaba, se encontró con una masa de metal rellena de algún tipo
de gel o líquido, que cayó, desprendiendo algunos trozos, ante la
fuerza que significaba la velocidad a la que corría y sus más de
veinticinco quilos de peso, frenándolo de golpe y provocándole
numerosos cortes y magulladuras que seguramente necesitarían de una
dura desinfección cuanto antes.
…
Y
entonces cayó, crujiéndole durante la travesía todo hueso aún
entero mientras su maltrecho cuerpo, si es que era aún posible
considerar a esa casi amorfa masa como parte de lo que anteriormente
había integrado su ancho y robusto tronco, se escurría
involuntariamente de forma lenta pero implacable por la gelatinosa
superficie que, acariciándolo cariñosa y fuertemente, le arrancaba
tiras de piel a medida que se deslizaba, llegando a hacerle creer que
su mismísima piel, en un esfuerzo similar al realizable por un
asqueroso y mundano humano, intentaba aferrarse con todas sus
inexistentes fuerzas a esa superficie sin importar hasta qué punto
llegase el agónico maltrato, llegando a provocar que creyese en una
realidad aún más sobrecogedora y dolorosa que la que ya estaba
sufriendo, cómo si cada maldita célula estuviese hundida en esos
terroríficos sentimientos que eran la agonía y el terror provocados
por el simple pero macabro hecho de saber que todo se acababa. Porque
si hubiese conseguido algo en su vida, por pequeño y mísero que
hubiese sido ese algo, aquella agonía podría haber sido sustituida
por una tranquilizante paz interior que contrastaría claramente con
el repulsivo dolor, que se sobreentendía en el ambiente de solo oír
los desgarros, ahora no “ligeras” dermoabrasiones que decorasen
su deshecho organismo a base de largos e incontables hilos de sangre,
sino, de sus músculos, que cedían ante la corrosiva substancia que
disolvía y dejaba hecho jirones su anteriormente humano cuerpo. Pero
no. No. No… ¡No! Esa paz no llegaba. Y sabía que no llegaría,
aunque por miles de años la desease, porque nunca había hecho nada
que pudiese considerar que le ayudase a realizarse cómo persona, ni
se había planteado llevar a cabo tal acto contrario a su norma moral
basada en la estafa, la mentira y la lujuria, que le impedía cumplir
con cualquier promesa honrada que no le beneficiase en demasía. Al
menos ahora serviría a un fin honrado, aunque fuese ser el alimento
de los cerdos criados en alguna lejana granja que más tarde vendería
su carne para alimentar y aumentar la barriga de un duque o, si tenía
suerte, de unos huérfanos que verían en sus carcomidos y pútridos
restos su dosis de comida semanal. Involuntariamente, había
encontrado su fin en la vida. Recompensar a todo aquél al que había
maltratado y maldecido con anterioridad. No habría nada que lo
pudiese alegrar más en ese momento que la mera confirmación de que
sería engullido por niños famélicos, hambrientos, tan poco
acostumbrados a la para él rutinaria actividad culinaria que verían
en esos pútridos restos el manjar que él apreciaba en los huevos de
gallina que acompañaban a sus tostadas de pan integral. Al menos
habría hecho algo bueno en su vida. Bueno, si había una cosa que le
alegraría aún más. Que le confirmasen que seguiría vivo, con
hechos, mientras también le aseguraban que los hijos de puta que le
estaban enterrando en la miseria previa a la muerte que era esa
crisis existencial sufrirían siete veces lo recibido. Pero sabía
que eso nunca pasaría.
…
El
oxidado cubo de basura había perdido unos pocos trozos debido al
golpe, algunos de los cuales habían ido a parar a su piel,
desgarrándola de forma amistosa y simpática, estableciendo un
llamativo vínculo que significaría abrir las puertas de su corazón
a múltiples enfermedades de las que necesitaría tratarse, con la
ayuda de una financiación aún desconocida para él. Al caer, la
ruidosa melodía que produjo el tintineo de las múltiples piezas
metálicas y el gran cubo que le doblaba en tamaño recorrió el
supuestamente vacío callejón cómo si chocase contra cada pared,
contra cada muesca que en ellas fuese capaz de encontrar tras buscar
con el tacto de la forma más minuciosa que una vibración acústica
pueda hacer, cómo si intentase advertir a alguien de que allí había
dos indefensas presas. Y, en respuesta a la alarma exclamada por el
ente conformado por el sonido que se propagaba por las calles de
París originado en la accidental colisión, dos robustos hombres, de
los que solo podía distinguir una silueta de la cual lo único que
podía destacar eran sus anchos hombros, salieron alarmados,
dirigiéndose hacia el rincón dónde estaban Caroline y él, pero de
forma ciega, guiándose más por la fe de que encontrarían un
premio, una presa que llevarle al cazador que los adiestraba,
alimentaba y castigaba si tocaba, por el hecho de creer en la
existencia de un algo más allá de la infinita oscuridad que
inundaba el pasillo debido a la poca luz originaria de las calles,
que no por la certeza de que tenían a dos intrusos, por
insignificantes e irrelevantes que fuesen. Al girarse bruscamente
debido al susto, sabiendo que el caminar de los perros de presa había
retrasado su reacción, vio contra todo pronóstico a Caroline
indicándole, de forma disimulada pero evidente en la proximidad
mutua en la que se encontraban, que comenzase a huir, que había un
camino que seguir. Lo lógico, lo práctico, y lo que en esos años
se había enseñado cómo lo correcto hubiese sido que lo abandonase.
Si él se hubiese encontrado en su situación, no habría dudado en
abandonarla, tan prontamente cómo pudiese, con tal de salvar su
pellejo, pero de forma impensable, Caroline seguía ahí, gritándole
desesperadamente que se levantase y se escondiese. Pero él no oía
nada. El golpe lo había aturdido, y el hipnótico caminar de los
corpulentos homínidos le tenía embelesado, a pesar de no destacar
por nada en particular. Le llevó un rato distinguir un repugnante
hedor a muerte, carne y podredumbre que provenía del cubo y de sí
mismo, que se encontraba cubierto de la extraña substancia que éste
contenía. Sin pensárselo dos veces, se metió en él, hundiéndose
en la espesa disolución del que estaba relleno, siempre seguido por
la mirada estupefacta de Caroline, quién, muda, aceptaba su horrible
final, que seguramente significaría su muerte en manos de aquellos
engendros, no sin que antes la violasen repetidas veces de forma
violenta y agresiva, siguiendo siempre el patrón inhumano que
predominaba en la sociedad barriobajera parisina. Y ella sabía lo
que le esperaba. Sabía también que eso solo sucedería en el mejor
de los casos. Y lo aceptaba con estoicismo. Tras pensar, ella decidió
que fingiría haber sido quién se chocaba con el cubo de basura.
Aunque no creía que viesen la sangre, un par de cortes no vendrían
mal para agregar dramatismo a la situación, así que cogió un borde
cubierto de óxido que se había desprendido del cubo debido al
choque y se hizo unos pequeños cortes en cara y brazos, para acabar
con uno muy profundo en la mano izquierda. Entonces, Julius vio cómo
los hombres se acercaban y, soltando rudos vocablos en un francés
falto del nivel gramático que su nivel exigía para considerarlo
mínimamente comprensible, se llevaban a Caroline, quien no paraba de
repetir las mismas cinco palabras. “El teatro de los sueños”.
No comments:
Post a Comment