He pasado por lugares tan asquerosos que imaginarlos te haría retorcerte por dentro. Se me ha amado tanto como a la mujer más bella y me han odiado más que al peor de los tiranos. Todos me buscan con ansias, pero al encontrarme dejan de darme la misma importancia. Ésta es mi historia.
No recuerdo a mis padres. Siendo detallista, no recuerdo familia alguna, ni amigos, ningún ser con el que mantuviese relación alguna por el estilo. Tampoco es que me preocupase mucho por conocerlos; aunque tenga la certeza de que he vivido una larga vida, mi recuerdo más reciente se remonta a hace poco más de una década; ese tiempo me ha bastado para saber que estaría mejor sola. Pero al parecer mi compañía (o la falta de ella) no es algo que dependa solo de mí.
Y ahí llegamos a otro punto importante de mi vida; recuerdo muy pocos momentos en los que haya podido disfrutar de la soledad. Mi existencia sería inconcebible en la soledad; lo que soy no tiene cabida en un mundo en el que no estoy constantemente acompañada. La única vez que estuve sola durante más de diez o doce horas fue cuando intentaron ahogarme. Como si de un rito se tratase, se giraron y me lanzaron al agua, deshaciéndose de mi con alegría, como si se librasen de una carga.
El primer dueño que tuve era joven. Llamado Miki por la mayoría de gente, excepto algunas veces por algunas personas mayores que decidían gritarle mientras cambiaban si típico nombre por un potente "Miguel Díaz Rojo", que solía acompañar alguna regañina y, cada tanto, algún que otro golpe. Miki me trataba como si fuese alguna bestia de circo. Recuerdo que al principio me sentía insultada y me avergonzaba de que me exhibiese ante sus amigos. Aún recuerdo las turbias miradas de Aitor y Pedro, llenas de deseo. Me querían para ellos, solo para ellos. Las primeras veces esas miradas, combinadas con lo extraño que era ser exhibida ante tales muchedumbres, me ponían de los nervios. Pero con el paso de los días acabó gustándome la sensación; al menos había alguien que me quería. No recordar mi origen era algo que me hacía sentir poco querida; ¿tan poco le importaba yo al resto del mundo? El suicidio había sido una opción. Pero esas miradas que me ansiaban, esas almas que vivían en pena debido a que mi existencia no les pertenecía, hacían que me sintiese algo mejor conmigo misma.
Pero la sensación de bienestar no duró mucho. Un día a Miki le dio por encerrarme en una oscura prisión. No volví a verle ni la cara ni la cruz; hablamos de una prisión completamente hermética a nivel lumínico. Pasé meses incapaz de ver nada, solo hubo un día en el que mi letargo inducido fue interrumpido por una chiquilla llamada Isabel. Al parecer, Miki me había regalado, ya no era suya. Todo la gallardía de la que había hecho gala mientras me lucía ante amigos suyos que me adoraban desapareció en el instante en el que esa chica sonrió. Se convirtió en una estúpida masa rojiza que era ya incapaz de recordarme. Isabel volvió a cerrar mi celda, y no volví a ver nada durante mucho tiempo.
Ello no significaba que estuviese sola; escuchaba a los niños cada día. Al parecer adulto los adoctrinaban para que repitieses lo que ellos decían, y la mayoría de niños les hacían caso y seguían sus órdenes al pie de la letra. Por lo que oía, a los que se rebelaban contra tal sistema los surprimían mediante el uso de una máquina llamada puntorrojo. Tuve la fortuna de no conocer semejante atrocidad armamentística, pero sufrí los aullidos de los pobres desgraciados que según los encargados la merecieron.
Al cabo de unos meses, una luz cegadora me despertó de mi letargo. Hacía tiempo que había dejado de oír los ruidos de Miki y sus semejantes, por lo que estaba completamente perdida en el tiempo. Fue así como durante una calurosa mañana de septiembre conocí a Isabelle, la dueña de la que guardo mejores recuerdos.
No me malinterpretéis; en ningún momento me trató bien. Pero al menos llegué a conocer a muchos similares, y decubrir que no era la única en semejante situación me ayudó mucho a sobrellevar el problema constante que era mi existencia para mí. "Mal de muchos, consuelo de tontos" escuché decir numerosas veces a Isabelle durante las siguientes semanas. Llegué a ser la única original a su servicio, ya que la mayoría iban a parar a la máquina de algo llamado "kofi". Las que cuando yo llegué eran las veteranas lo consideraban una liberación, pero con el paso del tiempo empecé a temer a la kofi mashín.
Fue entonces cuando tomé el liderazgo de nuestro grupo armándome con el miedo que sin darme cuenta había inducido en mis compañeras. Cada vez que la luz asomaba empezaba un rito durante el cual forzaba a todas a esconderse de la luz. Al principio era difícil convencerlas de evitar aquello que normalmente se pasaban horas esperando y que solo sucedía una vez al día, pero con el paso del tiempo, unas pocas víctimas y mi demagogia conseguí que el miedo se les metiese en el cuerpo. Pero mis tretas se volvieron en contra mí; me traicionaron, me vendieron, me dejaron sola en la superficie. Y acabé en la kofi mashín.
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