Capítulo
2: Rayo de revelación
Desperté junto a ella, sentados en nuestra butaca. Porque creo
que era nuestra butaca. A nuestro alrededor, por la que creo que era
mi casa, corrían niños, alegres y joviales, para más tarde
desaparecer en la oscuridad de la habitación contigua. Nervioso, me
levanté. Sabía quiénes eran esos niños. O al menos eso habría
jurado. Ellos eran... Lo sabía pero no podía recordarlo. Sólo la
reconocía a ella. Me levanté, y me quedé atónito, mirando como,
impasible, ella se quedaba quieta en el asiento con una sonrisa de
oreja a oreja. ¿No me entendía? Habíamos sido uno, pero ella era
incapaz de sentir mi desconcierto. Empecé a marearme, mientras mi
cerebro no paraba de buscar los hilos y rastros que conectaban todo
lo que estaba viendo con la realidad que conocía. ¿Cómo era
posible sentirse cómo si estuviese en el hogar propio y al mismo
tiempo verlo todo con los ojos de un extraño? Todo me daba vueltas,
hasta que desfallecí, y mi cuerpo cayó. Nada era real. Nada.
Desde aquél preciso instante que siempre, mediante el uso de todo
vocablo que se le ocurriese y toda expresión a su alcance, maldecía
al recordar, había amado locamente a Caroline. Aunque estaba seguro
de que siempre había sido así, requirió de un largo periodo de
asimilación y de discusiones internas para darse cuenta. Le costó
años descubrir, en el fondo de un falso odio, ese sentimiento que le
sobrecogía a la vez que le abrigaba en lo más hondo de su maltrecho
corazón. Nacido cómo un profundo odio que le ennegrecía la sangre,
le carcomía la mente y enturbiaba toda idea clara que tuviese, no
pudo ver que no era tan así hasta el momento en el que una
premonición onírica lo invadió en un hotel parisino a sus
veintitrés años, mostrándolo a él, sólo, sentado en un sillón
fucsia. Entonce supo que, al igual que ese sueño, el odio no tenía
sentido. Fue una revelación que le abrumó, ya que el siempre había
sido una persona simple que nunca se había planteado ninguna
pregunta ante lo que para muchos es obvio, pero ese sueño le
despertó de su letargo mental iniciado aquel 23 de abril en el
oscuro callejón parisino dónde perdió a Caroline antes de poder
ser capaz de sentirse realmente una “persona” de completa
condición. Todos vemos en el odio al peor de los sentimientos, sin
darnos cuenta de que no hay sentimiento alguno que pueda considerarse
malo. El odio es, por definición, amor, que se diferencia del amor
común por estar mal expresado, por haber sido incapaz de tomar la
vía correcta, por haber sido malinterpretado por el mismo creador al
releer en su interior. Y no hay más que contar. Porque, sin nos
paramos a pensar, el sentimiento de odio en sí no tiene sentido.
¿Darle importancia a algo que nos desagrada? Lo normal, al conocer
algo que nos repugna, es que nos alejemos, que lo abandonemos, que lo
dejemos de lado con tal de no tener que soportar su existencia. Si
desarrollamos un odio, es porque necesitamos a ese otro ser o
característica o lo que sea objeto de tal deformación de
sentimientos, sólo por el mero hecho de que nos define cómo lo que
somos. Dióse cuenta así que en realidad amaba a Caroline, y de que
no dejaría de hacerlo. Porque si hubiese tenido que desarrollar un
sentimiento negativo, habría descubierto que era imposible: aquello
que de verdad repudiamos cae en el olvido, porque no es nuestro, no
es necesario, porque no lo queremos, y nadie quiere mantener junto a
sí algo que no le provoca una atracción mágica e irrefrenable.
Cuando la gente habla de la nada no habla de una oscuridad, de un
vacío dentro de una bote de cristal: habla de la ignorancia, de caer
en ella. Lo peor que puede sucederle a alguien es ser ignorado, caer
en la ignorancia no solo intelectual, sino social, y el darse cuenta
de ello, descubrir que ya no es nada para nadie. El sentimiento de
soledad no aparece ni por asomo si siempre ha sido ignorado, porque
para ello es necesario haber sido apreciado, ya que la soledad nace
siempre cómo contraste, cómo antítesis de algo previo. El
resultado de la ignorancia, es la expectación. Una expectación
vacía y falta de interés. El observar indefinidamente, sin objetivo
ni causa, sin pautas, sin pausas, sin vida, cómo si se tratase de...
bueno, de un ignorado.
Pero le increpó durante una otoñal tarde un lisiado qué, desde su
lugar adyacente a la entrada de uno de los más pútridos locales de
esa nueva París que podía ser considerada apocalíptica, le
corrigió, cómo si hubiese oído todo razonamiento que él hubiese
llevado a cabo sobre el tema con anterioridad, negando todas sus
constantes e infantiles respuestas con argumentos irreprochables que
no hacían más que abrir el camino de su mente hacia la iluminación.
Le marcó de ignorante, de ultrajante del pensamiento, de ciego y de
malcriado, haciendo gran hincapié en su origen de alta cuna y
relacionando todo hecho de su vida pasada con filtros rotos que no
hacían más que enturbiar su pensamiento. Fue así cómo Zoroastro,
que antaño había sido una de las mentes más brillantes de la ahora
nación dominante en el mundo, le reveló que el odio no tenía por
qué ser amor. La silla, como todos saben, es un mueble, pero el
mueble no tiene por qué siquiera acercarse a ser una silla. Al
recibir la regañina del anciano profeta del conocimiento, fue
inevitable que se le aclarasen miles de pensamientos de una forma
abrupta, desordenada y acelerada, guiando así a bruscos giros en la
mayoría de sus opiniones respecto a su filosofía de vida, pero
hasta entonces su falta de experiencia le había impedido ver toda
calle que no fuese la que estuviese recorriendo, e incluso había
embotado sus sentidos hasta el punto de impedirle ver bien ese mismo
callejón que no hacía más que recorrer sin parar. Una vez revelada
tal obviedad, no pudo evitar corregir su hipótesis. Era imposible
que un sentimiento tan generalizado cómo el odio viniese solo del
amor, algo tan escaso en épocas cómo ésta, por lo tanto es
necesario que el odio nazca de casi cualquier sentimiento que, con el
paso del tiempo, se corrompa y acabe por expresarse mal. Ya fuese de
una forma directa cómo la típica relación amor-odio entre dos
personas o de una indirecta como la constante evolución de un
sentimiento como la admiración, pasando por una fase de envidia,
hacia algo tan repulsivo como el odio, cuando sentimientos cómo el
amor, la admiración o el cariño se corrompen, dan pie a la
obsesión, la envidia o la sobreprotección, que de una u otra manera
siempre acaban por desembocar en un odio sin sentido.
…
“Vamos
niña, sigue caminando, todavía no te hemos dicho que pares.” La
agresiva pero suave voz del hombre resonaba en su cabeza. Llevaba con
los ojos vendados lo que le había parecido una semana y media. Su
falta de control del tiempo le impedía saberlo con certeza, pero
ella se situaba contando las veces que la enviaban a dormir la mano y
la voz. Siempre había sido una niña muy buena, al menos hasta que
empezó a vivir en los mortíferos callejones parisinos. En el
colegio le habían enseñado a contar hasta números tan grandes que
ahora mismo no se veía capaz de nombrarlos ni de imaginarlos
escritos, y también había prestado mucha atención en clase de
lengua. La temeridad de la voz y la mano que la llevaban le había
hecho liberar a la niña que llevaba adentro. La vida en al calle le
había impedido mostrarse a sí misma tal y cómo había sido
siempre, pero el sentimiento de impotencia del que disfrutaba había
hecho que ese lado suyo volviese a aflorar con todo su esplendor, sin
dejar de lado la desconfianza general que la calle le había
inculcado. Total, ¿perdía ella algo? Su vida ya no era un bien que
le perteneciese a ella, o al menos no uno del que pudiese sentirse
responsable, ya que la mano y la voz podrían hacer con ella lo que
quisieran mientras sufría las consecuencias de forma inevitable. Y
si al final resultaba que su intención nunca había sido la de
hacerle algún daño, pues mejor para ella. Pero, en el fondo, ella
ya no ejercía ningún poder de decisión sobre lo que le depararía
su futuro, ahora en manos de la mano y la voz. Al principio, cuando
se dio cuenta de que ya no controlaba su propia vida, pensó que
enloquecería hundiéndose en los más profundos confines de su
retorcida mente, acostumbrada a ser ella la que decidiese
absolutamente todo desde los inicios de sus tiempos. De pequeña,
malcriada cómo toda chica de clase media-alta, hija de un hidalgo
venido a más, siempre había hecho lo que quería en casa. Una vez
en la calle, la falta de compañía no le dejaba otra elección que
la de tomar las riendas y dirigir todo paso que diese. Y desde el día
en que se encontró con Julius, se prometió a sí misma protegerlo,
guiarlo en cada paso que diese en lo que para él era un nuevo mundo.
Desvalido, aterrorizado y en la calle, el niño no era capaz ni de
decidir con qué pie dar el siguiente paso, así que se sentía en la
obligación moral de ayudarlo, como habían hecho contadas veces
algunos desconocidos por ella, apreciando más la vida de una joven
niña que la suya propia. Y ahora posiblemente lamentaría haberlo
hecho, pero la decisión ya había sido tomada y su destino no iba a
cambiar de un día para el otro sin causa alguna.
Incapaz de demostrar una mínima importancia por lo que sucedía
fuera de la oscuridad que eran en ese momento tanto su vida cómo su
mente, fue golpeada por un suave guante. ¿Sería esa la mano?
Posiblemente, al morderla hubiese necesitado de algún recubrimiento.
Ese golpe fue lo primero que de verdad sintió desde aquél momento
en el que inició su travesía a ciegas por lo que ella consideraba
su laguna Estigia personal. El suave guante volvió a abofetearla,
ahora más duramente, pero sin perder ese tacto liso que podría
incluso haber llamado cariñoso si la situación fuese otra. Decidió
volver a conectar con el mundo que la envolvía, y descubrió que le
hablaban. “¿No vas a comer nada pequeña? Llevamos ya cuatro días
de viaje.” No respondió. Para ella, pasarse cuatro días sin comer
era algo normal. En las calles, la comida había que racionarla, por
muy escasa que fuese y aunque hacerlo significase comer un pútrido
mendrugo de pan por semana. Notó el aire azotarla, y oyó cómo la
misma voz que la había invitado a comer, reviviendo ahora,
tardíamente, todo su apetito acumulado, recriminaba al suave guante
el maltrato hacia lo que él llamaba “nuestra nueva amiga”. No
pudo evitar interrumpir la regañina. “¿Si somos amigos por qué
no me quitáis la venda que llevo en los ojos?”. Un profundo e
incómodo silencio siguió a esa pregunta.
...
Las siluetas la guiaron hacia el callejón contiguo. Estaba dejando
atrás a Julius. ¿Se habría percatado él de que ella ya no estaba?
Posiblemente estaba tan aterrado que ni se había dado cuenta...
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz cordial que le
decía que iban a jugar a un juego. Intentó mirar al dueño de tal
melódico sonido a la cara, pero la falta de luz le impedía
distinguir el menor detalle. Dijo que dolería al principio, pero que
era un juego único, al que solo se podía jugar una vez en la vida
si lo que querías era cumplir todos los pasos. Ella, sin dudarlo,
aceptó, remarcando que los juegos a medias no son juegos. Si era
algo cómo el escondite o el pilla pilla, estaba segura de que podría
evadirlos y así volver con Julius, que necesitaría su ayuda. Quizás
el juego significaba que ella tendría que arriesgar su vida para
conseguir algo que ellos necesitaban. No le molestaba morir si lo
hacía luchando por su vida o la de su amigo. “Es muy simple.”
dijo la voz. “Es el juego del aguante a ciegas. Primero tú me
haces daño, de cualquier manera, usando cualquier objeto a tu
alcance, y yo tengo que aguantar hasta que no pueda más, y cuando no
pueda soportar el dolor grito para que sepas cuando debes dejarlo.
Entonces, llega mi turno de hacer que sientas en tu piel
absolutamente todo lo que me has hecho, y paro también cuando te
parezca demasiado. Si aguantas absolutamente todos los golpes que me
has dado, habremos pasado por exactamente lo mismo. SI es así, te
daré a elegir entre la opción de volver a jugar algún otro día o
la de recordar siempre esta noche para no volver a buscar una
situación similar. Pero tiene unas reglas especiales... está
prohibido usar los ojos. ¿Estás de acuerdo?”. Caroline no pudo
negarse. Si conseguía hacerle el suficiente daño, quizás la
dejaría marcharse. Además, si ella no se excedía a la hora de
golpearle, él se vería obligado a cumplir las reglas y no golpearla
demasiado. Tras aceptar, le explicaron que para asegurarse de que no
miraba le dormirían los ojos con una jeringa, cosa que dolería un
poco al principio. Mostrando valentía, refunfuñó, diciendo qué
por qué clase de niña mimada la tomaban, que las jeringas e
inyecciones no eran nada para una superviviente cómo ella. Después
de que le inyectasen el anestesiante, la dulce voz dio inicio al
juego. Los golpes que ella empezó asestando a la voz no hacían más
que provocarle risas. Enfurecida porque se burlasen de ella, golpeó
cada vez más violentamente, llegando incluso a golpearle con la tapa
de un cubo de basura en la cara. En el momento en el que la voz,
aquejada, se alzó con un “¡Ya basta!” que debió ser oído
desde la otra punta de la ciudad, se acordó de que ahora le tocaría
recoger lo sembrado. Ella aguantó muchos golpes, más de los que
debería haber aceptado. Los aguantó todos por Julius, pero llegó
un momento en el que no pudo seguir luchando. Su cuerpo desfallecía,
y ni tan solo aquella vez en que una panda de repugnantes “guardias”
la violaron en una plaza acusándola de haber robado había sufrido
tanto. Fue así cómo llegó el punto en el que su cuerpo y mente se
sincronizaron y le impusieron la necesitad de gritar y sollozar sin
parar. Pero una ruda mano, que seguramente pertenecía al amigo de la
voz cordial que le había propuesto el juego, le sujetó la boca
cortando el grito en lo que no pareció más que un leve gemido de
aceptación. Le mordió la mano con toda su fuerza, tanto que sintió
el sabor de la sangre inundar su boca. Pero la mano no se retiraba.
Ella seguía mordiendo, cada vez más débilmente debido a que sus
fuerzas la abandonaban. Pero ahí seguí la mano. Se dió cuenta del
final del juego cuando el eco metálico de la tapa del cubo de basura
con el que ella le había golpeado resonó por el callejón. “Me
enorgullezco de que hayas aguantado tanto. La verdad, mi intención
era que no lo superases, y así poder dispararte mereciéndolo tú,
deshaciéndome yo así de una carga que podría acompañarme de por
vida. Pero te has ganado a pulso ser esa carga, querida mía. Has
luchado, has resistido y te has impuesto por lo que querías. La
verdad, dudo que realmente valga la pena resistir tanto y luchar cómo
lo has hecho por una niñería como la que seguramente defiendes,
pero eso no es algo que yo deba juzgar ni tampoco es algo que me
importe. No voy a obligarte ahora a hablar. Supongo que no vas a
volver a querer jugar a este juego, así que te quedas con el
recuerdo. Haz el favor de asentir si estás de acuerdo conmigo.”. A
duras penas, Caroline asintió. Lo que ella había interpretado cómo
algo hecho para molestar, no había sido más que un salvavidas.
Desinteresada por lo que pudiese depararle el destino, se durmió.
...
“Arráncale
los ojos Ricardo. Uno nunca olvida el último día en el que vio, y
menos aún cuando se pasa un tiempo pensando que va a volver a ver.
No deberías haberla salvado, ya conozco tus truquitos y sabes que me
tienen harto. De no ser porque soy un hombre de palabra, la mataría
ahora mismo. Y, por desgracia, me conoces lo suficiente cómo para
ayudarla a aguantar y así sobrevivir, sin siquiera saber si de
verdad ella quería vivir así. La verdad, no creo que te lo vaya a
agradecer. Quizás ni siquiera se haya percatado del “favor” que
le has hecho. Me alegro mucho de que lo que aposté contigo fuesen
los oídos, al menos no me das discusiones inútiles ahora que a
oscuras eres incapaz de leerme los labios.” Al acabar esa frase, se
dio cuenta de que en el momento en el que se había metido en un
lugar en el que no podía comunicarse con Ricardo se había obligado
a hacer él el trabajo sucio. Una pena, porque el traje era nuevo, y
si había algo que odiaba más que manchar un traje era tener que
limpiarlo después.
…
“Cariño,
¿recuerdas nuestro juego?” dijo la voz. No le gustó nada cómo
sonaba. Aunque era el mismo sonido de siempre, la misma voz amigable
que la había guiado éstos días, el matiz era muy diferente. A
pesar de ser exactamente igual, había algo, más allá del fenómeno
físico que era la voz, que la envolvía y la ahogaba. Sabía que lo
que iba a oír no iba a ser para nada bueno. “Lo de cerrar los
ojos, no era sólo para eso. No volverás a abrirlos. Pero míralo
por el lado bueno. No volverás a ver todas esas cosas horribles que
has presenciado. Además, cómo te prometí, nunca olvidarás aquél
día en que “jugamos”. ¿O acaso te ves capacitada cómo para
olvidar el último día en que viste el sol, las calles o a tu
amiguito?”
¿Lo decía en serio? Caroline era incapaz de creer lo que oía,
aunque últimamente era el oído el único sentido del cual se había
fiado. ¿A qué se refería con que no volvería a abrir los ojos?.
“No me entiendes.” dijo Caroline temblorosa, para después seguir
con una voz que tropezaba con cada palabra, que parecía desfallecer.
“Quiero que me quites ya la venda ésta. ¿No has dicho que éramos
amigos? Lo de el otro día fue un juego. Estoy segura de que no voy a
olvidar los golpes, las burlas y la oscuridad.” Tras un largo
silencio acompañado por susurros y suspiros de lo que ella creía
que eran la voz y el guante, una nueva voz empezó a hablar
agresivamente, notándose molesta, cómo si ella no captase alguna
obviedad. “¡Ya no tienes ojos niña! ¡No vas a volver a ver nada
ni a nadie! ¿Lo entiendes ahora enana?”
¿Dónde estaba Julius cuándo era ella quien lo necesitaba? A pesar
de ser una carga para la supervivencia, psicológicamente Julius
había sido el pilar que la había mantenido en pie los días que
habían compartido. Su inocente sonrisa la ayudaba a salir adelante,
y sus miedos infantiles o su desconocimiento respecto a cosas que
para ella eran obvias le convertían en algo que incluso podía
llamar “cuco”. Él nunca había sido muy bueno con las palabras,
pero al menos sabía escuchar. A pesar de que le pareció raro,
lloró. Sollozando, hizo una última pregunta. “¿Pueden llorar las
personas sin ojos?”
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