Monday 1 December 2014

Despertar: (3) Embotamiento

Capítulo 3: Embotamiento

Entonces salté y me hundí en el agua, que, espesa, inundó mi boca hasta que la cerré. Me dí cuenta de que debía nadar, y me planteé hacerlo. En serio, juro que lo intenté. Pero nunca llegué a hacerlo. Seguía hundiéndome, sabiendo siempre que debería nadado hasta la superficie. Al final, pude respirar. O al menos, lo hice, aunque no estoy seguro de si debería haberlo hecho.

Se deshizo entonces de la infinitud de su letargo, despertando después de tanto tiempo. Llevaba días metido en casa, ese repugnante cubo de basura en el que se había ocultado desde aquél día en que abandonó a Caroline a su suerte, dudando de si en realidad había sido ella quién lo abandonase a él, ocultándose de algo que seguramente no existiese ni nunca hubiese existido, pero que aún así hacía que temblase, ya no solo debido a los gélidos vientos que azotaban durante esas fechas a la ciudad, sino al terror que inundaba sus huesos ahogando todo rastro de médula. ¿Era ese su nuevo hogar? ¿Era un cubo de basura lleno de los mugrientos restos de dos matones lo que de ahora en adelante el primogénito de lord Stephen Ashford llamaría hogar? Aunque maloliente, era el calor de esos restos, usados cómo alimento tanto por las ratas e insectos que rondaban el callejón como por él, lo que le había mantenido caliente durante las últimas noches dónde no tenía los abrazos de Caroline para olvidar el frío. ¿Tardaría mucho en saber ella que él le amaba? ¿Amaba él realmente a Caroline? En realidad, no era algo realmente importante en el momento en que uno está helándose bañado en lo que queda de un acto criminal. Hacía días que había visto cómo aquellos dos hombres de ancha espalda habían guiado a su antaño amiga hacia algún lugar que él desconocía, y seguramente nunca conocería. Sin dormir, había esperado durante largos días su regreso, esperanzándose e ilusionándose con cada sombra que se acercaba al callejón, alimentándose a base de aquel repugnante brebaje que abundaba en su nuevo hogar, que no dejaba de ser mejor que nada. Pero llegó un punto en el que cayó, presa del agotamiento, el desengaño y sus falsas esperanzas, hundiéndose así en un profundo sueño.

Un aluvión de emociones le inundó, embotando sus sentidos e impidiendo que percibiese cualquier cosa que pudiera ser de alguna relevancia. Tras un largo rato, se dio cuenta de que no era una tormenta emocional cualquiera, sino el aluvión, el único, aquél que todos buscan sin parar y nunca encuentran a pesar de miles de sacrificios. Esa torrencial corriente le aislaba, recubría hasta el más recóndito lugar de su cuerpo, dando pie a una capa imaginaria de algún tipo de vertido gelatinoso que rechazaba cualquier contacto con el exterior, devolviendo todo lo recibido. Si hubiese habido palabras que concibiesen aquella situación, no habría sido capaz de pronunciarlas. Pero sabía que era completamente imposible que se hubiese definido ya un nombre para tal sensación, o como mínimo tan improbable cómo la existencia de los miles de Dioses que las personas habíamos creado. Miles de millones de cosas inútiles, sin importancia, habían sido absurdamente creadas y arbitrariamente nombradas a lo largo de los tiempos, pero la eterna imperfección del ser humano había impedido que se encontrase, e incluso buscase, un nombre para una situación tan única y a la vez tan universal, que pocos conocían gracias a la experiencia y muchos debido a las miles de veces que se había intentado aludirla, pero todos se veían incapaces de definir a no ser que se encontrasen en esa situación. Pero en el momento en que uno caía en ese estado de embotamiento, era imposible que lo que se te viniese a la cabeza fuese buscar una definición para eso, y menos aún que si al pensar en encontrar tal mote la búsqueda acabase de manera exitosa. Él era una excepción, aunque otra de las muchas excepciones inútiles incapaces de descubrir la forma en la que deberían nombrar a tal sensación divina. Quizás el nirvana era lo más parecido que se podía encontrar a semejante situación, pero aún así, internamente, uno se daba cuenta de que el término se quedaba demasiado corto, que era demasiado limitado, cómo para abarcar esa amorfa mole de emociones.


Tras pensar en lo ocurrido en los últimos días de su vida, aquellos en los que fue obligado a huir a las calles que siempre había temido desde arriba, aquellos en los que conoció una razón por la que la luchar aunque fuese la razón la que lo defendiese constantemente, aquellos en los que descubrió lo que él creía que era el amor, aquellos en los que descubrió que la vida no era el jardín de amapolas en el que él había vivido su vida, aquellos en los que rió y sufrió a la vez, lloró tanto de miedo cómo de alegría, disfruto de banquetes mucho menos señoriales pero mucho más significativos, descubrió miles de almas con las que nunca se habría relacionada, y las temió, decidió dejarse de jueguecitos y niñerías e ir en busca de su tan ansiada ayuda a la embajada británica. Esperaría a que marcasen el inicio del toque de queda, y así le pediría ayuda a la Guardia Napoleónica que tantas veces le había servido de escolta en sus paseos por la antigua capital. Su padre había sido desde los inicios de la época post-guerrillera el principal impulsor económico de esa formación y todas las estructuras militares derivadas, así que estarían en deuda con él. Seguro que lo entenderían y se lo pensarían más de dos veces antes de actuar impulsivamente cómo había visto de fondo durante sus días y noches de espera. Una vez en la embajada, podría pensar sobre que hacer con la muerte de su padre, además de intentar encontrar a Caroline. Seguro que su antigua cuidadora y amiga estaría orgullosa de él si supiese que habías sido capaz de sobrellevar la situación y esforzarse por salir adelante, sin importar los riesgos que corriese con tal de cumplir el sueño pasivo de todo ser vivo: la supervivencia. Iba a luchar por su futuro y por el de Caroline, tal y como ella le había enseñado durante las accidentadas aventuras que habían vivido durante los duros tiempos que habían tenido que superar día a día. O al menos eso creía Julius. Si había algo en lo que ella había sido siempre muy firme, quizás incluso en exceso, era con el cumplir el toque de queda, argumentando siempre que “Ni los más nobles reyes se veían con la valentía de afrontar la impulsividad y la temeridad de la Guardia Napoleónica cuando era ésta quien gobernaba las calles de sus reinos”. Pero él tenía que arriesgarse, tanto por su propia vida cómo por el legado de Caroline en su alma.


El niño había estado esperando durante todo el largo e interminable día la oportunidad para pedirle la ansiada ayuda a los militantes de la Guardia de Napoleón, y fue por eso que el sonar de las campanas, timbres y demás objetos ruidosos hasta el punto en que si otras circunstancias le rodeasen encontraría realmente molestos que declaraban el toque de queda le provocó un placentero escalofrío, de aquellos que uno desea repetir una y otra vez, capaces de generar la más fuerte de las adicciones. Irradiando felicidad a más no poder, se vio obligado a contenerse para no salir a la luz durante la primera hora que la Guardia llamaba “limpieza superficial”. El nombre tenía su doble justificación: por un lado, era superficial por el hecho de que se llevaba a cabo para deshacerse de los montones de indigentes que se acumulaban en según que zonas cada noche; por el otro, era “superficial” por el hecho de que a esas personas las consideraban faltas de alma, ya que no apreciaban ya su vida (demostrado en el mismo momento en el que ya dado el inicio del toque de queda se acumulaban siempre en los mismo lugares dónde sabían que iban a limpiar), y por lo tanto eran seres que no tenían nada más que lo captado por una fugaz mirada superficial. Aún habiéndose calmado ya la situación (según sus cuentas, había pasado ya una hora desde el último disparo), decidió esperar un rato más a que el chute de adrenalina de los guardias provocado por la acción se hubiese pasado. Cuando empezó a oír las risas y carcajadas provocados por la relajación de los chistes racistas y machistas que tanto abundaban en el cuerpo, salió de su escondite. Abruptamente, empezó a correr tan ágil cómo se lo permitía su torpeza de origen genético por las anchas y vacías calles de París. Al pasar por delante de un oscuro callejón no se dio cuenta de que salía de allí otro niño, con el que chocó, cayendo violentamente pero recuperándose casi al instante. Molesto por lo que él interpretó cómo una intromisión en su efímera felicidad, pateó al niño, que había caído al suelo debido al choque, primero en la cara para después aumentar la colección de magulladuras del joven a base de dejar la marca de sus zapatos en el torso, para después seguir corriendo, tranquilo por dentro, cómo alma guiada por una suave pero poderosa brisa, por la calle principal. Vio como, aterrado, el niño al que había golpeado volvía, mirándole con unos ojos cargados de rabia, al callejón del que había salido. Con las pintas que llevaba el pobre engendro, los guardias se habrían encargado de limpiarlo del mundo a las primeras de cambio, así que en el fondo le había salvado la vida. Y es que había que reconocer que si había algo en lo que eran realmente habilidosos los guardias era en mantener las calles vacías de toda esa carroña inútil y asquerosa que hoy en día infectaba, siguiendo el patrón de expansión de una plaga cualquiera, las calles de la antigua gran capital. Repentinamente, se encontró con el cañón de una escopeta recortada enfrente suyo, que no tardó ni un segundo en aullar a la luna, anunciando que otra alma había sido segada. Él había sido incapaz de evitarlo. No fue hasta justo antes de oír el abrazo de la escopeta que pensó en que, posiblemente, la mirada del joven del callejón no era una inundada en odio y rabia, sino en la pena de ver morir a quién podría haber sido un compañero de penas. Pero así era la vida en este nuevo mundo. Un día te perdías en el mercado al soltar la mano de tu querida madre, siempre sobreprotectora, y esa misma noche te volaban la cabeza por el mero hecho de estar dónde no deberías. Había gente que escalaba en su vida a base de estar en el lugar correcto en el momento ideal. Pero muchos otros desaparecían debido a la antitésica situación que se revivía montones de veces en esas oscuras calles. Lugar equivocado, momento equivocado. Era algo que había que aprender a sobrellevar. Aunque algunos lo hacían mejor que otros.



Tras presenciar cómo el guardia barría fríamente del mapa al niño que segundos atrás le había empujado y golpeado poseído por una enajenación desconocida para él, Julius corrió despavorido hacia el callejón en el que se encontraba el cubo de basura que había sido su cálido hogar durante las últimas fechas, para refugiarse de todo lo que se cernía sobre él, del cúmulo de posibilidades de ser aplastado como una hormiga que se venía encima. Sin duda alguna, no había momento durante el cual faltase una maldición que acusaba al fatal momento en el que se le había ocurrido ocultarse de todo, inclusive de él mismo, quedándose ahí, paralizado e inamovible, sin hacer absolutamente nada, cuando podría haber perseguido de una forma más o menos sigilosa a los captores de su querida Caroline. No tenía la más mínima idea de cómo estaba ella en aquél momento, pero con lo resolutiva que había sido ella siempre (o al menos durante el período de tiempo en el que ellos dos habían coincidido), seguro que seguía viva, rondando las calles de esa París mugrienta y cochambrosa, ya fuese completamente sola como un lobo recién nato que se ha separado accidentalmente de su camada o en compañía de esos dos hombres que la criarían tal cual había hecho la loba con Rómulo y Remo. Ella nunca habría aprobado, ni en un momento de máxima desesperación y necesidad, su estúpido plan de romper el toque de queda para intentar pedir la ansiada ayuda a unos mediocres guardias que desde siempre se habían mostrado rígidos e intolerantes ante cualquier perturbación de su orden similar al de una ley marcial. Aunque, en el fondo, Julius sabía que ese era su trabajo, que seguramente no hacían todo lo que hacían por gusto sino por obligación, e incluso por sentido del deber, provocado por esa banalidad que tiene el mal, ya que en el fondo ellos a veces creían que al mantener el orden estaban haciendo lo correcto, y que si no cumplían con las órdenes dadas al pie de la letra sería ellos los que sufrirían al final consecuencias aún peores si no igual de crueles, por lo tanto no se veía capacitado para culpar y criticar tan duramente la moral de los guardias nocturnos, o al menos no la de todos. Fue esa la primera de las muchas situaciones que le hicieron empezar a ver que era necesario cambiar el mundo, que no se podía seguir viviendo bajo la opresión de una medalla y un mosquete, de la metralla o de un billete. Un mundo en el que uno no tuviese opción de arreglar lo provocado por un minúsculo error que en muchísimas ocasiones ni tan siquiera era culpa de la víctima del destino no era uno en el que él desease vivir. Y aunque el resto de personas no lo supieran, no quisiesen verlo o simplemente no estuviesen ética, moral o mentalmente capacitadas para aceptar tal cruda realidad, él sabía qué era lo correcto. Aunque tuviese que imponerle tan repentino y drástico cambio a la totalidad de seres que componían el mundo, él sabía qué era lo correcto, y no dudaría en hacerlo vigente a costa de lo que tuviese que sacrificar por ello. Llegaría el milagroso día en que la justicia fuese de lo poco que rebosase en este mundo junto a virtudes como el amor, el respeto o la constancia. No todos la aceptarían de buen grado, al menos no hasta ver que el sistema era el único verdaderamente sostenible, pero se necesitaba un milagro para ésta sociedad. Y él se sabía el mesías.

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