Capítulo
3: Embotamiento
Entonces
salté y me hundí en el agua, que, espesa, inundó mi boca hasta
que la cerré. Me dí cuenta de que debía nadar, y me planteé
hacerlo. En serio, juro que lo intenté. Pero nunca llegué a
hacerlo. Seguía hundiéndome, sabiendo siempre que debería nadado
hasta la superficie. Al final, pude respirar. O al menos, lo hice,
aunque no estoy seguro de si debería haberlo hecho.
Se
deshizo entonces de la infinitud de su letargo, despertando después
de tanto tiempo. Llevaba días metido en casa, ese repugnante cubo de
basura en el que se había ocultado desde aquél día en que abandonó
a Caroline a su suerte, dudando de si en realidad había sido ella
quién lo abandonase a él, ocultándose de algo que seguramente no
existiese ni nunca hubiese existido, pero que aún así hacía que
temblase, ya no solo debido a los gélidos vientos que azotaban
durante esas fechas a la ciudad, sino al terror que inundaba sus
huesos ahogando todo rastro de médula. ¿Era ese su nuevo hogar?
¿Era un cubo de basura lleno de los mugrientos restos de dos matones
lo que de ahora en adelante el primogénito de lord Stephen Ashford
llamaría hogar? Aunque maloliente, era el calor de esos restos,
usados cómo alimento tanto por las ratas e insectos que rondaban el
callejón como por él, lo que le había mantenido caliente durante
las últimas noches dónde no tenía los abrazos de Caroline para
olvidar el frío. ¿Tardaría mucho en saber ella que él le amaba?
¿Amaba él realmente a Caroline? En realidad, no era algo realmente
importante en el momento en que uno está helándose bañado en lo
que queda de un acto criminal. Hacía días que había visto cómo
aquellos dos hombres de ancha espalda habían guiado a su antaño
amiga hacia algún lugar que él desconocía, y seguramente nunca
conocería. Sin dormir, había esperado durante largos días su
regreso, esperanzándose e ilusionándose con cada sombra que se
acercaba al callejón, alimentándose a base de aquel repugnante
brebaje que abundaba en su nuevo hogar, que no dejaba de ser mejor
que nada. Pero llegó un punto en el que cayó, presa del
agotamiento, el desengaño y sus falsas esperanzas, hundiéndose así
en un profundo sueño.
…
Un
aluvión de emociones le inundó, embotando sus sentidos e impidiendo
que percibiese cualquier cosa que pudiera ser de alguna relevancia.
Tras un largo rato, se dio cuenta de que no era una tormenta
emocional cualquiera, sino el aluvión, el único, aquél que todos
buscan sin parar y nunca encuentran a pesar de miles de sacrificios.
Esa torrencial corriente le aislaba, recubría hasta el más
recóndito lugar de su cuerpo, dando pie a una capa imaginaria de
algún tipo de vertido gelatinoso que rechazaba cualquier contacto
con el exterior, devolviendo todo lo recibido. Si hubiese habido
palabras que concibiesen aquella situación, no habría sido capaz de
pronunciarlas. Pero sabía que era completamente imposible que se
hubiese definido ya un nombre para tal sensación, o como mínimo tan
improbable cómo la existencia de los miles de Dioses que las
personas habíamos creado. Miles de millones de cosas inútiles, sin
importancia, habían sido absurdamente creadas y arbitrariamente
nombradas a lo largo de los tiempos, pero la eterna imperfección del
ser humano había impedido que se encontrase, e incluso buscase, un
nombre para una situación tan única y a la vez tan universal, que
pocos conocían gracias a la experiencia y muchos debido a las miles
de veces que se había intentado aludirla, pero todos se veían
incapaces de definir a no ser que se encontrasen en esa situación.
Pero en el momento en que uno caía en ese estado de embotamiento,
era imposible que lo que se te viniese a la cabeza fuese buscar una
definición para eso, y menos aún que si al pensar en encontrar tal
mote la búsqueda acabase de manera exitosa. Él era una excepción,
aunque otra de las muchas excepciones inútiles incapaces de
descubrir la forma en la que deberían nombrar a tal sensación
divina. Quizás el nirvana era lo más parecido que se podía
encontrar a semejante situación, pero aún así, internamente, uno
se daba cuenta de que el término se quedaba demasiado corto, que era
demasiado limitado, cómo para abarcar esa amorfa mole de emociones.
…
Tras
pensar en lo ocurrido en los últimos días de su vida, aquellos en
los que fue obligado a huir a las calles que siempre había temido
desde arriba, aquellos en los que conoció una razón por la que la
luchar aunque fuese la razón la que lo defendiese constantemente,
aquellos en los que descubrió lo que él creía que era el amor,
aquellos en los que descubrió que la vida no era el jardín de
amapolas en el que él había vivido su vida, aquellos en los que rió
y sufrió a la vez, lloró tanto de miedo cómo de alegría, disfruto
de banquetes mucho menos señoriales pero mucho más significativos,
descubrió miles de almas con las que nunca se habría relacionada, y
las temió, decidió dejarse de jueguecitos y niñerías e ir en
busca de su tan ansiada ayuda a la embajada británica. Esperaría a
que marcasen el inicio del toque de queda, y así le pediría ayuda a
la Guardia Napoleónica que tantas veces le había servido de escolta
en sus paseos por la antigua capital. Su padre había sido desde los
inicios de la época post-guerrillera el principal impulsor económico
de esa formación y todas las estructuras militares derivadas, así
que estarían en deuda con él. Seguro que lo entenderían y se lo
pensarían más de dos veces antes de actuar impulsivamente cómo
había visto de fondo durante sus días y noches de espera. Una vez
en la embajada, podría pensar sobre que hacer con la muerte de su
padre, además de intentar encontrar a Caroline. Seguro que su
antigua cuidadora y amiga estaría orgullosa de él si supiese que
habías sido capaz de sobrellevar la situación y esforzarse por
salir adelante, sin importar los riesgos que corriese con tal de
cumplir el sueño pasivo de todo ser vivo: la supervivencia. Iba a
luchar por su futuro y por el de Caroline, tal y como ella le había
enseñado durante las accidentadas aventuras que habían vivido
durante los duros tiempos que habían tenido que superar día a día.
O al menos eso creía Julius. Si había algo en lo que ella había
sido siempre muy firme, quizás incluso en exceso, era con el cumplir
el toque de queda, argumentando siempre que “Ni los más nobles
reyes se veían con la valentía de afrontar la impulsividad y la
temeridad de la Guardia Napoleónica cuando era ésta quien gobernaba
las calles de sus reinos”. Pero él tenía que arriesgarse, tanto
por su propia vida cómo por el legado de Caroline en su alma.
…
El niño
había estado esperando durante todo el largo e interminable día la
oportunidad para pedirle la ansiada ayuda a los militantes de la
Guardia de Napoleón, y fue por eso que el sonar de las campanas,
timbres y demás objetos ruidosos hasta el punto en que si otras
circunstancias le rodeasen encontraría realmente molestos que
declaraban el toque de queda le provocó un placentero escalofrío,
de aquellos que uno desea repetir una y otra vez, capaces de generar
la más fuerte de las adicciones. Irradiando felicidad a más no
poder, se vio obligado a contenerse para no salir a la luz durante la
primera hora que la Guardia llamaba “limpieza superficial”. El
nombre tenía su doble justificación: por un lado, era superficial
por el hecho de que se llevaba a cabo para deshacerse de los montones
de indigentes que se acumulaban en según que zonas cada noche; por
el otro, era “superficial” por el hecho de que a esas personas
las consideraban faltas de alma, ya que no apreciaban ya su vida
(demostrado en el mismo momento en el que ya dado el inicio del toque
de queda se acumulaban siempre en los mismo lugares dónde sabían
que iban a limpiar), y por lo tanto eran seres que no tenían nada
más que lo captado por una fugaz mirada superficial. Aún habiéndose
calmado ya la situación (según sus cuentas, había pasado ya una
hora desde el último disparo), decidió esperar un rato más a que
el chute de adrenalina de los guardias provocado por la acción se
hubiese pasado. Cuando empezó a oír las risas y carcajadas
provocados por la relajación de los chistes racistas y machistas que
tanto abundaban en el cuerpo, salió de su escondite. Abruptamente,
empezó a correr tan ágil cómo se lo permitía su torpeza de origen
genético por las anchas y vacías calles de París. Al pasar por
delante de un oscuro callejón no se dio cuenta de que salía de allí
otro niño, con el que chocó, cayendo violentamente pero
recuperándose casi al instante. Molesto por lo que él interpretó
cómo una intromisión en su efímera felicidad, pateó al niño, que
había caído al suelo debido al choque, primero en la cara para
después aumentar la colección de magulladuras del joven a base de
dejar la marca de sus zapatos en el torso, para después seguir
corriendo, tranquilo por dentro, cómo alma guiada por una suave pero
poderosa brisa, por la calle principal. Vio como, aterrado, el niño
al que había golpeado volvía, mirándole con unos ojos cargados de
rabia, al callejón del que había salido. Con las pintas que llevaba
el pobre engendro, los guardias se habrían encargado de limpiarlo
del mundo a las primeras de cambio, así que en el fondo le había
salvado la vida. Y es que había que reconocer que si había algo en
lo que eran realmente habilidosos los guardias era en mantener las
calles vacías de toda esa carroña inútil y asquerosa que hoy en
día infectaba, siguiendo el patrón de expansión de una plaga
cualquiera, las calles de la antigua gran capital. Repentinamente, se
encontró con el cañón de una escopeta recortada enfrente suyo, que
no tardó ni un segundo en aullar a la luna, anunciando que otra alma
había sido segada. Él había sido incapaz de evitarlo. No fue hasta
justo antes de oír el abrazo de la escopeta que pensó en que,
posiblemente, la mirada del joven del callejón no era una inundada
en odio y rabia, sino en la pena de ver morir a quién podría haber
sido un compañero de penas. Pero así era la vida en este nuevo
mundo. Un día te perdías en el mercado al soltar la mano de tu
querida madre, siempre sobreprotectora, y esa misma noche te volaban
la cabeza por el mero hecho de estar dónde no deberías. Había
gente que escalaba en su vida a base de estar en el lugar correcto en
el momento ideal. Pero muchos otros desaparecían debido a la
antitésica situación que se revivía montones de veces en esas
oscuras calles. Lugar equivocado, momento equivocado. Era algo que
había que aprender a sobrellevar. Aunque algunos lo hacían mejor
que otros.
…
Tras
presenciar cómo el guardia barría fríamente del mapa al niño que
segundos atrás le había empujado y golpeado poseído por una
enajenación desconocida para él, Julius corrió despavorido hacia
el callejón en el que se encontraba el cubo de basura que había
sido su cálido hogar durante las últimas fechas, para refugiarse de
todo lo que se cernía sobre él, del cúmulo de posibilidades de ser
aplastado como una hormiga que se venía encima. Sin duda alguna, no
había momento durante el cual faltase una maldición que acusaba al
fatal momento en el que se le había ocurrido ocultarse de todo,
inclusive de él mismo, quedándose ahí, paralizado e inamovible,
sin hacer absolutamente nada, cuando podría haber perseguido de una
forma más o menos sigilosa a los captores de su querida Caroline. No
tenía la más mínima idea de cómo estaba ella en aquél momento,
pero con lo resolutiva que había sido ella siempre (o al menos
durante el período de tiempo en el que ellos dos habían
coincidido), seguro que seguía viva, rondando las calles de esa
París mugrienta y cochambrosa, ya fuese completamente sola como un
lobo recién nato que se ha separado accidentalmente de su camada o
en compañía de esos dos hombres que la criarían tal cual había
hecho la loba con Rómulo y Remo. Ella nunca habría aprobado, ni en
un momento de máxima desesperación y necesidad, su estúpido plan
de romper el toque de queda para intentar pedir la ansiada ayuda a
unos mediocres guardias que desde siempre se habían mostrado rígidos
e intolerantes ante cualquier perturbación de su orden similar al de
una ley marcial. Aunque, en el fondo, Julius sabía que ese era su
trabajo, que seguramente no hacían todo lo que hacían por gusto
sino por obligación, e incluso por sentido del deber, provocado por
esa banalidad que tiene el mal, ya que en el fondo ellos a veces
creían que al mantener el orden estaban haciendo lo correcto, y que
si no cumplían con las órdenes dadas al pie de la letra sería
ellos los que sufrirían al final consecuencias aún peores si no
igual de crueles, por lo tanto no se veía capacitado para culpar y
criticar tan duramente la moral de los guardias nocturnos, o al menos
no la de todos. Fue esa la primera de las muchas situaciones que le
hicieron empezar a ver que era necesario cambiar el mundo, que no se
podía seguir viviendo bajo la opresión de una medalla y un
mosquete, de la metralla o de un billete. Un mundo en el que uno no
tuviese opción de arreglar lo provocado por un minúsculo error que
en muchísimas ocasiones ni tan siquiera era culpa de la víctima del
destino no era uno en el que él desease vivir. Y aunque el resto de
personas no lo supieran, no quisiesen verlo o simplemente no
estuviesen ética, moral o mentalmente capacitadas para aceptar tal
cruda realidad, él sabía qué era lo correcto. Aunque tuviese que
imponerle tan repentino y drástico cambio a la totalidad de seres
que componían el mundo, él sabía qué era lo correcto, y no
dudaría en hacerlo vigente a costa de lo que tuviese que sacrificar
por ello. Llegaría el milagroso día en que la justicia fuese de lo
poco que rebosase en este mundo junto a virtudes como el amor, el
respeto o la constancia. No todos la aceptarían de buen grado, al
menos no hasta ver que el sistema era el único verdaderamente
sostenible, pero se necesitaba un milagro para ésta sociedad. Y él
se sabía el mesías.
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