Capítulo 6: Monotonía
Siempre hacemos mejor las cosas
que hacemos de forma automática y predictiva, pero la verdadera
pregunta es: ¿son mejores sus consecuencias y resultados?
Sonó el despertador, aunque, para variar, yo ya estaba despierto.
Como siempre, abría los ojos unos pocos minutos antes de que sonase
esa canción, antaño adorada aunque ahora la aborreciese, que tenía
puesto como tono. Tras unos pocos minutos, reuní las fuerzas
necesarias para levantarme y, lo que requería aún más esfuerzo
psicológico, destaparme para descubrir mis entrañas al atenazante
frío invernal de Enero. Automáticamente, como si formase parte ya
de un instinto natural que me impulsaba a hacerlo, enfundé mis pies
en esas cálidas pantuflas que me había regalado mi tía años atrás
y, tras encender la calefacción, emprendí mi marcha hacia la
cocina.
Hundiendo mis pensamientos en el terror que me ahogaba solo de pensar
la cantidad de polvo que ocupaba el pasillo, dando cobijo a
innumerables e inimaginables filas de minúsculos insectos, llegué a
la fortaleza dónde se refugiaban la nevera y la alacena de esos
hambrientos momentos en los que se oía a mi estómago rugir
desamparado desde mi habitación. Saqueé un cartón de leche de la
nevera, me preparé un café con una agilidad digna del trabajador
apurado por los inflexibles horarios que lo azotan y vertí una
minúscula parte del delicioso líquido del cartón en la taza dónde,
caliente hasta niveles traicioneros, reposaba ese sublime café.
Rápidamente, guardé la leche en la nevera, tomé la tacita y,
rehuyendo el frío, me dirigí directamente a mi habitación donde me
esperaba ese calor hogareño nacido de la estufa, la cual ya había
cumplido con su labor, por lo que la apagué.
Apoyé
el café en la mesita y encendí rápidamente el ordenador. Mientras
se cargaba, probé el café, tomando un sorbo cuyo ardiente contacto
provocó que en un principio mi lengua rechazase el sabor y mis
labios aquél beso que era tal obra de arte culinario. Como siempre,
el café estaba perfecto, nada había cambiado. Todo era exactamente
igual, todo. Ése es exactamente
el problema. Nada ha cambiado desde entonces.
Ella
le había abandonado. Pensaba que estarían juntos para siempre, se
lo habían prometido mutuamente. Y ella faltó a su palabra. Para él,
era como si hubiese muerto. Ya
nada cambia desde entonces.
No era que los cambios durante el tiempo que compartió con ella
fuesen algo bueno, ya que en realidad no dejaban de ser siempre a
peor, ya fuesen bravas discusiones, continuas peleas o simples
momentos de paz que solo anunciaban la llegada de una nueva
tempestad. Pero aún así, prefería aquella falta de constancia y
carencia de rutina a la aplastante monotonía que había tomado las
riendas de su vida.
Le daré de su propia medicina.
Ricardo
nunca había sido alguien violento, pero la transición le había
arruinado tanto a él moralmente como a ella económicamente, y ahora
él estaba dispuesto a tomar su venganza. Antes
podrías haberte escudado en tus riquezas y lacayos, pero ahora solo
le tienes a él.
Le costaba evitar pensar en ella, y cuando lo hacía siempre era como
si le hablase. Era incapaz de recordar en detalle alguna experiencia
compartida, aunque seguramente eso era porque tampoco eran tan
valiosas como el mero deseo de tomar represalias respecto a aquella
inesperada despedida.
Desapareció.
Sin decir ni una palabra. En
menos de un día, pasó de ser alguien en quien siempre de podía
contar a convertirse en una abominación de la cual deseaba alejarse,
cosa que le vino bien, ya que para llevar a cabo su plan de hundir a
la nobleza hispana necesitaba desaparecer del mapa. Habría
sido mucho más difícil alejarme de ti si aún hubieses estado ahí.
Eso es algo que reconozco que debo agradecerte.
Tras acabar con su café, tomó la taza y la lanzó contra la pared,
estrellándose ésta y repartiendo sus trozos por la habitación.
Cogió el ordenador y lo hizo seguir el mismo recorrido de la taza,
aunque necesitó más de un viaje para acabar en la misma situación.
Bañó su hogar en gasolina, arregló los preparativos para la
explosión y salió con lo justo y necesario.
Minutos
después, Ricardo ya estaba de camino al pueblo dónde se
reencontraría con su amada y conocería a su sustituto, habiendo
dejado tras de sí lo que muchos interpretarían como un accidente
culinario gracias al cuerpo del sicario que habían enviado a por él.
Nunca un intento de asesinato
había sido tan útil para seguir vivo y en paz.
…
Mathieu
se levantó del sillón y fue a abrazar a Charlotte. Es
tan pequeña, a primera vista parece tan indefensa...
Pero todos sabía que las dudas que provocaba el diminuto cuerpo de
Charlotte se demostraban infundadas con solo cruzar dos palabras con
ella, con tenerla al lado, con el mero hecho de saber quién era.
Sin
ser capaz de aguantar más, Mathieu rompió a llorar, evitando
quebrar la continuidad del abrazo. Es
ahora cuando más te necesito. Necesito que me ayudes a abandonarte.
…
Charlotte
llevaba días sospechando que algo le sucedía a su marido. Éste
nunca había sido capaz de ocultarle algo a su mujer. Aquella vez que
le engaño cuando aún eran jóvenes no le pasó desapercibida;
cuando el juego y las apuestas les dejaron en la ruina lo supo ella
antes, aún incluso siendo él quién hubiese jugado; tras años de
intentar tener hijos y que no funcionase, Mathieu fue también
incapaz de disimular que se había hecho un examen que no acarreaba
buenas noticias. Fue por eso que hace días que esperaba que su
esposo se derrumbase ante ella, le pidiese perdón y ayuda al mismo
tiempo, mientras lloraba desconsolado al mismo tiempo en que
explotaba en carcajadas riéndose de lo ridículo que era él mismo.
No esperaba que aguantase tanto.
Esta vez es algo aún más serio. Y lo que es peor; ahora no sé lo
que causa su desasosiego.
Pero poco podía hacer Charlotte por su marido. Excusando sus
excesivas horas de trabajo con el festival de Saint Germain, el poco
tiempo que pasaba Mathieu en casa lo invertía en desayunar y dormir,
por lo tanto ella no era capaz de encontrar momento alguno en el que
rebuscar en su interior algo que echase algo de luz sobre el asunto.
Aunque fuerte, dura e inteligente, como todo el mundo Charlotte
necesitaba tener a alguien que la necesitase. Y cuando ese pilar
sucumbía, toda la estructura lo hacía con él. Empezó a desconfiar
de todo, cosa que antes nunca había hecho. ¿Quién necesita
desconfiar cuando es capaz de entender toda situación y prever todo
acto? Pero ahora Mathieu ocupaba más su mente. Ni tan siquiera el
amor adolescente había llegado a ser una obsesión tan enfermiza; no
era capaz de pensar en nada más, necesitaba dedicarse a algo ya que
en cuanto se quedaba sin nada que hacer, sin nada que distrajese su
mente, ésta se dirigía automáticamente a su marido, a su silencio
sepulcral, a su falta de humanidad y a la desaparición de su chispa.
Eso era lo que más atormentaba a Charlotte; sabía que Mathieu jamás
volvería a ser el mismo. Sabía que Mathieu estaba acabado. Sabía
que Mathieu ya no era su marido, sino un ente desentendido de toda
otra persona que no fuese él. Ya nunca podría volver a disfrutar ni
sufrir su compañía, y aquello era lo que la tenía más preocupada.
¿Qué sería de Charlotte sin Mathieu?
Aquella noche había sido la última en la que había llorado.
Suponiendo que como tantas otras veces lo único que necesitaba su
marido era su cariño, su apoyo y su consentimiento, no hizo más que
abrazarlo, besarlo tiernamente e intentar, de toda manera posible,
que se alegrase. Pero nada funcionó.
Cuando
despertó a la mañana siguiente, el ya no estaba. Cuando llegó,
mucho más tarde de lo normal, se excusó, como ya hemos dicho, con
los preparativos de la fiesta. Nadie diría que tan sombrío hombre
era uno de los encargados de tan alegre fecha. Es
el encargado de seguridad. No era el momento para un ascenso. Mathieu
se lo merecía, pero no tenían que hacerlo ahora, no en estas
fechas.
Aunque Charlotte pensaba mucho sobre el tema, poco era lo que
escapaba la prisión de sus labios; ante su marido no era más que
una cálida y confortable estufa, ya no se sentía con fuerzas como
para dirigirle la palabra. Le había perdido, eso lo sabía; lo que
era incapaz de entender era el por qué.
¿Qué le había arrebatado a su marido? Llevaba meses patrullando
las calles sin problema, ¿por qué aquella última guardia previa a
su ascenso había sido tal punto de inflexión en su forma de ser?
Había sido lejos, y Charlotte sabía que no debía acercarse a la
zona en la que Mathieu había trabajado aquella noche; la curiosidad
la consumía por dentro tal fuego abrasando la poca leña restante en
la chimenea. Estaba que echaba humo, furiosa consigo misma, odiándose
por su incapacidad.
Siendo inteligente y manipuladora había podido asegurarse de que la
única puerta que la contactaba con la guardia, su marido, estuviese
siempre abierta de par en par. Pero nunca había supuesto que en vez
de cerrar las puertas con llave por timidez esas puertas pudiesen
verse cubiertas por los restos de una avalancha, de un suceso mucho
mayor que el vigía mismo de tal entrada, y por lo tanto impidiendo
que ella las cruzase. Ya no había vuelta atrás.
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