Tuesday 2 December 2014

Despertar: (4) Impulsos

Capítulo 4: Impulsos

I'd kill myself for you, I'd kill you for myself.” -Phil Anselmo, Pantera

Debería haberle matado. Era ese el momento que siempre había esperado. Solo, ensimismado y mirando a un infinito inexistente, era una presa demasiado fácil, demasiado tentadora. Pero si se dejaba llevar por sus instintos, solo se le otorgaría un placer efímero que seguramente olvidaría pasado un tiempo. Tenía que pensar por su bien, y en los aportes que podía otorgarle el haber sido tan paciente con tan molesto engendro. En el futuro, podría limpiarlo cómo si de una mota de polvo se tratase. Pero ahora, le ayudaba más vivo que muerto. No tenía que hacerlo, pero su corazón no paraba de gritarle. ¡Hazlo!¡Acaba con él!
Entonces, despertó. Era imposible estar seguro de que le había provocado tal instinto asesino. Posiblemente la tensión de las situación, acumulada a otras muchas preocupaciones, le había inducido a un estado de ceguera rabial que no hacía más que incitarle a hacer todo lo que quería y no debía. Pero por suerte se había podido controlar. O eso creía. Glenn Ashford solía despertarse temprano, y no era precisamente sigiloso. ¿Qué había sido de él?
Somnoliento, se levantó de la cama, sintiendo el helado frío que le transmitía el suelo a través de sus maltrechos pies, cosa que contrastaba con el pesado hedor que inundaba el cuarto, el edificio, y a la ciudad en sí. Caminó lentamente hacia la mesa de luz, para coger su reloj de bolsillo, el cual era una verdadera joya. Aunque nadie lo supiese, el santo grial siempre había estado mucho más disimulado de lo esperado. Había sido reducido a tres pequeños relojes de bolsillo, no mayores que el puño de un joven pre-adolescente de tamaño medio. Y solamente los alquimistas encargados de su “edición” habían sabido de ello. Ellos, y sus descendientes. Pero ese no era el momento para pararse a pensar en el origen de un estúpido reloj. Eran ya las tres y treinta y dos de la tarde. Ya no había palomas durmiendo en el alféizar, y la ropa de su amigo seguía justo dónde la había tirado él el día anterior: una cama pulcra y refinada que estaba sin usar, en una habitación ornamentada con los más distinguidos cuadros de pintores como Monnet, Miguel Ángel o Van Gogh. La habitación carecía de todo mueble que no fuese la legendaria silla de pensar de Glenn. Mitificada por todo el que visitaba la estancia, su compañero de habitación había usado la madera del árbol que crecía en el jardín que antaño rodeaba su hogar para construirla con sus propias manos.

¿Cómo puede hacer uno para matar a un amigo? La pregunta parece de fácil respuesta: a nivel físico, matar a un amigo es una tarea extremadamente simple, basta con acabar con su vida, acelerar ese proceso de descomposición de su cuerpo. Un método podría ser acelerar de forma realmente abrupta la oxidación de cada una de sus células. O sea, quemarlo. Vivo, a ser posible, siempre que escapar a las consecuencias esté al alcance de uno. Pero cometer tal crimen a nivel legal no es algo que valga la pena, porque a nivel real no te has deshecho de nada, como mucho de alguna ligera molestia, cargando posiblemente con un ardiente remordimiento que hierva en tus entrañas. Hay algo que una persona siempre ha de tener claro antes de acabar con la vida de otra: dar término al proceso físico que es esta no significa que la persona, como ente en sí, haya muerto. Mientras quede alguien que recuerde su voz, su olor o alguna otra parte de su esencia, mientras quede alguien que sepa de ella, alguien que mantenga viva en alma y esencia a esa otra persona, aquella no habrá muerto del todo. No obstante, a nivel personal no suele ser necesario impulsar la erradicación de una persona hasta semejante punto. De hecho, suele bastarnos con dejar de concebirla cómo lo hacíamos anteriormente, con hacerla desaparecer de nuestra vida, que solo podrá ser considerada nuestra si no hemos caído víctimas de la obsesión por la venganza. O al menos, hacerla desaparecer tal y como era en nuestra vida. Y aunque pueda parecernos que es menos trabajo que las otras opciones, hacer esto no siempre es tan fácil. La distancia o el tiempo son grandes aliados, pero no son fácilmente accesibles y, en el fondo, no hacen más que retrasar ese inevitable choque final, que puede ser más o menos catastrófico según que tanto creas que es posible que suceda (Si aún lo dudas, ten por seguro que ese choque sucederá). Para matar a un amigo, para acabar con el legado que un ser haya podido dejar en nuestra alma, basta con decírselo de forma sincera, expresándose hasta el límite, intentando no perder el poder de haber respetado, cosa que nos sirve para protegernos de posibles ataques relacionados con el haber disuelto la relación. Es necesario anunciarle a alguien su propia muerte, su asesinato, el hecho de que va a ser fulminado, masacrado por tu corazón. De esa forma, se le descoloca. Si el golpe es lo suficientemente potente, ni siquiera responderá, y entenderá que las relaciones, al igual que las personas y tantos otros bienes, fueron hechas con fecha de caducidad. Poca gente es capaz de esperar semejante anuncio, y pocas veces el pregonero será bien recibido tras traducir aquellas palabras que, aunque normalmente serían fáciles de entender, el cúmulo de detalles que condicionan la situación haciéndola aún más complicada le impiden procesar de forma óptima la información al receptor del mensaje.


Las circunstancias me obligan a saludarte una vez más,
Quería empezar esto diciéndote que agradezco al destino el haber permitido que nuestros caminos se cruzasen, el haber podido coincidir con tu persona y haber sido capaz de disfrutar de momentos únicos e inolvidables con tu compañía. Sí amigo, voy a echarte de menos. Todas esas tardes en las que, atolondrado, acababa teniendo que correr contra el tiempo escaleras abajo para llegar a la puerta justo en el momento en que mamá pasaba a recogerme para llevarme a las reuniones del D.W.T.S. y así evitar el ser reñido por hacerla esperar, esa iniciación prácticamente conjunta en la navegación a través de los distintos planos del pensamiento en los que tanto suponíamos que ahondábamos cuando en realidad solo recorríamos la superficie navegando en un pequeño bote hecho trizas.
Dicho esto, me veo obligado a comunicarte el fin de nuestras relaciones. Intenté hablar contigo para zanjar este asunto, porque considero que cosas como ésta deben ser discutidas en persona, pero esquivaste mis palabras en su momento y no creo que vaya a poder volver a coincidir contigo, antiguo compañero, otra vez hasta dentro de mucho tiempo, y aunque considere que acometer el mensaje de esta forma no es del todo correcto el tema es algo que necesito zanjar con urgente prontitud. Tras las pruebas más duras que me ha impuesto la vida hasta el momento, he tenido la oportunidad de encontrar un idílico momento de ligero relax y considero que dedicarte mis últimas palabras en lo que a ti te concierne son algo digno de ocupar mi tiempo. Espero que así sea y leas ésto hasta el final, sin dejar de lado el más mínimo detalle por más que me repita en el sí del mensaje en cada frase de forma constante. No quiero que creas que estoy enfadado contigo, para nada. Al contrario, me alegro por ti, de que hayas sido capaz de dar tal giro a tu vida, de haber podido resistirte a seguir respirando el viciado aire del pasado en el que vivías sumergido, y aunque mentiría si dijese que estos actos han sido completamente predecibles he de decirte que era algo que me veía venir desde el principio. Aún así, quiero que sepas que me habría gustado que fueses tú quien me lo comunicase, pero el por qué fuiste o no capaz de confiar tal “secreto” a tu hermano no es algo que esté dispuesto a juzgar. Si decido cortar nuestra relación es porque es algo que yo no considero correcto, algo con lo que nunca me ha gustado tener que vivir, algo que si viniese de otra persona consideraría ultrajante. Y al igual que no me permitiría a mí mismo encontrarme envuelto en tal situación, tampoco quiero compartir mi tiempo con alguien recubierto en esa desdicha. Pero quiero que te quede muy clara una cosa: nunca, y repito, nunca voy a pedirte que cambies tu forma de pensar, que modifiques la organización de tus actos planeados ni que tampoco cambies esas resolutivas improvisaciones que tanto te caracterizan, ni nada por el estilo, porque lo que sea de tu mundo a partir de este día, a partir del mismo momento en el que selle esta carta, será algo que no me incumbe en lo más mínimo. El problema es mío, soy yo el que no está de acuerdo con tu actitud a pesar de saber que se la puede considerar correcta si se fuerzan lo suficiente los límites de lo moral, por eso soy yo el que simplemente deja ésto, no quiero que hagas nada al respecto. El no hacer nada respecto a ésto es un favor personal que te pido, no intentes recuperarme ni tampoco alejarme más de lo que me distanciaré yo. Obviamente, esto no significa que vaya a girarte la cara si en persona nos cruzamos alguna vez por este áspero yermo que es el mundo hoy en día. De hecho, estoy dispuesto a combatir por la hegemonía a través de los planos del pensamiento como antaño hicimos, aunque ahora sin la piedad típica de un hermano menor que no quiere humillar a esa cucada que es su hermanito mayor.
Así que con esto me despido de ti, querido hermano. Hermano y amigo por igual. Espero que la vida te depare aventuras hasta saciarte, que sepas exprimir al máximo cada una de las desdichas que seguramente te envolverán (en algunos momentos hasta el punto de sentir que la situación te sofoca y te ahoga) para conseguir obtener algo positivo de ellas. Te deseo también que tengas la capacidad para evitar caer en esas trampas que tiende el orgullo, apoyándote siempre que sea necesario en esas maravillosas personas de las que uno sin saber cómo acaba envuelto a pesar de, muchas veces, no merecerlo. Pero todo ésto no es gratis, y hay un favor que te ruego: te pido que te acuerdes de mí, no solo como el hermano menor al que cuidabas mientras, de una u otroa forma, intentabas sacar algún provecho de mi persona, sino también como tu mentor y consejero en esos momentos en los que la duda acechaba y enturbiaba tu mente, y que te acuerdes también de todas esas personas que llegado cierto momento de la vida desaparecen por alguna razón que posiblemente nunca llegamos a comprender. Para acabar quiero dejarte claro que aunque posiblemente hayamos pasado momentos con más o menos comunicación, siempre te he contado entre esas personas en las que uno podía confiar, y el hecho de que te escriba esto es porque de verdad valoro aquello que una vez compartimos.
Deseándote toda la suerte del mundo, me despido.


La niña llevaba días titubeando al hablar y rompiendo a llorar de forma casi periódica, por lo que, llegado un punto en el que el gimoteo se le hizo inaguantable, se vio obligado a preguntarle qué pasaba. Le costó días poder sonsacarle a la joven aquello que tanto la atormentaba, que sitiaba su mente impidiendo cualquier otro contacto con el exterior, pero tras horas de esfuerzo y, por qué no decirlo, dura tortura psicológica, descubrió aquél secreto; un amigo abandonado. Una vez confesado su crimen, la niña rompió a llorar desconsoladamente, y requirió de la promesa de ir a buscar a su amigo donde ella lo había abandonado. Aunque sabía que era inútil volver, ya que había pasado mucho tiempo desde encontrasen a este pequeño incordio en el oscuro callejón, pensó que valía la pena siempre que fuesen a ahorrarse la molestia de cargar con las penas de una niña preocupada. Ese impulso protector combinado con la necesidad de paz, silencio y tranquilidad era lo que lo había inspirado ayudar a la niña.
Fue así como, en unos pocos días durante los cuales la joven fue recuperando poco a poco el ánimo (a pesar de no recuperar la vista) llegaron al callejón donde él había extirpado los ojos de la moza. “Quizás todavía estén por ahí, siendo masticados por una rata o algo peor.” pensó. “Hemos llegado.” anunció fríamente Ricardo. La niña no parecía del todo segura y, a tientas, caminaba por la oscuridad, como buscando algo. Se puso a gatear, a tocar el suelo como si buscase algo, a mover y sacudir cada cosa que cogía mientras avanzaba, imparable, hacia el fondo del callejón. “Oye pequeña, levántate, no sabes lo que puede haber por el suelo, podrías cortarte, y no tenemos los recursos necesarios como para evitar una infección (o algo peor).” la advirtió, pero la moza seguía, incansable, casi arrastrándose por el asqueroso suelo del callejón. De repente, sin previo aviso, empezó a llorar. ¿Qué había hecho él para merecer eso? Había acompañado a la maldita niña hasta el mismísimo callejón solo por dejar de escucharla llorar, y lo primero que hacía al llegar era quebrarse para inundar el callejón con lágrimas dedicadas a un amigo que seguramente ya daba por muerto. “Oye, siento mucho lo que haya pasado... ¿Caroline, no? Piensa que ahora al menos no estará sufriendo...” intentó consolarla Ricardo. Pero los ojos que antaño habían parecido muertos de la joven se encendieron con ira. Nunca había presenciado tal situación. Saber que el odio va dirigido a ti, pero ser incapaz de seguir la dirección de unos ojos que miraban al infinito. De hecho, él se planteaba realmente si la niña estaba enfadada con él o con el mundo en sí. No fue muy difícil salir de dudas: a los pocos segundos, a tientas, la pequeña intentó abalanzarse sobre él y se puso a golpearle, cada vez con menos fuerza, hasta caer rendida y lamentar algo que aún desconocía en el suelo. “¡Me engañasteis!” chillaba Caroline. “¡Mentisteis embusteros, no buscabais más que reíros de mí! ¡Burlaros de mi situación!”. Los gritos de desahogo de la niña se oían a manzanas de distancia, y ello llamó la atención de mucha gente. En poco tiempo, Ricardo y él estaban rodeados por una turba que los miraba con odio y desprecio. Se oían susurros, todos referentes a enfermedades sexuales, violaciones, agresiones y demás (quizás el abandonado aspecto de la niña daba tal impresión), cosa que lo ponía de los nervios. No porque lo asociasen a él con tales actos repulsivos, sino porque ya conocía como reaccionaba Ricardo ante tales acusaciones; su pasado no había sido tan bonito como el de otros niños ricos. A algunos sus padres los mimaban un poco más de lo normal, y no siempre de la forma inocente que se espera de alguien que ejerce la función paterna.

...

Aún hundido en un profundo letargo provocado por la falta de comida y motivación para vivir, Julius fue capaz de oír los gritos de una voz familiar. “¿Mamá?” pensó. Pero sabía que era obvio que no: su madre había muerto tiempo atrás. Pero esa voz femenina le era excepcionalmente familiar, sabía que la había oído, sabía que era alguien a quien había tenido mucho aprecio. Era una persona que había dado por muerta aún sin tener la certeza de si lo estaba, solo por el hecho de no querer imaginarse que tuviese que soportar una situación peor a la suya. “Caroline.” supo entonces. Y, revitalizado por el impulso de descubrir si su amiga seguí viva, empezó a intentar salir del cubo de basura en el que llevaba metido desde aquel momento en el que intentó abandonar la seguridad del callejón para buscar la ayuda de una guardia que se mostró inflexible con su inocente, solitario, resentido y efímero amigo. O fue una tarea fácil, estaba debilitado en exceso por los días de inactividad que llevaba u cuerpo, no solo a nivel físico debido a estar metido en la misma posición durante días en un lugar tan reducido, sino también por la falta de trabajo de su organismo: llevaba días sin comer, y casi los mismos sin requerir el defecar o semejantes; los restos pútridos en los que antes había estado lleno el cubo ahora ya habían tomado una esencia a muerte que inundó su boca esa última vez que intentó llevarse algo a la boca. El cubo cayó al suelo con él dentro debido a los bruscos (no eran en realidad más que ligeros bamboleos, pero para el estado del niño eran dignos de un seísmo de gran magnitud) movimientos ocasionados por los nervios inducidos por la voz de Caroline en su interior, que le invitaba, aunque de una forma lamentablemente nerviosa, a ir a buscarla. En cuanto su cuerpo se liberó de las ataduras de aquella su cárcel, se levantó. No sin fuertes mareos, avanzó a tientas hacia la luz que asomaba al final del callejón. “¡Caroline! ¡Caroline! ¿Dónde estás?” gritaba desalmado, tan fuerte como su maltrecho organismo se lo permitía. Tambaleandose avanzó por la calle, chocando con gente que se dirigía hacia una desordenada turba que al parecer rodeaba a unas personas. Se oían gritos y amenazas contra un supuesto violador, y entonces entendió que sucedía: su amiga estaba en peligro.


Sin levantarse del suelo, Caroline siguió gritando, confusa, el nombre de su amigo mientras le buscaba entre los gritos y olores de la turba. Estaba segura de haber oído su voz, ese histérico gritar tan característico, ahogado por los gritos de la conmocionada mole de desorganizadas personas que, sin estar seguros de lo que sucedía, se habían puesto a amenazar a los hombres que la habían acompañado. “No me mintieron, solo se equivocaron.” pensó. Ella había desconfiado, pero no había caído en que sus captores no tenían por qué acordarse perfectamente de cual era el callejón dónde la habían encontrado. Mientras ella llamaba a Julius, la voz hablaba, intentaba justificarse. “La niña busca a un amigo perdido, ” gritaba la voz, “solo estamos aquí para ayudarla.”. Al parecer por los ruidos y el reciente olor a sangre, alguien había callado a la voz. Un grito grave, capaz de aterrar al mejor plantado, se alzó sobre la turba, callándola al instante. Oyó como se desenfundaba una pistola, y momentos después reinó el caos. El olor a pólvora inundaba la zona, y ella seguía oyendo los débiles gemidos de Julius acercarse. Gritando, intentó avisar a la voz de que olía su amigo, de que le oía, de que sentía que se acercaba. Sin darse ella cuenta, de repente se encontró con que alguien la llevaba en brazos, diciéndole que no se preocupase, que todo había salido bien. Podía sentir el temblar de su voz, había sentido crujir el alma al quebrarse. Algo no era verdad en esas palabras, pero ahora ella era capaz de oír a Julius mucho más cerca, y con eso le bastó para dejarse llevar por un profundo sueño.


Molesto por las palabras de esos ignorantes que los rodeaban, Ricardo se puso a empujar a toda la gente que intentaba acercarse a ellos. Incapaz de deshacerse del gentío que les rodeaba, se contentaba con mantenerlos un poco alejados. No tenían ni idea de quiénes eran ellos, no sabían ni siquiera por qué lloraba la niña, pero aún así lo primero que se les había venido a la cabeza había sido el acusarlos de violación. Se notaba que no tenía ni idea de quienes eran ellos, pues sabrían al menos que eso era algo para lo que no estaban capacitados. Aún así, los oscuros recuerdos de su infancia le atormentaban cada vez que se le nombraban temas similares, y esos recuerdos se convertían en una pasional y ardiente ira que le inundaba, embotando su razón y estirando sus capacidades físicas hasta límites insospechados. Los empujones a la gente descontrolado se acrecentaron gradualmente, y al poco rato se convirtieron en duros golpes, huesos quebrados en inclusa más de una vida perdido junto a la integridad del cuello de uno. De repente, decidió mirar como se encontraban su amigo y la niña, y descubrió que éste había conseguido encontrar al niño. Tras ver como lo abrazaba y le explicaba al joven lo que tenía que hacer, llegó el momento en el que su compañero se giró hacia él y le hizo la señal. Con una triste sonrisa de complicidad, más pura que cualquier cosa que jamás hubiese presenciado un ser humano, respondió a ese mensaje, pidiéndole un último favor. Tras recibir su aprobación, no tardó ni medio segundo en desenfundar la pistola que llevaba en el cinto y ponerse a repartir disparos a diestro y siniestro.
Aunque no era algo de lo que se sintiese excesivamente orgulloso, matar era algo que Ricardo hacía excesivamente bien, casi tan bien como salvar vidas. Sin necesidad de mucho tiempo ya se había deshecho de los pesos pesados de la turba, volándoles a ambos los sesos con un certero disparo que atravesó sus nucas limpiamente. Aún así, la acumulación de gente era algo contra lo que no podía. No tardaron en llegar todavía más personas, que le rodearon y, en poco tiempo (cosa que no significa sin esfuerzo ni sin más muertes de por medio) consiguieron reducirlo. Antes de caer, Ricardo se había llevado con él, además de esos dos hombres que ya hemos nombrado, a unas cuantas mujeres que desesperadas se habían lanzado sobre él para intentar, en vano, vengar la muerte de sus maridos, hermanos e hijos. Las complicaciones llegaron cuando llego la patrulla ciudadana armada. Aún sin entrenamiento alguno, un francotirador medianamente decente podría haberse encargado de Ricardo en un momento, con un tiro que ni siquiera necesitaba ser excesivamente certero para acabar con su objetivo. Y así lo hizo Mathieu Ouvre.


Hasta que no vio a aquél cuerpo caer inerte, sin vida, sin rastro de aquella violenta vitalidad que segundos antes le había definido, no se dio cuenta de lo verdaderamente fina que era la línea que separaba la vida de la muerte. El suceso más ínfimamente insignificante podría significar para alguien el fin de una travesía a través de un mundo que no siempre tenía por qué habérsele presentado tal y como era, el fin de una vida de mentiras. O también podía significar el fin de un jovial trayecto durante el cual, uno, sin interesarse más que por los que le rodeasen, hubiese disfrutado de cada pequeña cosa que hubiese presenciado con anterioridad. Pero, en resumidas cuentas, hubieses sido afortunado o desdichado, la vida no era algo que uno pudiese amurallar para proteger. Cruzando la calle, un coche dirigido por un alocado conductor roza tu brazo a una velocidad superior a los cien kilómetros por hora cuando en vez de el brazo podría estar rozando los restos de tu hígado machacado por las ruedas y el peso del vehículo. Esa bala que intentaste dirigir al guardia que te impedía tomar posesión de aquella comida que tu familia necesitaba acaba alojada en el corazón de una madre que, acompañada de una joven criatura de aproximadamente cinco años, solo había salido cinco minutos para comprar la misma comida que tú intentabas robar. El encargado de la manutención del avión que te llevará de vuelta a casa para así poder disfrutar de un merecido descanso y el cumpleaños de tu hermana pequeña, a la cual no ves desde hace meses, ha olvidado un minúsculo detalle, que provoca un desastroso accidente en el que sucumbes a las corrientes tras luchar durante horas por mantenerte con vida en el océano al que has caído.

Pero no queremos ver esto. ¿Para qué? Mejor pensar que todo irá siempre según lo planeado, que mañana podremos ir a comprar el pan a las ocho de la mañana, que tendremos clase con ese profesor que tanto te ha motivado durante las clases, que nuestras costumbres son nuestras, y así quedarán siempre. No concebimos como posible la idea de que el padre de la panadera muera troceado por un loco que veía en sus carnes el apetecible manjar que, desde cierto punto de vista, siempre había sido. No pensamos que ese profesor pueda perder aquello que lo inspiraba, que pueda perder su fe en los alumnos, que pueda perder su pasión en la enseñanza. Y ya nos hemos quedado sin pan y sin motivación. Esa absurda idea de costumbre eterna que tenemos, de que todo es rutinario y nunca cambia, es algo que nos distancia cada día más de la imprevisibilidad que siempre ha caracterizado a la humanidad. Tanto para lo bueno como para lo malo, si hay algo que ha marcado nuestro camino es que siempre había un imprevisto que saltaba en nuestro camino. La invención de la rueda fue una revolución. El descubrimiento del fuego nos hizo ver lo bondadosa y cruel que podía ser la naturaleza a la vez. Y la estupidez humana nos hizo creer que con un sistema como el democrático que tanto hemos defendido se podía llegar a buen puerto.

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