Capítulo 4: Impulsos
“I'd
kill myself for you, I'd kill you for myself.” -Phil Anselmo,
Pantera
Debería
haberle matado. Era ese el momento que siempre había esperado. Solo,
ensimismado y mirando a un infinito inexistente, era una presa
demasiado fácil, demasiado tentadora. Pero si se dejaba llevar por
sus instintos, solo se le otorgaría un placer efímero que
seguramente olvidaría pasado un tiempo. Tenía que pensar por su
bien, y en los aportes que podía otorgarle el haber sido tan
paciente con tan molesto engendro. En el futuro, podría limpiarlo
cómo si de una mota de polvo se tratase. Pero ahora, le ayudaba más
vivo que muerto. No tenía que hacerlo, pero su corazón no paraba de
gritarle. ¡Hazlo!¡Acaba con él!
Entonces, despertó. Era imposible estar seguro de que le había
provocado tal instinto asesino. Posiblemente la tensión de las
situación, acumulada a otras muchas preocupaciones, le había
inducido a un estado de ceguera rabial que no hacía más que
incitarle a hacer todo lo que quería y no debía. Pero por suerte se
había podido controlar. O eso creía. Glenn Ashford solía
despertarse temprano, y no era precisamente sigiloso. ¿Qué había
sido de él?
Somnoliento, se levantó de la cama, sintiendo el helado frío que le
transmitía el suelo a través de sus maltrechos pies, cosa que
contrastaba con el pesado hedor que inundaba el cuarto, el edificio,
y a la ciudad en sí. Caminó lentamente hacia la mesa de luz, para
coger su reloj de bolsillo, el cual era una verdadera joya. Aunque
nadie lo supiese, el santo grial siempre había estado mucho más
disimulado de lo esperado. Había sido reducido a tres pequeños
relojes de bolsillo, no mayores que el puño de un joven
pre-adolescente de tamaño medio. Y solamente los alquimistas
encargados de su “edición” habían sabido de ello. Ellos, y sus
descendientes. Pero ese no era el momento para pararse a pensar en el
origen de un estúpido reloj. Eran ya las tres y treinta y dos de la
tarde. Ya no había palomas durmiendo en el alféizar, y la ropa de
su amigo seguía justo dónde la había tirado él el día anterior:
una cama pulcra y refinada que estaba sin usar, en una habitación
ornamentada con los más distinguidos cuadros de pintores como
Monnet, Miguel Ángel o Van Gogh. La habitación carecía de todo
mueble que no fuese la legendaria silla de pensar de Glenn.
Mitificada por todo el que visitaba la estancia, su compañero de
habitación había usado la madera del árbol que crecía en el
jardín que antaño rodeaba su hogar para construirla con sus propias
manos.
…
¿Cómo puede hacer uno para matar a un amigo? La pregunta parece de
fácil respuesta: a nivel físico, matar a un amigo es una tarea
extremadamente simple, basta con acabar con su vida, acelerar ese
proceso de descomposición de su cuerpo. Un método podría ser
acelerar de forma realmente abrupta la oxidación de cada una de sus
células. O sea, quemarlo. Vivo, a ser posible, siempre que escapar a
las consecuencias esté al alcance de uno. Pero cometer tal crimen a
nivel legal no es algo que valga la pena, porque a nivel real no te
has deshecho de nada, como mucho de alguna ligera molestia, cargando
posiblemente con un ardiente remordimiento que hierva en tus
entrañas. Hay algo que una persona siempre ha de tener claro antes
de acabar con la vida de otra: dar término al proceso físico que es
esta no significa que la persona, como ente en sí, haya muerto.
Mientras quede alguien que recuerde su voz, su olor o alguna otra
parte de su esencia, mientras quede alguien que sepa de ella, alguien
que mantenga viva en alma y esencia a esa otra persona, aquella no
habrá muerto del todo. No obstante, a nivel personal no suele ser
necesario impulsar la erradicación de una persona hasta semejante
punto. De hecho, suele bastarnos con dejar de concebirla cómo lo
hacíamos anteriormente, con hacerla desaparecer de nuestra vida, que
solo podrá ser considerada nuestra si no hemos caído víctimas de
la obsesión por la venganza. O al menos, hacerla desaparecer tal y
como era en nuestra vida. Y aunque pueda parecernos que es menos
trabajo que las otras opciones, hacer esto no siempre es tan fácil.
La distancia o el tiempo son grandes aliados, pero no son fácilmente
accesibles y, en el fondo, no hacen más que retrasar ese inevitable
choque final, que puede ser más o menos catastrófico según que
tanto creas que es posible que suceda (Si aún lo dudas, ten por
seguro que ese choque sucederá). Para matar a un amigo, para acabar
con el legado que un ser haya podido dejar en nuestra alma, basta con
decírselo de forma sincera, expresándose hasta el límite,
intentando no perder el poder de haber respetado, cosa que nos sirve
para protegernos de posibles ataques relacionados con el haber
disuelto la relación. Es necesario anunciarle a alguien su propia
muerte, su asesinato, el hecho de que va a ser fulminado, masacrado
por tu corazón. De esa forma, se le descoloca. Si el golpe es lo
suficientemente potente, ni siquiera responderá, y entenderá que
las relaciones, al igual que las personas y tantos otros bienes,
fueron hechas con fecha de caducidad. Poca gente es capaz de esperar
semejante anuncio, y pocas veces el pregonero será bien recibido
tras traducir aquellas palabras que, aunque normalmente serían
fáciles de entender, el cúmulo de detalles que condicionan la
situación haciéndola aún más complicada le impiden procesar de
forma óptima la información al receptor del mensaje.
…
Las circunstancias me obligan a saludarte una vez más,
Quería empezar esto diciéndote que agradezco al destino el haber
permitido que nuestros caminos se cruzasen, el haber podido coincidir
con tu persona y haber sido capaz de disfrutar de momentos únicos e
inolvidables con tu compañía. Sí amigo, voy a echarte de menos.
Todas esas tardes en las que, atolondrado, acababa teniendo que
correr contra el tiempo escaleras abajo para llegar a la puerta justo
en el momento en que mamá pasaba a recogerme para llevarme a las
reuniones del D.W.T.S. y así evitar el ser reñido por hacerla
esperar, esa iniciación prácticamente conjunta en la navegación a
través de los distintos planos del pensamiento en los que tanto
suponíamos que ahondábamos cuando en realidad solo recorríamos la
superficie navegando en un pequeño bote hecho trizas.
Dicho esto, me veo obligado a comunicarte el fin de nuestras
relaciones. Intenté hablar contigo para zanjar este asunto, porque
considero que cosas como ésta deben ser discutidas en persona, pero
esquivaste mis palabras en su momento y no creo que vaya a poder
volver a coincidir contigo, antiguo compañero, otra vez hasta dentro
de mucho tiempo, y aunque considere que acometer el mensaje de esta
forma no es del todo correcto el tema es algo que necesito zanjar con
urgente prontitud. Tras las pruebas más duras que me ha impuesto la
vida hasta el momento, he tenido la oportunidad de encontrar un
idílico momento de ligero relax y considero que dedicarte mis
últimas palabras en lo que a ti te concierne son algo digno de
ocupar mi tiempo. Espero que así sea y leas ésto hasta el final,
sin dejar de lado el más mínimo detalle por más que me repita en
el sí del mensaje en cada frase de forma constante. No quiero que
creas que estoy enfadado contigo, para nada. Al contrario, me alegro
por ti, de que hayas sido capaz de dar tal giro a tu vida, de haber
podido resistirte a seguir respirando el viciado aire del pasado en
el que vivías sumergido, y aunque mentiría si dijese que estos
actos han sido completamente predecibles he de decirte que era algo
que me veía venir desde el principio. Aún así, quiero que sepas
que me habría gustado que fueses tú quien me lo comunicase, pero el
por qué fuiste o no capaz de confiar tal “secreto” a tu hermano
no es algo que esté dispuesto a juzgar. Si decido cortar nuestra
relación es porque es algo que yo no considero correcto, algo con lo
que nunca me ha gustado tener que vivir, algo que si viniese de otra
persona consideraría ultrajante. Y al igual que no me permitiría a
mí mismo encontrarme envuelto en tal situación, tampoco quiero
compartir mi tiempo con alguien recubierto en esa desdicha. Pero
quiero que te quede muy clara una cosa: nunca, y repito, nunca voy a
pedirte que cambies tu forma de pensar, que modifiques la
organización de tus actos planeados ni que tampoco cambies esas
resolutivas improvisaciones que tanto te caracterizan, ni nada por el
estilo, porque lo que sea de tu mundo a partir de este día, a partir
del mismo momento en el que selle esta carta, será algo que no me
incumbe en lo más mínimo. El problema es mío, soy yo el que no
está de acuerdo con tu actitud a pesar de saber que se la puede
considerar correcta si se fuerzan lo suficiente los límites de lo
moral, por eso soy yo el que simplemente deja ésto, no quiero que
hagas nada al respecto. El no hacer nada respecto a ésto es un favor
personal que te pido, no intentes recuperarme ni tampoco alejarme más
de lo que me distanciaré yo. Obviamente, esto no significa que vaya
a girarte la cara si en persona nos cruzamos alguna vez por este
áspero yermo que es el mundo hoy en día. De hecho, estoy dispuesto
a combatir por la hegemonía a través de los planos del pensamiento
como antaño hicimos, aunque ahora sin la piedad típica de un
hermano menor que no quiere humillar a esa cucada que es su hermanito
mayor.
Así que con esto me despido de ti, querido hermano. Hermano y amigo
por igual. Espero que la vida te depare aventuras hasta saciarte, que
sepas exprimir al máximo cada una de las desdichas que seguramente
te envolverán (en algunos momentos hasta el punto de sentir que la
situación te sofoca y te ahoga) para conseguir obtener algo positivo
de ellas. Te deseo también que tengas la capacidad para evitar caer
en esas trampas que tiende el orgullo, apoyándote siempre que sea
necesario en esas maravillosas personas de las que uno sin saber cómo
acaba envuelto a pesar de, muchas veces, no merecerlo. Pero todo ésto
no es gratis, y hay un favor que te ruego: te pido que te acuerdes de
mí, no solo como el hermano menor al que cuidabas mientras, de una u
otroa forma, intentabas sacar algún provecho de mi persona, sino
también como tu mentor y consejero en esos momentos en los que la
duda acechaba y enturbiaba tu mente, y que te acuerdes también de
todas esas personas que llegado cierto momento de la vida desaparecen
por alguna razón que posiblemente nunca llegamos a comprender. Para
acabar quiero dejarte claro que aunque posiblemente hayamos pasado
momentos con más o menos comunicación, siempre te he contado entre
esas personas en las que uno podía confiar, y el hecho de que te
escriba esto es porque de verdad valoro aquello que una vez
compartimos.
Deseándote
toda la suerte del mundo, me despido.
…
La niña llevaba días titubeando al hablar y rompiendo a llorar de
forma casi periódica, por lo que, llegado un punto en el que el
gimoteo se le hizo inaguantable, se vio obligado a preguntarle qué
pasaba. Le costó días poder sonsacarle a la joven aquello que tanto
la atormentaba, que sitiaba su mente impidiendo cualquier otro
contacto con el exterior, pero tras horas de esfuerzo y, por qué no
decirlo, dura tortura psicológica, descubrió aquél secreto; un
amigo abandonado. Una vez confesado su crimen, la niña rompió a
llorar desconsoladamente, y requirió de la promesa de ir a buscar a
su amigo donde ella lo había abandonado. Aunque sabía que era
inútil volver, ya que había pasado mucho tiempo desde encontrasen a
este pequeño incordio en el oscuro callejón, pensó que valía la
pena siempre que fuesen a ahorrarse la molestia de cargar con las
penas de una niña preocupada. Ese impulso protector combinado con la
necesidad de paz, silencio y tranquilidad era lo que lo había
inspirado ayudar a la niña.
Fue
así como, en unos pocos días durante los cuales la joven fue
recuperando poco a poco el ánimo (a pesar de no recuperar la vista)
llegaron al callejón donde él había extirpado los ojos de la moza.
“Quizás todavía estén por
ahí, siendo masticados por una rata o algo peor.”
pensó. “Hemos llegado.” anunció fríamente Ricardo. La niña no
parecía del todo segura y, a tientas, caminaba por la oscuridad,
como buscando algo. Se puso a gatear, a tocar el suelo como si
buscase algo, a mover y sacudir cada cosa que cogía mientras
avanzaba, imparable, hacia el fondo del callejón. “Oye pequeña,
levántate, no sabes lo que puede haber por el suelo, podrías
cortarte, y no tenemos los recursos necesarios como para evitar una
infección (o algo peor).” la advirtió, pero la moza seguía,
incansable, casi arrastrándose por el asqueroso suelo del callejón.
De repente, sin previo aviso, empezó a llorar. ¿Qué había hecho
él para merecer eso? Había acompañado a la maldita niña hasta el
mismísimo callejón solo por dejar de escucharla llorar, y lo
primero que hacía al llegar era quebrarse para inundar el callejón
con lágrimas dedicadas a un amigo que seguramente ya daba por
muerto. “Oye, siento mucho lo que haya pasado... ¿Caroline, no?
Piensa que ahora al menos no estará sufriendo...” intentó
consolarla Ricardo. Pero los ojos que antaño habían parecido
muertos de la joven se encendieron con ira. Nunca había presenciado
tal situación. Saber que el odio va dirigido a ti, pero ser incapaz
de seguir la dirección de unos ojos que miraban al infinito. De
hecho, él se planteaba realmente si la niña estaba enfadada con él
o con el mundo en sí. No fue muy difícil salir de dudas: a los
pocos segundos, a tientas, la pequeña intentó abalanzarse sobre él
y se puso a golpearle, cada vez con menos fuerza, hasta caer rendida
y lamentar algo que aún desconocía en el suelo. “¡Me
engañasteis!” chillaba Caroline. “¡Mentisteis embusteros, no
buscabais más que reíros de mí! ¡Burlaros de mi situación!”.
Los gritos de desahogo de la niña se oían a manzanas de distancia,
y ello llamó la atención de mucha gente. En poco tiempo, Ricardo y
él estaban rodeados por una turba que los miraba con odio y
desprecio. Se oían susurros, todos referentes a enfermedades
sexuales, violaciones, agresiones y demás (quizás el abandonado
aspecto de la niña daba tal impresión), cosa que lo ponía de los
nervios. No porque lo asociasen a él con tales actos repulsivos,
sino porque ya conocía como reaccionaba Ricardo ante tales
acusaciones; su pasado no había sido tan bonito como el de otros
niños ricos. A algunos sus padres los mimaban un poco más de lo
normal, y no siempre de la forma inocente que se espera de alguien
que ejerce la función paterna.
...
Aún
hundido en un profundo letargo provocado por la falta de comida y
motivación para vivir, Julius fue capaz de oír los gritos de una
voz familiar. “¿Mamá?”
pensó. Pero sabía que era obvio que no: su madre había muerto
tiempo atrás. Pero esa voz femenina le era excepcionalmente
familiar, sabía que la había oído, sabía que era alguien a quien
había tenido mucho aprecio. Era una persona que había dado por
muerta aún sin tener la certeza de si lo estaba, solo por el hecho
de no querer imaginarse que tuviese que soportar una situación peor
a la suya. “Caroline.”
supo entonces. Y, revitalizado por el impulso de descubrir si su
amiga seguí viva, empezó a intentar salir del cubo de basura en el
que llevaba metido desde aquel momento en el que intentó abandonar
la seguridad del callejón para buscar la ayuda de una guardia que se
mostró inflexible con su inocente, solitario, resentido y efímero
amigo. O fue una tarea fácil, estaba debilitado en exceso por los
días de inactividad que llevaba u cuerpo, no solo a nivel físico
debido a estar metido en la misma posición durante días en un lugar
tan reducido, sino también por la falta de trabajo de su organismo:
llevaba días sin comer, y casi los mismos sin requerir el defecar o
semejantes; los restos pútridos en los que antes había estado lleno
el cubo ahora ya habían tomado una esencia a muerte que inundó su
boca esa última vez que intentó llevarse algo a la boca. El cubo
cayó al suelo con él dentro debido a los bruscos (no eran en
realidad más que ligeros bamboleos, pero para el estado del niño
eran dignos de un seísmo de gran magnitud) movimientos ocasionados
por los nervios inducidos por la voz de Caroline en su interior, que
le invitaba, aunque de una forma lamentablemente nerviosa, a ir a
buscarla. En cuanto su cuerpo se liberó de las ataduras de aquella
su cárcel, se levantó. No sin fuertes mareos, avanzó a tientas
hacia la luz que asomaba al final del callejón. “¡Caroline!
¡Caroline! ¿Dónde estás?” gritaba desalmado, tan fuerte como su
maltrecho organismo se lo permitía. Tambaleandose avanzó por la
calle, chocando con gente que se dirigía hacia una desordenada turba
que al parecer rodeaba a unas personas. Se oían gritos y amenazas
contra un supuesto violador, y entonces entendió que sucedía: su
amiga estaba en peligro.
…
Sin
levantarse del suelo, Caroline siguió gritando, confusa, el nombre
de su amigo mientras le buscaba entre los gritos y olores de la
turba. Estaba segura de haber oído su voz, ese histérico gritar tan
característico, ahogado por los gritos de la conmocionada mole de
desorganizadas personas que, sin estar seguros de lo que sucedía, se
habían puesto a amenazar a los hombres que la habían acompañado.
“No me mintieron, solo se
equivocaron.”
pensó. Ella había desconfiado, pero no había caído en que sus
captores no tenían por qué acordarse perfectamente de cual era el
callejón dónde la habían encontrado. Mientras ella llamaba a
Julius, la voz hablaba, intentaba justificarse. “La niña busca a
un amigo perdido, ” gritaba la voz, “solo estamos aquí para
ayudarla.”. Al parecer por los ruidos y el reciente olor a sangre,
alguien había callado a la voz. Un grito grave, capaz de aterrar al
mejor plantado, se alzó sobre la turba, callándola al instante. Oyó
como se desenfundaba una pistola, y momentos después reinó el caos.
El olor a pólvora inundaba la zona, y ella seguía oyendo los
débiles gemidos de Julius acercarse. Gritando, intentó avisar a la
voz de que olía su amigo, de que le oía, de que sentía que se
acercaba. Sin darse ella cuenta, de repente se encontró con que
alguien la llevaba en brazos, diciéndole que no se preocupase, que
todo había salido bien. Podía sentir el temblar de su voz, había
sentido crujir el alma al quebrarse. Algo no era verdad en esas
palabras, pero ahora ella era capaz de oír a Julius mucho más
cerca, y con eso le bastó para dejarse llevar por un profundo sueño.
…
Molesto por las palabras de esos ignorantes que los rodeaban, Ricardo
se puso a empujar a toda la gente que intentaba acercarse a ellos.
Incapaz de deshacerse del gentío que les rodeaba, se contentaba con
mantenerlos un poco alejados. No tenían ni idea de quiénes eran
ellos, no sabían ni siquiera por qué lloraba la niña, pero aún
así lo primero que se les había venido a la cabeza había sido el
acusarlos de violación. Se notaba que no tenía ni idea de quienes
eran ellos, pues sabrían al menos que eso era algo para lo que no
estaban capacitados. Aún así, los oscuros recuerdos de su infancia
le atormentaban cada vez que se le nombraban temas similares, y esos
recuerdos se convertían en una pasional y ardiente ira que le
inundaba, embotando su razón y estirando sus capacidades físicas
hasta límites insospechados. Los empujones a la gente descontrolado
se acrecentaron gradualmente, y al poco rato se convirtieron en duros
golpes, huesos quebrados en inclusa más de una vida perdido junto a
la integridad del cuello de uno. De repente, decidió mirar como se
encontraban su amigo y la niña, y descubrió que éste había
conseguido encontrar al niño. Tras ver como lo abrazaba y le
explicaba al joven lo que tenía que hacer, llegó el momento en el
que su compañero se giró hacia él y le hizo la señal. Con una
triste sonrisa de complicidad, más pura que cualquier cosa que jamás
hubiese presenciado un ser humano, respondió a ese mensaje,
pidiéndole un último favor. Tras recibir su aprobación, no tardó
ni medio segundo en desenfundar la pistola que llevaba en el cinto y
ponerse a repartir disparos a diestro y siniestro.
Aunque no era algo de lo que se sintiese excesivamente orgulloso,
matar era algo que Ricardo hacía excesivamente bien, casi tan bien
como salvar vidas. Sin necesidad de mucho tiempo ya se había
deshecho de los pesos pesados de la turba, volándoles a ambos los
sesos con un certero disparo que atravesó sus nucas limpiamente. Aún
así, la acumulación de gente era algo contra lo que no podía. No
tardaron en llegar todavía más personas, que le rodearon y, en poco
tiempo (cosa que no significa sin esfuerzo ni sin más muertes de por
medio) consiguieron reducirlo. Antes de caer, Ricardo se había
llevado con él, además de esos dos hombres que ya hemos nombrado, a
unas cuantas mujeres que desesperadas se habían lanzado sobre él
para intentar, en vano, vengar la muerte de sus maridos, hermanos e
hijos. Las complicaciones llegaron cuando llego la patrulla ciudadana
armada. Aún sin entrenamiento alguno, un francotirador medianamente
decente podría haberse encargado de Ricardo en un momento, con un
tiro que ni siquiera necesitaba ser excesivamente certero para acabar
con su objetivo. Y así lo hizo Mathieu Ouvre.
…
Hasta que no vio a aquél cuerpo caer inerte, sin vida, sin rastro de
aquella violenta vitalidad que segundos antes le había definido, no
se dio cuenta de lo verdaderamente fina que era la línea que
separaba la vida de la muerte. El suceso más ínfimamente
insignificante podría significar para alguien el fin de una travesía
a través de un mundo que no siempre tenía por qué habérsele
presentado tal y como era, el fin de una vida de mentiras. O también
podía significar el fin de un jovial trayecto durante el cual, uno,
sin interesarse más que por los que le rodeasen, hubiese disfrutado
de cada pequeña cosa que hubiese presenciado con anterioridad. Pero,
en resumidas cuentas, hubieses sido afortunado o desdichado, la vida
no era algo que uno pudiese amurallar para proteger. Cruzando la
calle, un coche dirigido por un alocado conductor roza tu brazo a una
velocidad superior a los cien kilómetros por hora cuando en vez de
el brazo podría estar rozando los restos de tu hígado machacado por
las ruedas y el peso del vehículo. Esa bala que intentaste dirigir
al guardia que te impedía tomar posesión de aquella comida que tu
familia necesitaba acaba alojada en el corazón de una madre que,
acompañada de una joven criatura de aproximadamente cinco años,
solo había salido cinco minutos para comprar la misma comida que tú
intentabas robar. El encargado de la manutención del avión que te
llevará de vuelta a casa para así poder disfrutar de un merecido
descanso y el cumpleaños de tu hermana pequeña, a la cual no ves
desde hace meses, ha olvidado un minúsculo detalle, que provoca un
desastroso accidente en el que sucumbes a las corrientes tras luchar
durante horas por mantenerte con vida en el océano al que has caído.
Pero no queremos ver esto. ¿Para qué? Mejor pensar que todo irá
siempre según lo planeado, que mañana podremos ir a comprar el pan
a las ocho de la mañana, que tendremos clase con ese profesor que
tanto te ha motivado durante las clases, que nuestras costumbres son
nuestras, y así quedarán siempre. No concebimos como posible la
idea de que el padre de la panadera muera troceado por un loco que
veía en sus carnes el apetecible manjar que, desde cierto punto de
vista, siempre había sido. No pensamos que ese profesor pueda perder
aquello que lo inspiraba, que pueda perder su fe en los alumnos, que
pueda perder su pasión en la enseñanza. Y ya nos hemos quedado sin
pan y sin motivación. Esa absurda idea de costumbre eterna que
tenemos, de que todo es rutinario y nunca cambia, es algo que nos
distancia cada día más de la imprevisibilidad que siempre ha
caracterizado a la humanidad. Tanto para lo bueno como para lo malo,
si hay algo que ha marcado nuestro camino es que siempre había un
imprevisto que saltaba en nuestro camino. La invención de la rueda
fue una revolución. El descubrimiento del fuego nos hizo ver lo
bondadosa y cruel que podía ser la naturaleza a la vez. Y la
estupidez humana nos hizo creer que con un sistema como el
democrático que tanto hemos defendido se podía llegar a buen
puerto.
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