Thursday 4 December 2014

Despertar: (5) Sistema

Capítulo 5: Sistema

There's a time when the operation of the machine becomes so odious, makes you so sick at heart, that you can't take part; you can't even passively take part, and you've got to put your bodies upon the gears and upon the wheels, upon the levers, upon all the apparatus, and you've got to make it stop. And you've got to indicate to the people who run it, to the people who own it, that unless you're free, the machine will be prevented from working at all!" - Mario Savio

Después de tomar aire, el tío Glenn empezó a hablar. -“Eres cómo tu padre,”-dijo con cierto tono pedante.-“impulsivo, de los que actúan, corrigen dos minucias y repiten, de luchar por lo que quieres sin pensar en que es más fácil convencer al resto para que también lo quieran, en pocas palabras, un soñador falto de verdadera convicción, falto de la visión necesaria para saber cuando conviene hacer una u otra cosa.”-rió un poco antes de suspirar. Quizás por nostalgia, quizás por el mero hecho de burlarse de Julius.-“Yo también era cómo él, como tú. Puede que creas que fuiste el más afectado por la muerte de tu padre, pero olvidas que antes de ser tu padre fue mi hermano, y eso es algo que, por desgracia, no has llegado a conocer. Cómo mi hermano mayor, fue mi mentor. Aprendí tanto de él como con él. Una vez llegados al mismo punto, sus errores me afectaban de la misma manera que sus logros. Luchamos juntos por una causa común que ahora tú compartes.”
Al escuchar hablar de su padre, no pudo evitar interrumpir a la autoritaria figura de Lord Ashford. -“Me alegro de que al menos no hayas perdido el control de los tiempos verbales tal y cómo lo perdiste con el de tu alma y su lucha por la única causa justa que has perseguido en tu vida. Esa lucha no es más que el pasado. ¿Lograste algo?”-
Riendo a carcajadas tales que resonaban en la enorme y hueca sala, su tío le respondió. - “Sabía que dirías algo así. Por suerte, te he salvado, otorgándote la oportunidad de pensar antes de actuar. Yo nunca dejé la lucha. De hecho, considero mucho más meritorio lo que he hecho yo que lo que intentó llevar a cabo tu padre. Después de aquel incidente en Times Square, algunos dejamos la lucha que ahora decido llamar pasiva para pasar a la activa. Déjame explicártelo. Normalmente, verías a la lucha activa cómo el ataque físico, la destrucción, el cambio, la reacción a la acción tiránica. Pero desde el momento en que eso dejó de funcionar, pasó a ser otra de las muchas manifestaciones, con las cuales sólo conseguíamos ganar adeptos con ansias de sangre, sin importar cuál fuese la razón. Y eso nunca fue lo que buscamos: nunca encontramos placer en la matanza, ni en la lucha; solamente queríamos alzar nuestras voces al unísono y llegar al corazón de todos, queríamos que nos entendiesen, queríamos que todos abriesen los ojos como nosotros lo habíamos hecho. Pero nunca debimos permitirnos llegar hasta tal punto. La mitad de la gente que se nos unía no compartía nuestros intereses; decían compartir nuestro “odio”, pero no se daban cuenta de que lo nuestro no era tal cosa. Solo teníamos el deseo de un mundo mejor, y con medio millar de hombres pútridos carcomidos por el odio a un sistema que ni siquiera comprenden nuestra idea nunca se expandiría tal y como queríamos. No niego que mi hermano, tu padre, conociese la razón por la que luchábamos, pero no quiso ver ésto, y decidió mantener su método agresivo que, por muy violento que fuese, era pasivo. La guerra de verdad pasó a ser mental, política, filosófica. No podíamos ganarle a un sistema consumista desde lo “físico” por así llamarlo, ya que es ese su fuerte. No es un punto débil. Que demuelas su edificio hace que se nos vea cómo a alguien que no respeta el trabajo de miles de obreros que trabajaron codo con codo con la más respetable de las intenciones, cómo por ejemplo mantener a su familia con vida, no cómo que destruimos al símbolo de lo que nos oprimía. Me paré a pensar. “¿A dónde cojones nos lleva esto?” me pregunté. Dímelo sobrino. Inténtalo. No, no lo hagas. Sé que eres incapaz, porque sigues pensando que no hago más que hablar y hablar mientras “amantes de la causa” cómo tu padre yacen pudriéndose con los gusanos que también consumieron a tu hermana al poco de nacer. Esa pausa hizo que volviese a la lucha con mucha más fuerza que antes. Me dí cuenta de que uno no puede destruir un sistema, uno no puede destruir un mundo. Comparemos al mundo con un reloj. Nosotros solo somos una pieza. Lo queramos o no, una pieza del reloj no puede destruirlo. Como mucho puede dejar de funcionar, parando el sistema temporalmente, hasta que se la arregle o sea sustituida de forma fugaz. Pero no hay forma de que el fallo de una pieza cambie al reloj. Para eso es necesario que todas fallen. Pero, obviamente, las piezas no van a fallar porque sí. ¿Cuándo llega el momento de cambiar tu reloj por uno nuevo? Cuando te es más barato comprar uno nuevo que arreglarlo. Para conseguir el fallo de las piezas suficientes cómo para que sea necesario cambiar el reloj, necesitas que ellas también quieran cambiarlo, sin importar si el cambio podría hacer que pasasen de ser la aguja del reloj a ser la cadena que lo ata a tu bolsillo. ¿Y cómo hacerlo? Mediante el uso de un arma a gran escala, de un arma infecciosa, de un arma que se expanda por sí misma, que no necesite ser disparada, porque ella sola saldrá a la luz. Encontrar ese arma ideal me llevó mucho tiempo, pero ya la he descubierto. ¿Sabes cuál es? Seguramente sí, pero nunca has pensado en ella cómo lo que verdaderamente es, el poder más devastador: la idea. Nada más. Sólo una idea, y podrás cambiar el mundo. Consigue que tu idea sea más poderosa que cualquier otra enfermedad jamás conocida, porque no dudes de que será tratada cómo tal. La tortura, la opresión, las palizas y los golpes, no son para que dejemos de atacar. Son para que dejemos de pensar. Para que aceptemos, para que nos arrodillemos, para que asintamos sin dudarlo. Diles que no, deja de darle a quiénes no son tus enemigos razones para serlo, y usa el arma más mortífera a tu alcance: convéncelos de que tienes razón. Nadie tiene una voluntad lo suficientemente fuerte cómo para negarse a algo que es obvio. Lucha por encontrar qué hace obvio a tu idea, o al menos por encontrar algo que haga que lo parezca a ojos de los necios que la niegan. Y entonces el mundo será tuyo. Si todas las piezas del reloj deciden pararse, tendremos que dejarnos de Rolex y comprarnos un puto Swatch. O fabricar uno nuevo y desconocido, pero habrá que cambiar, que es lo importante.”-


Manifiesto de Sinfín de Ciclo

Nos han engañado. Llevan siglos haciéndolo, así que no espero que sea nada que nos sorprenda, pero aún así, me veo en la necesidad de anunciarlo. Hoy, día 21 de Diciembre de 2012, veo que no ha cambiado absolutamente nada. Todo sigue exactamente igual. Inmutable, este mundo se ha quedado estancado, paralizado, quieto, incapaz de avanzar. Me apena descubrir que he sido incapaz de valorar semejante no-suceso hasta que llegó el día en el que se advirtió que todo iba a cambiar. El mundo tal y como nuestra limitada percepción lo conocía iba a acabar, nuestra civilización desaparecería dejando tras de sí una traza de excelencia y crímenes irracionales a la vez, nada volvería a ser cómo antes. Mientras, otros nos intentaban vender la moto de la revolución de valores, del fin de una época de tinieblas mentales en la que el uso de la razón se veía limitado al sí y al no, olvidándonos del pensar como acto y costumbre a favor de la concepción de “ejercicio” en la que lo tenemos. Pero repito: nada, absolutamente nada, ha cambiado. He vuelto a coger el metro en la misma estación que seguía estando a dos minutos de mi casa, he vuelto a tener que irremediablemente esperarlo durante cerca de tres minutos que se han convertido en tres de los más largos de mi vida otra vez, y me he vuelto a sentar en un lugar extremadamente incómodo que me destroza cada parte cuya existencia soy capaz de sentir de mi espalda. Mi metódica pero apasionada lectura se vio inevitablemente interrumpida de forma constante por un niño qué, para variar, jugaba de forma molesta e ininterrumpida a mi lado. Otra vez he vuelto a enamorarme de otra bella sonrisa también única en el metro, a caer presa de otros ojos en cuya inmensidad uno podía ahogarse sin ser oído por nadie. Otra vez he vuelto a cruzar miradas con un desconocido, a batallar por el dominio del vagón, como si de un duelo de esgrima se tratase, pero nada más. Nada ha cambiado, todo sigue igual. Y la verdadera duda es... ¿sigue bien?
Todos nos planteamos cómo estamos ahora mismo, cuál es la situación actual. Desde la infinita comodidad de nuestro cómodo sofá, disfrutando de un Bailey's junto al agradable calor que irradia sin parar la estufa, acompañados de nuestra calurosa familia o aquellos fieles amigos, nos quejamos de lo mal que está aquello que llamamos “el sistema”. De lo jodidos que estamos, del poder que tienen “los de arriba” y de la opresión que ejercen aquellos sobre “los de abajo”. Y, sin dudarlo, para lo que nos conviene nos incluimos pasional y efímeramente en ese grupo que son “los de abajo”, pero a la hora de salir a la calle o luchar por ello desde el soporte ideológico, a la hora de representar todas esas actitudes con las que nos oponemos a lo implantado a la fuerza, aquello sobre lo que tan tertulianamente hemos discutido sin llegar casi nunca a ningún cabo concreto, nos sentamos en nuestro sofá, admirando secretamente la valentía de los pocos que luchan honradamente, criticando a las “bestias descontroladas” que se han desatado en un ataque de ira, mientras nos tomamos ese insípido café matutino que tragamos ya no por despertarnos o tener algo en el estómago sino por costumbre, para después ir a trabajar sin saber si serás recibido, sin saber si podrás llevar a cabo tu trabajo, e incluso ir a dirigir, posiblemente, a muchos de “los de abajo”.
Mientras, ¿qué pensaran los de arriba? Si yo fuese ellos, no podría evitar sacar tajada de lo que pudiese, fingir que intento solucionar algo y marcharme lo antes posible. ¿Por qué diréis? ¿Por qué incitas a la corrupción? Yo os pregunto antes: ¿Qué esperáis que haga alguien incapaz? Habéis elegido a un gobernante que nunca ha demostrado ninguna cualidad que avalara sus capacidades. Y no es ni la primera ni la última vez que un inútil gobierna. Porque, al igual que el mundo, la democracia no cambia. Siempre son los mismos los que se presentan y son los mismos los que votan. Se presentan una panda de idiotas como los posibles organizadores de nuestro futuro (y yo me pregunto ¿por qué? ¿por qué se presentan si son incapaces de organizar sus propios discursos, de organizar su propia vida?). Sin lugar a dudas, alguien debería revocarle el derecho a presentarse a gobernar a semejante ser inepto, a semejante payaso. Esa gente no se ha ganado su puesto más que con mentiras, con engaños, con peloteo y algún que otro favor a la gente “correcta”. Sin lugar a dudas, “los de arriba” no pueden gobernar, y por una razón muy simple: no tienen las capacidades para hacerlo.
Y nosotros, tan idiotas o más que ellos, les votamos, les elegimos, les señalamos constantemente como imagen de líder. Botamos de alegría y votamos de estupidez, para más tarde recurrir a un lenguaje soez. Cuando nos damos cuenta de que hemos votado cómo idiotas, cuando nos damos cuenta que hemos votado a idiotas, y cuando, a los cuatro años, volvemos a votar a esos mismos idiotas de la misma estúpida forma, y seguimos sin hacer nada para cambiarlo. Si lo que esperamos del mundo es seguir así, podéis iros todos a la mierda. Nos habría salido mejor la jugada si hoy se hubiese acabado el mundo, al menos estoy seguro que algo, por ínfimo que fuese, habría cambiado.
Llegados a este punto, de verdad me pregunto; ¿qué estamos haciendo con nuestras vidas? Luchamos por el derecho a elegir, rogamos el derecho a elegir y si hace falta besamos el culo de quién sea, pero siempre por el derecho a elegir, y una vez creemos que nos lo han dado dejamos de besar culos para festejar que nos lo han dado, sin darnos cuenta de que en realidad lo que se ha conseguido es la falsa sensación de elección, la falsa sensación de poder y la falsa meditación antes de elegir aquello sobre lo que nunca realmente elegiremos. Pedimos una “democracia real”, pedimos una lucha, pedimos la verdad, que se dejen de engaños. Y aún así, vamos a volver a colocarlos ahí arriba. Porque no hay demócratas reales, quizás ni la democracia personificada lo sería, porque no hay una lucha si un bando no quiere ni responde, entonces no son más que ataques, porque no hay una verdad, sino muchas, y nos conformamos con la primera que se nos ponga delante sin intentar ir un paso más allá, porque no queremos que nos mientan pero somos los primeros en vestir la verdad de mentira para que sea más digerible. Quizás alguien debería revocar, además de su derecho a gobernar, el nuestro a votar. Porque es ésa la combinación que ha devastado inexorablemente a la sociedad. Nuestra eterna gilipollez nos guía a seguir cometiendo crímenes contra el intelecto, insultos a la razón, a cagarnos en todo lo que podría considerarse humanamente concebible. Y los pocos que despiertan de ese letargo mental no hacen nada. En lugar de levantarse y empezar a buscar una de las muchas soluciones con las que seguramente contamos, solo le piden a la razón, verdugo de su siesta mental, el despertador, cinco minutos más, cayendo así en el autoengaño, en el burlarse de uno mismo, en la mentira propiamente dicha.
Así que aprendamos a hacer las cosas bien. Aprendamos a confiar en quién hay que confiar, aprendamos a luchar por quien encontramos necesario luchar, aprendamos a defender lo que queramos defender, enfrentémonos al temor de despertar y descubrir que lo que hay ahí no nos gusta. Dejémonos de una vez por todas de elegir por conformidad algo que no es tan bueno como lo que necesitamos solo por ser un mal menor en un mar de crímenes contra la humanidad. Trabajemos por lo que de verdad necesitamos. Luchemos por ello. No nos conformemos con un gilipollas como gobernante, luchemos por que quién gobierne sea alguien capaz. Alguien con visión, alguien que nos comprenda a todos y no solo a una mayoría dentro de una minoría.
Quien gobierne tiene que entender la esencia de lo humano, tiene que, necesariamente, comprender ese compañerismo egoísta que nos aúna, tiene que ser capaz de captar cada matiz que hay oculto (y no tanto) en el concepto mismo de humanidad. Tiene que saber describir las no tan perfectas pero sí bellas trazas de nuestro ser, tiene que ser capaz de percibir cada tono, cada ínfima diferencia de cada única y bella voz, tiene que ser capaz de conseguir captar cada ángulo, cada diferencia y cada parecido de toda obra de la humanidad. El gobernador tiene que ser un artista, tiene que comprender y ser un incomprendido, ser al mismo tiempo mirado con recelo pero querido. Tiene que ser de su propia corriente, tiene que seguir sus propias leyes, tiene que ser autónomo. Tiene que querer gobernar y hacerlo por amor al arte de gobernar, al arte de hacer las cosas bien, al arte de trabajar por los demás sin esperar nada a cambio que no sea su bienestar y egoísmo.
Además, el gobernador tiene que ser alguien organizado, alguien con iniciativa, alguien capaz de comprender todo concepto habido y por haber, tiene que esforzarse por encontrar una solución a todos los problemas, tiene que dominar los campos físicos, químicos y matemáticos necesarios para comprender las leyes de nuestro mundo, para así ver en ellas reflejadas parte de lo que podrían ser nuestras propias leyes. Tiene que ser frío y calculador, tiene que seguir una progresión exponencial de avance, tiene que favorecer el avance de la tecnología y la sociedad, el desarrollo de la industria, y tiene que hacer todo ésto estando seguro de lo que hace, entendiendo cada paso que da, corrigiendo cada error cometido, no solo por él, sino por aquellos que le rodean también.
Pero el avance tiene que ser medido, es necesario comprender las leyes de la naturaleza, aquellas que rigen lo que algunos creen que está por encima de nuestro entendimiento. Él tiene que entender que la naturaleza es un sistema como cualquier otro, uno que necesita ser comprendido, uno que ya está en constante equilibrio sin nuestra intervención, y que también lo estará con ella. Porque no somos más que uno de los muchos valores que se toman dentro de ella y, en el fondo, acabaremos tendiendo a cero. Tiene que comprender también la genialidad de la naturaleza en si, la perfección de un sistema que siempre tiende al equilibrio, favoreciendo a unos o a otros siempre de forma puramente arbitraria. Es necesario que entienda que tiene que actuar adecuándose a sus exigencias, porque es la naturaleza la que manda. Es ella la que nos impone muchas de las circunstancias que nos rodean. Por tanto, tiene que llegar al equilibrio entre el avance tecnológico y cumplir con las exigencias naturales para nuestra supervivencia, llegando solo así a ese punto álgido que significaría nuestra supervivencia.
Pero no todos los problemas vienen del exterior. Es necesario que el gobernante conozca la historia, conozca los diferentes sucesos que han envuelto el devenir de nuestra sociedad, las múltiples causas e incontables consecuencias que aúnan. Tiene que saber de cada una de las piedras que hizo tropezar a los grandes líderes, tiene que saber evitar esos aires de grandeza napoleónicos o ese afán racista hitleriano, tiene que saber hacerse lo suficientemente querido y temido a la vez evitando aquellos extremos que alcanzaron todos los que fracasaron en su camino a la gloria. Tiene que ser capaz de liderar, de ser ejemplo y al mismo tiempo ilustrar a todos con ellos, es necesario que tenga ese carisma que a todos atrae e intimida a la vez tan característica de los líderes.
Además, es necesario que la intención de gobernar nazca del alma, del interior, tiene que ser un impulso. El ansia de gobernar es algo que a uno se le revela de forma repentina, cuando menos lo planea, y aunque no de forma dominante, uno de los impulsos ha de ser el sentimiento de superioridad. Pero no de una superioridad malsana, sino una que busca igualar al resto al nivel de uno mismo, una superioridad paternal, como la de un padre que educa a su hijo o la de un pastor que busca guiar a las ovejas de su ramado por el camino correcto. Además, es necesario que el aspirante a gobernante tenga ese afán por el poder, ese ansia por liderar, por gobernar, por decidir, que le impulse a luchar con ahínco por todo lo que de verdad le importa: hoy, el poder sobre su pueblo, mañana, el poder de su pueblo sobre el resto, el mes siguiente, unir a todos los pueblos bajo un mismo mandato justo y equitativo que no distinga orígenes, causas ni genética. Un gobierno que ofrezca igualdad de oportunidades, y de nada más.
En resumen, hay que cambiar nuestro nivel de exigencia: un gobernador es alguien que se va a encargar del futuro de un colectivo de personas tan amplio que exigirle todos los puntos de vista es lo mínimo que podemos hacer por nuestro bien, y por el suyo también. Un gobernante capaz de todo para liderarnos a través de lo que se cruce. Un gobernante que pueda ser considerado, tanto por sí mismo como por nosotros sus súbditos, superior.


El mundo industrial (y con él lo que conocíamos como “primer mundo” o “mundo desarrollado”) tuvo la oportunidad de cambiar, se le facilitaron las herramientas necesarias que, de no ser por aquél “súbito” golpe de estado, habrían triunfado a nivel internacional. Empezó como una idea joven y revolucionaria en una pequeña sede de una empresa de construcción española; el contrato por objetivos en su más pura forma, promulgado por la buena fe en lugar de la reticencia al pago. Se asentó una base alternativa que, con el paso del tiempo, se podría haber convertido en el estándar universal. Un contrato en el que lo único que se aseguraba al trabajador era el sueldo mínimo, un contrato con el cual aquellos que se dejasen el pellejo trabajando para salir adelante fuesen premiados, y aquellos que no lo hiciesen tendrían siempre la oportunidad de volver a hacerlo. Premiar a los obreros por acabar antes una obra; premiar a los organizadores por reducir costes, aumentando beneficios y sin perder el factor humano que tenía que caracterizarlos; premiar a los jefes por ser capaces de ayudar a la plantilla no solo de forma psicológica, sino también social; en definitiva, asegurarse de que lo que cada uno ganaba era fruto del propio esfuerzo, y que el único límite era aquél asentado por el mismo sujeto.
Los inicios fueron simples: un estudiante recién graduado tuvo la idea que, aunque al inicio fue mirada con escepticismo, no tardó en agradar a los afectados. La base de la idea no era solo provocar un aumento de la productividad en base a pagar más por el trabajo mejor hecho, sino también a la vez incitar a la formación a cambio de premiar un mayor elenco de habilidades y, a la vez, posibilidades. El hecho de que a uno le pagasen por mejorar como persona, por culturizarse, por aprender idiomas, ligados a unas campañas de expansión (o, como preferían llamarlo los líderes económicos europeos, de infección) en las que eran los mismos empleados los que se ganaban un tiempo de trabajo ya fuese en el extranjero o en otras sedes nacionales, en las cuales promulgaban las grandes ventajas de las que disfrutaban con el nuevo modelo de contrato que se les había ofrecido, incitando a los sindicatos a exigir cosas similares (siempre dentro de sus posibilidades), provocando una presión que provocó una segunda revolución industrial limitada a los territorios español y portugués. Las pocas décadas que duró ese auge no se debieron a un decaimiento natural de la idea en cuanto dejó de ser una innovación para convertirse en aquello común a todos; el proceso fue cortado de cuajo por aquellos a los que no les interesaba el enriquecimiento mutuo de las clases alta, media y baja. A pesar de que aquello no significaba en ningún momento un peligro para la existencia de ninguna (siendo obvio que los límites entre éstas seguirían bien delimitados, sin llegar nunca a difuminarse), el mero hecho de pensar en actuar de forma justa, la minúscula idea de no tener más y más cuanto antes, sin importar que a la larga reportase mayores beneficios “aquél cáncer comunista”, hizo que se planease la caída de ese posible nuevo sistema que intentaba alzarse. Aunque no se esperaba que con él cayesen primero un país y luego media Europa.

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