Capítulo 5: Sistema
“There's
a time when the operation of the machine becomes so odious, makes you
so sick at heart, that you can't take part; you can't even passively
take part, and you've got to put your bodies upon the gears and upon
the wheels, upon the levers, upon all the apparatus, and you've got
to make it stop. And you've got to indicate to the people who run it,
to the people who own it, that unless you're free, the machine will
be prevented from working at all!"
- Mario Savio
Después de tomar aire, el tío Glenn empezó a hablar. -“Eres cómo
tu padre,”-dijo con cierto tono pedante.-“impulsivo, de los que
actúan, corrigen dos minucias y repiten, de luchar por lo que
quieres sin pensar en que es más fácil convencer al resto para que
también lo quieran, en pocas palabras, un soñador falto de
verdadera convicción, falto de la visión necesaria para saber
cuando conviene hacer una u otra cosa.”-rió un poco antes de
suspirar. Quizás por nostalgia, quizás por el mero hecho de
burlarse de Julius.-“Yo también era cómo él, como tú. Puede que
creas que fuiste el más afectado por la muerte de tu padre, pero
olvidas que antes de ser tu padre fue mi hermano, y eso es algo que,
por desgracia, no has llegado a conocer. Cómo mi hermano mayor, fue
mi mentor. Aprendí tanto de él como con él. Una vez llegados al
mismo punto, sus errores me afectaban de la misma manera que sus
logros. Luchamos juntos por una causa común que ahora tú
compartes.”
Al
escuchar hablar de su padre, no pudo evitar interrumpir a la
autoritaria figura de Lord Ashford. -“Me
alegro de que al menos no hayas perdido el control de los tiempos
verbales tal y cómo lo perdiste con el de tu alma y su lucha por la
única causa justa que has perseguido en tu vida. Esa lucha no es más
que el pasado. ¿Lograste algo?”-
Riendo
a carcajadas tales que resonaban en la enorme y hueca sala, su tío
le respondió. - “Sabía que
dirías algo así. Por suerte, te he salvado, otorgándote la
oportunidad de pensar antes de actuar. Yo nunca dejé la lucha. De
hecho, considero mucho más meritorio lo que he hecho yo que lo que
intentó llevar a cabo tu padre. Después de aquel incidente en Times
Square, algunos dejamos la lucha que ahora decido llamar pasiva para
pasar a la activa. Déjame explicártelo. Normalmente, verías a la
lucha activa cómo el ataque físico, la destrucción, el cambio, la
reacción a la acción tiránica. Pero desde el momento en que eso
dejó de funcionar, pasó a ser otra de las muchas manifestaciones,
con las cuales sólo conseguíamos ganar adeptos con ansias de
sangre, sin importar cuál fuese la razón. Y eso nunca fue lo que
buscamos: nunca encontramos placer en la matanza, ni en la lucha;
solamente queríamos alzar nuestras voces al unísono y llegar al
corazón de todos, queríamos que nos entendiesen, queríamos que
todos abriesen los ojos como nosotros lo habíamos hecho. Pero nunca
debimos permitirnos llegar hasta tal punto. La mitad de la gente que
se nos unía no compartía nuestros intereses; decían compartir
nuestro “odio”, pero no se daban cuenta de que lo nuestro no era
tal cosa. Solo teníamos el deseo de un mundo mejor, y con medio
millar de hombres pútridos carcomidos por el odio a un sistema que
ni siquiera comprenden nuestra idea nunca se expandiría tal y como
queríamos. No niego que mi hermano, tu padre, conociese la razón
por la que luchábamos, pero no quiso ver ésto, y decidió mantener
su método agresivo que, por muy violento que fuese, era pasivo. La
guerra de verdad pasó a ser mental, política, filosófica. No
podíamos ganarle a un sistema consumista desde lo “físico” por
así llamarlo, ya que es ese su fuerte. No es un punto débil. Que
demuelas su edificio hace que se nos vea cómo a alguien que no
respeta el trabajo de miles de obreros que trabajaron codo con codo
con la más respetable de las intenciones, cómo por ejemplo mantener
a su familia con vida, no cómo que destruimos al símbolo de lo que
nos oprimía. Me paré a pensar. “¿A dónde cojones nos lleva
esto?” me pregunté. Dímelo sobrino. Inténtalo. No, no lo hagas.
Sé que eres incapaz, porque sigues pensando que no hago más que
hablar y hablar mientras “amantes de la causa” cómo tu padre
yacen pudriéndose con los gusanos que también consumieron a tu
hermana al poco de nacer. Esa pausa hizo que volviese a la lucha con
mucha más fuerza que antes. Me dí cuenta de que uno no puede
destruir un sistema, uno no puede destruir un mundo. Comparemos al
mundo con un reloj. Nosotros solo somos una pieza. Lo queramos o no,
una pieza del reloj no puede destruirlo. Como mucho puede dejar de
funcionar, parando el sistema temporalmente, hasta que se la arregle
o sea sustituida de forma fugaz. Pero no hay forma de que el fallo de
una pieza cambie al reloj. Para eso es necesario que todas fallen.
Pero, obviamente, las piezas no van a fallar porque sí. ¿Cuándo
llega el momento de cambiar tu reloj por uno nuevo? Cuando te es más
barato comprar uno nuevo que arreglarlo. Para conseguir el fallo de
las piezas suficientes cómo para que sea necesario cambiar el reloj,
necesitas que ellas también quieran cambiarlo, sin importar si el
cambio podría hacer que pasasen de ser la aguja del reloj a ser la
cadena que lo ata a tu bolsillo. ¿Y cómo hacerlo? Mediante el uso
de un arma a gran escala, de un arma infecciosa, de un arma que se
expanda por sí misma, que no necesite ser disparada, porque ella
sola saldrá a la luz. Encontrar ese arma ideal me llevó mucho
tiempo, pero ya la he descubierto. ¿Sabes cuál es? Seguramente sí,
pero nunca has pensado en ella cómo lo que verdaderamente es, el
poder más devastador: la idea. Nada más. Sólo una idea, y podrás
cambiar el mundo. Consigue que tu idea sea más poderosa que
cualquier otra enfermedad jamás conocida, porque no dudes de que
será tratada cómo tal. La tortura, la opresión, las palizas y los
golpes, no son para que dejemos de atacar. Son para que dejemos de
pensar. Para que aceptemos, para que nos arrodillemos, para que
asintamos sin dudarlo. Diles que no, deja de darle a quiénes no son
tus enemigos razones para serlo, y usa el arma más mortífera a tu
alcance: convéncelos de que tienes razón. Nadie tiene una voluntad
lo suficientemente fuerte cómo para negarse a algo que es obvio.
Lucha por encontrar qué hace obvio a tu idea, o al menos por
encontrar algo que haga que lo parezca a ojos de los necios que la
niegan. Y entonces el mundo será tuyo. Si todas las piezas del reloj
deciden pararse, tendremos que dejarnos de Rolex y comprarnos un puto
Swatch. O fabricar uno nuevo y desconocido, pero habrá que cambiar,
que es lo importante.”-
…
Manifiesto
de Sinfín de Ciclo
Nos han engañado. Llevan siglos haciéndolo, así que no espero que
sea nada que nos sorprenda, pero aún así, me veo en la necesidad de
anunciarlo. Hoy, día 21 de Diciembre de 2012, veo que no ha cambiado
absolutamente nada. Todo sigue exactamente igual. Inmutable, este
mundo se ha quedado estancado, paralizado, quieto, incapaz de
avanzar. Me apena descubrir que he sido incapaz de valorar semejante
no-suceso hasta que llegó el día en el que se advirtió que todo
iba a cambiar. El mundo tal y como nuestra limitada percepción lo
conocía iba a acabar, nuestra civilización desaparecería dejando
tras de sí una traza de excelencia y crímenes irracionales a la
vez, nada volvería a ser cómo antes. Mientras, otros nos intentaban
vender la moto de la revolución de valores, del fin de una época de
tinieblas mentales en la que el uso de la razón se veía limitado al
sí y al no, olvidándonos del pensar como acto y costumbre a favor
de la concepción de “ejercicio” en la que lo tenemos. Pero
repito: nada, absolutamente nada, ha cambiado. He vuelto a coger el
metro en la misma estación que seguía estando a dos minutos de mi
casa, he vuelto a tener que irremediablemente esperarlo durante cerca
de tres minutos que se han convertido en tres de los más largos de
mi vida otra vez, y me he vuelto a sentar en un lugar extremadamente
incómodo que me destroza cada parte cuya existencia soy capaz de
sentir de mi espalda. Mi metódica pero apasionada lectura se vio
inevitablemente interrumpida de forma constante por un niño qué,
para variar, jugaba de forma molesta e ininterrumpida a mi lado.
Otra vez he vuelto a enamorarme de otra bella sonrisa también única
en el metro, a caer presa de otros ojos en cuya inmensidad uno podía
ahogarse sin ser oído por nadie. Otra vez he vuelto a cruzar miradas
con un desconocido, a batallar por el dominio del vagón, como si de
un duelo de esgrima se tratase, pero nada más. Nada ha cambiado,
todo sigue igual. Y la verdadera duda es... ¿sigue bien?
Todos nos planteamos cómo estamos ahora mismo, cuál es la situación
actual. Desde la infinita comodidad de nuestro cómodo sofá,
disfrutando de un Bailey's junto al agradable calor que irradia sin
parar la estufa, acompañados de nuestra calurosa familia o
aquellos fieles amigos, nos quejamos de lo mal que está aquello que
llamamos “el sistema”. De lo jodidos que estamos, del poder que
tienen “los de arriba” y de la opresión que ejercen aquellos
sobre “los de abajo”. Y, sin dudarlo, para lo que nos conviene
nos incluimos pasional y efímeramente en ese grupo que son “los de
abajo”, pero a la hora de salir a la calle o luchar por ello desde
el soporte ideológico, a la hora de representar todas esas actitudes
con las que nos oponemos a lo implantado a la fuerza, aquello sobre
lo que tan tertulianamente hemos discutido sin llegar casi nunca a
ningún cabo concreto, nos sentamos en nuestro sofá, admirando
secretamente la valentía de los pocos que luchan honradamente,
criticando a las “bestias descontroladas” que se han desatado en
un ataque de ira, mientras nos tomamos ese insípido café matutino
que tragamos ya no por despertarnos o tener algo en el estómago sino
por costumbre, para después ir a trabajar sin saber si serás
recibido, sin saber si podrás llevar a cabo tu trabajo, e incluso ir
a dirigir, posiblemente, a muchos de “los de abajo”.
Mientras, ¿qué pensaran los de arriba? Si yo fuese ellos, no podría
evitar sacar tajada de lo que pudiese, fingir que intento solucionar
algo y marcharme lo antes posible. ¿Por qué diréis? ¿Por qué
incitas a la corrupción? Yo os pregunto antes: ¿Qué esperáis que
haga alguien incapaz? Habéis elegido a un gobernante que nunca ha
demostrado ninguna cualidad que avalara sus capacidades. Y no es ni
la primera ni la última vez que un inútil gobierna. Porque, al
igual que el mundo, la democracia no cambia. Siempre son los mismos
los que se presentan y son los mismos los que votan. Se presentan una
panda de idiotas como los posibles organizadores de nuestro futuro (y
yo me pregunto ¿por qué? ¿por qué se presentan si son incapaces
de organizar sus propios discursos, de organizar su propia vida?).
Sin lugar a dudas, alguien debería revocarle el derecho a
presentarse a gobernar a semejante ser inepto, a semejante payaso.
Esa gente no se ha ganado su puesto más que con mentiras, con
engaños, con peloteo y algún que otro favor a la gente “correcta”.
Sin lugar a dudas, “los de arriba” no pueden gobernar, y por una
razón muy simple: no tienen las capacidades para hacerlo.
Y nosotros, tan idiotas o más que ellos, les votamos, les elegimos,
les señalamos constantemente como imagen de líder. Botamos de
alegría y votamos de estupidez, para más tarde recurrir a un
lenguaje soez. Cuando nos damos cuenta de que hemos votado cómo
idiotas, cuando nos damos cuenta que hemos votado a idiotas, y
cuando, a los cuatro años, volvemos a votar a esos mismos idiotas de
la misma estúpida forma, y seguimos sin hacer nada para cambiarlo.
Si lo que esperamos del mundo es seguir así, podéis iros todos a la
mierda. Nos habría salido mejor la jugada si hoy se hubiese acabado
el mundo, al menos estoy seguro que algo, por ínfimo que fuese,
habría cambiado.
Llegados a este punto, de verdad me pregunto; ¿qué estamos haciendo
con nuestras vidas? Luchamos por el derecho a elegir, rogamos el
derecho a elegir y si hace falta besamos el culo de quién sea, pero
siempre por el derecho a elegir, y una vez creemos que nos lo han
dado dejamos de besar culos para festejar que nos lo han dado, sin
darnos cuenta de que en realidad lo que se ha conseguido es la falsa
sensación de elección, la falsa sensación de poder y la falsa
meditación antes de elegir aquello sobre lo que nunca realmente
elegiremos. Pedimos una “democracia real”, pedimos una lucha,
pedimos la verdad, que se dejen de engaños. Y aún así, vamos a
volver a colocarlos ahí arriba. Porque no hay demócratas reales,
quizás ni la democracia personificada lo sería, porque no hay una
lucha si un bando no quiere ni responde, entonces no son más que
ataques, porque no hay una verdad, sino muchas, y nos conformamos con
la primera que se nos ponga delante sin intentar ir un paso más
allá, porque no queremos que nos mientan pero somos los primeros en
vestir la verdad de mentira para que sea más digerible. Quizás
alguien debería revocar, además de su derecho a gobernar, el
nuestro a votar. Porque es ésa la combinación que ha devastado
inexorablemente a la sociedad. Nuestra eterna gilipollez nos guía a
seguir cometiendo crímenes contra el intelecto, insultos a la razón,
a cagarnos en todo lo que podría considerarse humanamente
concebible. Y los pocos que despiertan de ese letargo mental no hacen
nada. En lugar de levantarse y empezar a buscar una de las muchas
soluciones con las que seguramente contamos, solo le piden a la
razón, verdugo de su siesta mental, el despertador, cinco minutos
más, cayendo así en el autoengaño, en el burlarse de uno mismo, en
la mentira propiamente dicha.
Así que aprendamos a hacer las cosas bien. Aprendamos a confiar en
quién hay que confiar, aprendamos a luchar por quien encontramos
necesario luchar, aprendamos a defender lo que queramos defender,
enfrentémonos al temor de despertar y descubrir que lo que hay ahí
no nos gusta. Dejémonos de una vez por todas de elegir por
conformidad algo que no es tan bueno como lo que necesitamos solo por
ser un mal menor en un mar de crímenes contra la humanidad.
Trabajemos por lo que de verdad necesitamos. Luchemos por ello. No
nos conformemos con un gilipollas como gobernante, luchemos por que
quién gobierne sea alguien capaz. Alguien con visión, alguien que
nos comprenda a todos y no solo a una mayoría dentro de una minoría.
Quien gobierne tiene que entender la esencia de lo humano, tiene que,
necesariamente, comprender ese compañerismo egoísta que nos aúna,
tiene que ser capaz de captar cada matiz que hay oculto (y no tanto)
en el concepto mismo de humanidad. Tiene que saber describir las no
tan perfectas pero sí bellas trazas de nuestro ser, tiene que ser
capaz de percibir cada tono, cada ínfima diferencia de cada única y
bella voz, tiene que ser capaz de conseguir captar cada ángulo, cada
diferencia y cada parecido de toda obra de la humanidad. El
gobernador tiene que ser un artista, tiene que comprender y ser un
incomprendido, ser al mismo tiempo mirado con recelo pero querido.
Tiene que ser de su propia corriente, tiene que seguir sus propias
leyes, tiene que ser autónomo. Tiene que querer gobernar y hacerlo
por amor al arte de gobernar, al arte de hacer las cosas bien, al
arte de trabajar por los demás sin esperar nada a cambio que no sea
su bienestar y egoísmo.
Además, el gobernador tiene que ser alguien organizado, alguien con
iniciativa, alguien capaz de comprender todo concepto habido y por
haber, tiene que esforzarse por encontrar una solución a todos los
problemas, tiene que dominar los campos físicos, químicos y
matemáticos necesarios para comprender las leyes de nuestro mundo,
para así ver en ellas reflejadas parte de lo que podrían ser
nuestras propias leyes. Tiene que ser frío y calculador, tiene que
seguir una progresión exponencial de avance, tiene que favorecer el
avance de la tecnología y la sociedad, el desarrollo de la
industria, y tiene que hacer todo ésto estando seguro de lo que
hace, entendiendo cada paso que da, corrigiendo cada error cometido,
no solo por él, sino por aquellos que le rodean también.
Pero el avance tiene que ser medido, es necesario comprender las
leyes de la naturaleza, aquellas que rigen lo que algunos creen que
está por encima de nuestro entendimiento. Él tiene que entender que
la naturaleza es un sistema como cualquier otro, uno que necesita ser
comprendido, uno que ya está en constante equilibrio sin nuestra
intervención, y que también lo estará con ella. Porque no somos
más que uno de los muchos valores que se toman dentro de ella y, en
el fondo, acabaremos tendiendo a cero. Tiene que comprender también
la genialidad de la naturaleza en si, la perfección de un sistema
que siempre tiende al equilibrio, favoreciendo a unos o a otros
siempre de forma puramente arbitraria. Es necesario que entienda que
tiene que actuar adecuándose a sus exigencias, porque es la
naturaleza la que manda. Es ella la que nos impone muchas de las
circunstancias que nos rodean. Por tanto, tiene que llegar al
equilibrio entre el avance tecnológico y cumplir con las exigencias
naturales para nuestra supervivencia, llegando solo así a ese punto
álgido que significaría nuestra supervivencia.
Pero no todos los problemas vienen del exterior. Es necesario que el
gobernante conozca la historia, conozca los diferentes sucesos que
han envuelto el devenir de nuestra sociedad, las múltiples causas e
incontables consecuencias que aúnan. Tiene que saber de cada una de
las piedras que hizo tropezar a los grandes líderes, tiene que saber
evitar esos aires de grandeza napoleónicos o ese afán racista
hitleriano, tiene que saber hacerse lo suficientemente querido y
temido a la vez evitando aquellos extremos que alcanzaron todos los
que fracasaron en su camino a la gloria. Tiene que ser capaz de
liderar, de ser ejemplo y al mismo tiempo ilustrar a todos con ellos,
es necesario que tenga ese carisma que a todos atrae e intimida a la
vez tan característica de los líderes.
Además, es necesario que la intención de gobernar nazca del alma,
del interior, tiene que ser un impulso. El ansia de gobernar es algo
que a uno se le revela de forma repentina, cuando menos lo planea, y
aunque no de forma dominante, uno de los impulsos ha de ser el
sentimiento de superioridad. Pero no de una superioridad malsana,
sino una que busca igualar al resto al nivel de uno mismo, una
superioridad paternal, como la de un padre que educa a su hijo o la
de un pastor que busca guiar a las ovejas de su ramado por el camino
correcto. Además, es necesario que el aspirante a gobernante tenga
ese afán por el poder, ese ansia por liderar, por gobernar, por
decidir, que le impulse a luchar con ahínco por todo lo que de
verdad le importa: hoy, el poder sobre su pueblo, mañana, el poder
de su pueblo sobre el resto, el mes siguiente, unir a todos los
pueblos bajo un mismo mandato justo y equitativo que no distinga
orígenes, causas ni genética. Un gobierno que ofrezca igualdad de
oportunidades, y de nada más.
En resumen, hay que cambiar nuestro nivel de exigencia: un gobernador
es alguien que se va a encargar del futuro de un colectivo de
personas tan amplio que exigirle todos los puntos de vista es lo
mínimo que podemos hacer por nuestro bien, y por el suyo también.
Un gobernante capaz de todo para liderarnos a través de lo que se
cruce. Un gobernante que pueda ser considerado, tanto por sí mismo
como por nosotros sus súbditos, superior.
…
El mundo industrial (y con él lo que conocíamos como “primer
mundo” o “mundo desarrollado”) tuvo la oportunidad de cambiar,
se le facilitaron las herramientas necesarias que, de no ser por
aquél “súbito” golpe de estado, habrían triunfado a nivel
internacional. Empezó como una idea joven y revolucionaria en una
pequeña sede de una empresa de construcción española; el contrato
por objetivos en su más pura forma, promulgado por la buena fe en
lugar de la reticencia al pago. Se asentó una base alternativa que,
con el paso del tiempo, se podría haber convertido en el estándar
universal. Un contrato en el que lo único que se aseguraba al
trabajador era el sueldo mínimo, un contrato con el cual aquellos
que se dejasen el pellejo trabajando para salir adelante fuesen
premiados, y aquellos que no lo hiciesen tendrían siempre la
oportunidad de volver a hacerlo. Premiar a los obreros por acabar
antes una obra; premiar a los organizadores por reducir costes,
aumentando beneficios y sin perder el factor humano que tenía que
caracterizarlos; premiar a los jefes por ser capaces de ayudar a la
plantilla no solo de forma psicológica, sino también social; en
definitiva, asegurarse de que lo que cada uno ganaba era fruto del
propio esfuerzo, y que el único límite era aquél asentado por el
mismo sujeto.
Los inicios fueron simples: un estudiante recién graduado tuvo la
idea que, aunque al inicio fue mirada con escepticismo, no tardó en
agradar a los afectados. La base de la idea no era solo provocar un
aumento de la productividad en base a pagar más por el trabajo mejor
hecho, sino también a la vez incitar a la formación a cambio de
premiar un mayor elenco de habilidades y, a la vez, posibilidades. El
hecho de que a uno le pagasen por mejorar como persona, por
culturizarse, por aprender idiomas, ligados a unas campañas de
expansión (o, como preferían llamarlo los líderes económicos
europeos, de infección) en las que eran los mismos empleados los que
se ganaban un tiempo de trabajo ya fuese en el extranjero o en otras
sedes nacionales, en las cuales promulgaban las grandes ventajas de
las que disfrutaban con el nuevo modelo de contrato que se les había
ofrecido, incitando a los sindicatos a exigir cosas similares
(siempre dentro de sus posibilidades), provocando una presión que
provocó una segunda revolución industrial limitada a los
territorios español y portugués. Las pocas décadas que duró ese
auge no se debieron a un decaimiento natural de la idea en cuanto
dejó de ser una innovación para convertirse en aquello común a
todos; el proceso fue cortado de cuajo por aquellos a los que no les
interesaba el enriquecimiento mutuo de las clases alta, media y baja.
A pesar de que aquello no significaba en ningún momento un peligro
para la existencia de ninguna (siendo obvio que los límites entre
éstas seguirían bien delimitados, sin llegar nunca a difuminarse),
el mero hecho de pensar en actuar de forma justa, la minúscula idea
de no tener más y más cuanto antes, sin importar que a la larga
reportase mayores beneficios “aquél cáncer comunista”, hizo que
se planease la caída de ese posible nuevo sistema que intentaba
alzarse. Aunque no se esperaba que con él cayesen primero un país y
luego media Europa.
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