Sunday, 5 May 2013

Todo sigue como nunca debió estar



Te quiero. No puedo esperar una hora más, no puedo esperar un día, y menos aún una semana. Necesito decírtelo. Todas estas dudas... no sé de dónde vienen. ¿Miedo? ¿Miedo a tu respuesta? ¿Miedo a una negativa? Seguramente, aunque no sería la primera. No necesito verte sonreír para saber que estoy enamorado de ti, me basta con saber que eres tú quién hace que sea yo quien, con una sonrisa de oreja a oreja, se sienta bien.
Con tus picardías, con tus palabras subidas de tono, con esas expresiones tan graciosas que tanto frecuentas, con esos gustos tan disparatados (aunque quizás sea yo el loco farfullante que va de callejón en callejón insinuando que son el resto los tarados), con el descubrimiento de aquel gusto mutuo por un mundo fantástico sobre el cual soñar, que hacen que divague por los más recónditos rincones de mi imaginación para crear momentos que posiblemente nunca sucederán, para llenarme de una esperanza, posiblemente falsa, de que seré capaz de robarte una sonrisa en el momento en el que menos te lo esperas, de que seré capaz de robarte un beso con la estúpida excusa de tener algo en el ojo.
Porque no me veo capaz de esperar hasta ese día. Me pides que aguante unas interminables semanas de soledad, expectante, sin saber qué me responderás. Y es algo que considero cruel. Porque, aunque no lo sepas, aunque lo hagas sin querer, estás jugando con mi corazón (te aseguro que hay pocos momentos en los que me sienta más estúpido que al escribir esa última frase). Y estoy seguro de que algo has notado, no puede ser que no te des cuenta. Soy tan malo disimulando que acabo dejando de hacerlo. ¿Será por ello que no te das cuenta? ¿Es posible que sea algo tan obvio que te hace plantearte que no sea cierto?”

¿Te acuerdas de esa carta? Siento como si la hubiese escrito ayer. Estaba tan inseguro, tan aterrado. Y ahora, cuando pienso en que no salió tan mal, me doy cuenta de que valió la pena esperar. Vale que quizás si hubiese sobrevivido a aquél accidente podríamos haber repetido días como ese tantas veces como quisiésemos, e incluso quizás quedar algún día para comer, ver una película y lo que tuviese que surgir después, ya me entiendes. Pero tampoco estoy tan seguro de que hubiese valido la pena sobrevivir. No me malinterpretes, me hubiese gustado poder despedirme de toda aquella gente que esperaba verme al cabo de media hora entrando por la puerta de casa, durante la tarde siguiente en la facultad o en aquella cena de reunión de los que estuvimos juntos en clase durante toda la secundaria, pero he de reconocer que, en lo que a nosotros respecta, no era necesario nada más.
La forma en la que te encontré, mirando ilusionada aquellos discos que yo tanto tiempo había mirado con desprecio, me llenó como persona. De la misma forma que tú admirabas a tus ídolos, yo me admiraba a mí. Me apreciaba, orgulloso, de haber podido dejar tales diferencias de lado. Era feliz, porque me daba cuenta de que había sido capaz de enamorarme de alguien como tú (no te lo tomes a mal, lo digo como algo bueno, criticando mi antigua actitud y no tu forma de ser), algo impensable meses atrás. El saltito que diste, aterrada, haciendo que cayese al suelo la mitad de lo que había en los estantes que estabas toqueteando justo antes de que te interrumpiese, no fue ni la mitad de gracioso que ver tu cara enrojecida por la vergüenza. Nunca llegué a saber si se debía a verme por primera vez o al hecho de que acababas de tirar abajo el duro trabajo del dependiente que te miraba como si hubieses matado a su hijo, aunque supongo que no me queda otra opción que cargar con la duda. Entiende que desde mi tumba se me complica un poco ir hacia donde estés para preguntártelo. Últimamente no me muevo mucho.
El momento en el que tiraste todo y te pusiste a arreglar lo que acababas de hacer se me pasó en un segundo, no llegaste ni a saludarme. Fue girarte hacia mí para instantáneamente ponerte a recoger todo, como si lo hubieses tirado a propósito y lo tuvieses todo planeado, los tiempos cuidadosamente calculados. “Perdón, perdón...” te escuchaba decir. No parabas, creo que nunca había escuchado a alguien repetir tanto las mismas palabras. E incluso cuando intentábamos ayudarte tanto yo como el dependiente, pedías disculpas para seguir recogiendo sin parar. No sé si te diste cuenta, pero creo que él no quería que siguieras tocando a lo que miraba como si fuesen “sus niños”, “sus criaturitas”. A regañadientes conseguimos que dejaras de desordenar (sí, digo desordenar, por si no te habías fijado, cariño, en una tienda de discos éstos se colocan según cierto orden) aún más aquello que ya habías dejado presa del caos.

No tardamos mucho en salir, aunque supongo que si lo hubiésemos hecho nos habrían echado, porque esas miradas que nos incitaban a abandonar la tienda no eran precisamente debidas a la simpática complacencia que se tiene con un cliente del montón de los que pasan por ahí, compran algo y se van, y fue entonces, a los pocos segundos de cruzar aquella puerta cuando, al fin, pude contemplar tu bella sonrisa. La verdad es que nunca he sido capaz de entender a esas personas como tú que de un momento a otro pasan, fugazmente, de estar avergonzadas e incluso ahogadas en la culpabilidad a un estado de radiante alegría injustificada. Muchas veces llego a pensar que no sois más que mentirosos que fingís un sentimiento u otro según os convenga. Despreocupada, cegabas a todo aquél que se atreviese a mirarte directamente. Juraría que vi más de una cara que no mostraba mi misma pasión febril por la curva que trazaban tus labios, sino más bien un cierto pánico, dudando en lo más profundo de su ser si tú, la poseedora de tan atractivo cebo, eras humana.
Casi no habíamos cruzado palabra cuando me preguntaste por las clases. Mira que tenía pocos puntos débiles, pero fuiste capaz de meter el dedo en la peor de las llagas. Con evasivas intenté insinuarte que no era algo de lo que quisiese hablar, pero tú y tus constantes “No creo que sea para tanto...” me empujasteis hacia ese abismo con el ahínco suficiente como para tirarme abajo. Aunque he de reconocer que fuiste capaz de solucionarlo una vez te diste cuenta de lo que habías hecho, pero veo necesario puntualizar que podrías haber evitado tan incómoda situación con solo un poquito más de mesura a la hora de hablar y exigir información. No me esperaba para nada algo así, pero te puedo asegurar que había pocas cosas que desease más. No me creía que así, de la nada, me hubieses besado.
Entiende que entonces me indignase. Era yo el enamorado, era yo el que tenía pensado sorprender con algo bonito, quizás un cumplido camuflado, un paseo por ese parque cercano, perdernos por aquellas zonas dónde las plantas crecían lo suficiente como para no dejarnos ver el cielo que nos cubría, y entonces, solo entonces, besarte. Pero no, tenías que aparecerte tú a romper todos mis planes. ¿Qué iba a hacer yo entonces? ¿Debía responder? ¿Debía rechazarlo para, instantáneamente, como si del principio de acción-reacción se tratase, intentar besarte yo? Toda estructura de realidad que había concebido hasta entonces para sostener la situación en la que me iba encontrar durante aquella cita había sucumbido ante un minúsculo pero devastadoramente preciso atentado. Y no me dejaste con otra opción que la de ser sincero.
No te gustó, al menos no del todo, aunque notaba cierta pizca de placer en tus ojos a medida que hablaba, como si a pesar de parecerte una actitud exagerada e innecesaria fuese algo que te pareciese gracioso, que me hiciese ser “un poco más mono”. He de reconocer que no sé como hice para pasar de estar verdaderamente indignado para acabar riéndome de mí mismo y mis palabras a carcajada limpia. Supongo que fue culpa de tu mirada y, otra vez, de tu imponente sonrisa. No tenía nada que hacer contra la suma de tales cualidades.
A pesar de que te me hubieses adelantado a mis intenciones, no te escapaste del paseo por el parque, los juegos de manos y las sugerentes aunque inocentes palabras que , junto a aquellos imparables tartamudeos, escapaban apelotonadas de mi boca como si dentro hubiese algo que las cazase hasta la extinción. No fue hasta después de eso que cogimos el metro para ir a mi casa. Un tedioso trayecto de media hora destacado por una monotonía solo rota, otra vez, como si hiciese falta decirlo, por tu sonrisa y las variadas reacciones de la gente a nuestro alrededor. Aún así he de decir que sigo pensando que algunos miraban más aterrados que fascinados. Pero eso no es algo que tenga que importarte.
Entonces llegamos a mi piso. No me acuerdo con certeza de que pasó en cuanto entramos, solo sé que fue uno de los momentos en los que más gocé de mi vida. Llevaba mucho tiempo sin pasarlo tan bien con alguien, y tú fuiste más que un soplo de aire fresco para mí. Debían de haber pasado horas cuando, junto a la baranda de la terraza, nos abrazamos y nos prometimos amor eterno. Pero, de repente, yo estaba cayendo. No fuiste capaz de gritar. Vi en ti aquella sonrisa que tanto me gustaba, y me alegré, porque supe que, aunque no pudiese estar contigo, tú eras feliz.

Saludos Shin Kirihara,
Me entristece tener que ser portador de tan oscuras noticias, pero me temo que otro caso se nos ha ido de las manos. El índice de suicidios siempre había sido preocupantemente alto, pero encontrarnos con que tantas víctimas de la desolación provocada por sus vidas y la locura desatada consecuentemente escriban cartas a una supuesta amada de la cual nadie sabe nada no hace más que llenarnos de miedo y dudas. No entendemos como puede ser posible que absolutamente todos coincidan en la cita respecto a lo que sucedió con la mujer, pero variando de formas tan dispares lo que hacía cada uno de los sujetos. Empiezo a plantearme que en vez de suicidios sean homicidios, no puede ser casualidad que todos se ahorquen colgando sus cuerpos semidesnudos desde la terraza.
Ya sabe que yo no soy muy de creer en éstas cosas, pero incluso me atrevería a plantear que pueda haber alguna causa paranormal detrás de todo ésto. Algún espíritu atormentado, posiblemente de una joven enamorada a la cual dejaron plantada. Otro factor común en todas las cartas es la preparación previa a la supuesta cita que tenían todos los sujetos, así que posiblemente se tratase de aquella niña que murió meses atrás, siendo brutalmente violada antes de ser pasada por la afilada hoja del cuchillo de uno de sus captores. Nunca se investigó qué hacía la chica sola por aquellas calles, pero los horarios descritos en las cartas de suicidio coinciden de forma espeluznante con uno que he compuesto intentando hacer posible tales recorridos y el horario de muerte de aquella víctima.
Le ruego que perdone mis desvaríos, ya me conoce y sabe que este tipo de casos me quitan el sueño. Entienda que me pone de los nervios pensar en la edad de todos éstos jóvenes, asombrosamente cercana a la de mi primogénito, y solo de pensar que podría pasarle a él algo parecido hace que se me retuerza el corazón. Ya he perdido a un hombre del equipo al que he enviado a casa a velar a un hijo, que fue una de las primera víctimas cuando aún no habían empezado a caer uno tras otro. Supongo que ya entiende por qué le estoy contando ésto, nunca se me dio bien disimular.
Por lo que más quiera en el mundo, no me retiren del caso si, por un casual, llegase a verse involucrado algún familiar mío. No harían más que destrozarme aún más, y el hecho de que me retirasen el permiso para seguir investigando no haría más que hacerme sentir inútil e impotente. Le aseguro que así no harían más que acabar de hundirme. Sé que no soy quién para pedirle ésto y podría meterla en un lío, pero ésto no lo firmo como policía a sus órdenes, sino como su amigo.


Con mucho afecto, me despido
Lee Shen

PD: Lo que ha leído antes de ésta misiva mía es la nota de suicidio que ha dejado la víctima. Sé que no debería habérsela pasado en secreto, pero he considerado que usted tenía que verla cuanto antes.

Desde pequeño fue siempre muy aficionado a la lectura, aún más a aquella de origen japonés (aunque su falta de dominio del idioma no le dejaba con otra opción que leer la traducción castellana), y la edad no le había quitado el afán por las novelas policíacas, en especial las paranormales aventuras protagonizadas por Kirihara y su ayudante Lee.
Sin tiempo de marcar la página donde había dejado la lectura, Pau cerró el libro de forma torpe y atolondrada, dejándolo tirado encima de una cama deshecha. Sabía que hacer esperar a su madre no era algo bueno, pero aún así la había vuelto a forzar un poquito más que el día anterior. Con el paso del tiempo había notado que había un margen de tardanza sobre el que podía moverse sin correr el riesgo de ser castigado, siempre que su madre no estuviese en lo que su hermano mayor llamaba “esos días” (entonces era inevitable quedarse sin postre). Tras darse cuenta de la existencia de tal margen, el pequeño joven había decidido que intentaría aprovechar ese tiempo hasta un poquito más del límite ya establecido, con la esperanza de así conseguir ensanchar un poco esa franja sobre la que oscilaba.
Al acabar de bajar las escaleras casi se chocó con su hermano Marc, que por lo que le pareció venía de discutir con sus padres. “Lleva't del meu camí petitó, avui no estic per jocs.” le rugió amargamente, con cierto tono de pesadumbre bañando sus palabras. “Perdó... se disculpó Pau, preocupado. No entenc què li passa darrerament. Últimamente la relación con su hermano iba a peor, pudiendo llegar a pasar días enteros sin siquiera cruzar palabras, compartiendo como mucho antipáticos gruñidos. “Tant se'm fot que demanis perdó, no necessit les teves disculpes. Sols has de llevar-te d'enmig.” volvió a gruñir su hermano. Sin dudarlo, Pau se apartó rápidamente, aunque no lo suficiente como para esquivar aquella mirada de soslayo que le lanzó Marc. Una mirada de aquellas que no se olvidan tan fácilmente.
Pero los problemas no acababan ahí. La mare està plorant. De no ser por ese último altercado con su hermano, habría pensado que lo hacía por su culpa, que habría descubierto que llegaba tarde a propósito. Quizás era por las dos cosas, quizás su hermano se lo había contado a su madre para intentar salvarse de otro castigo a su persona. “Mare...” llamó Pau inquieto e intranquilo. Tapándose la cara y sin parar de llorar, su madre apoyó un plato lleno de sopa sobre la mesa. Tras intentar escuchar atentamente a las ininteligibles palabras que pronunció su madre, dio por hecho que lo mejor que podía hacer era irse. Fue entonces, al girarse, cuando se dio cuenta de aquellas pequeñas manchas de sangre en el suelo. Ara ja sé per què plora. S'ha tallat. Darse cuenta de por qué su madre estaba tan mal y de por qué su hermano habías sido tan antipático le reconfortaba. Ell estava inquiet perquè es preocupa per la mare. Té por. Aún así, dentro suyo sabía que algo iba mal. Su inocente corazón de niño pequeño lo atribuyó a que el corte era más grave de lo que podía llegar a pensar, pero en lo más hondo de su ser una duda corroía su alma.
Sabía que eso no era lo que había pasado. Sabía como eran las cosas, pero se había cansado de tener que mentirle a todo el mundo cuando decir la verdad era más fácil. Además, cuando uno cuenta aquello que cree que es verdad se siente mejor. Al manco això deia l'avi. Com l'enyor, ell hauria sabut què fer. Llevaba meses haciendo lo mismo. Para evitar mentirle al resto, se había mentido a sí mismo. A pesar de saber la verdad, se había hecho creer que aquella no lo era, creando una nueva realidad sobre la que hablar. Así, todo era más fácil: en vez de mentirle al mundo, se mentiría a sí mismo. Entonces, al contarle los hechos al mundo, conseguiría ocultar la realidad sin mentir.
Sin darse cuenta debido a su ensimismamiento, llegó hasta las escaleras, donde tropezó, volcando la sopa sobre alguien. No se escuchó ninguna réplica. Subió la mirada para, sorprendentemente, encontrarse con su padre. Bueno, todo menos su cabeza. “Vine, ha arribat el teu torn.” escuchó decir al cuerpo, sin entender cómo hacía para hablar sin boca. Potser les meves novel·les s'han tornat reals. La falta de sentido de la situación no hizo que perdiese la calma, y siguió a su padre hacia el jardín. En el centro yacía, orgullosa, una bella guillotina. Con un detallado acabado que tomaba por forma las siluetas de los pensamientos de toda esa gente que había pasado por ella, descansaba bajo el sol del alba, esperándole. No estava a punt de sopar fa un moment? Nunca había controlado muy bien los horarios, así que achacó a ello tal desfase temporal.
Tomba't recolzant el teu coll sobre ella.” le dijo aquél cuerpo que había sido su padre. Boca abajo, buscó una cómoda posición para dar un rápido fin a la perturbadora situación. “No fa falta que et posis mirant cap al terra, on és més fàcil conformar-se.” le dijo aquella impasible voz. És clar. Ara ho entenc. Se dio cuenta de que no tenía sentido ponerse hacia abajo. Su comportamiento, junto al de todo el resto de personas, había sido la ignorancia: dejar de lado aquello que tenían delante de sus ojos. Injusticias pasaban día a día, y el ser humano ya no necesitaba mirar hacia otro lado. Había desarrollado una indiferencia que le protegía de toda posible culpabilidad que pudiese sentir. Se giró, y se dio cuenta de que la hoja de la guillotina le tapaba el sol. ¿De qué servía que se pusiese boca arriba si no iba a sentir su abrazo? Como si hubiese leído su mente, la voz se puso a hablar, ésta vez altiva y autoritaria. “Els fets t'envoltaren tot aquell temps, però tu els ignorares, cobrint-te amb una capa de mentides. ¿Per què hauries de necessitar l'escalfor del sol, la seva il·luminació, ara que ja és massa tard i dus tant de temps sense haver fet res, sense haver ni tan sols apreciat la seva calor?”
Torna a tenir raó. Sin rechistar, aceptó su destino. En las novelas que había leído, hoja caía veloz y amenazante sobre la cabeza de los malos, pero ahora era capaz de ver como la hoja cortaba poco a poco el aire, la luz, la esperanza y todo aquello que se encontrase a su paso. Als meus contes tot acabava sempre bé. Aunque tardó, llegó el esperado momento. Sintió el frío corte del acero sobre aquél cuello que segundos antes había sujetado su cabeza. A pesar del lento descenso sobre el aire, el corte fue lo suficientemente rápido como para no darle tiempo a pensar en aquél gélido beso. Y, al igual que el resto del mundo, desde entonces no volvió a pensar.

Agitado, Pau despertó. Había vuelto a soñar con aquella fatídica noche. Aquella última vez en la que vio a su hermano, aquella última vez que supo algo sobre la existencia sobre Marc. Esa noche no le perdí solo a él. El saber que no le había vuelto a ver y no había sido capaz de dedicarle unas palabras de despedida era algo que aún setenta años después de lo sucedido seguía carcomiéndole el alma, royéndole los huesos y acelerando su corazón más de lo que pudiese ser sano para su avanzada edad. Aún le dolía recordar aquella última mirada, tan llena de un profundo odio que nunca había llegado a entender. Si tan solo supiese por qué te fuiste. Pero no era eso lo único que le atormentaba. Esa noche algo más había muerto dentro de él. No solo escapó de mí aquella parte ligada a mi hermano. También perdí parte de mi identidad. Algo mío.
Tras seguir cavilando un rato, se dio cuenta de que su amada no estaba a su lado. La llamó varias veces, alternando gritos y susurros. “Catalina... ¡Catalina!” Pero aún así, ella no venía. Fue entonces cuando cayó en ello. Ella también me abandonó. Nadie se queda conmigo hasta el final, ni siquiera yo mismo. La realidad nunca era lo que esperábamos de ella. Daba giros inesperados de formas que podían llegar a ser muy crueles. Un día uno estaba viviendo un romance ideal y al siguiente de éste no quedaba nada. Igual podía pasarnos con la familia, los amigos, los estudios, el trabajo e incluso una parte de nosotros mismos. Sólo había una realidad de la que podía estar seguro: iba a tener que cambiar y lavar las sábanas otra vez, porque había vuelto a mojar la cama.

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