Tuesday 14 May 2013

Tedio.

                Tras mucho pensar, había encontrado la palabra: tedio. Era la definición perfecta para tal momento. Con los conocimientos básicos asimilados (y sabiendo internamente que la práctica, aunque aburrida y prescindible, no era del todo innecesaria) me dejé llevar de la mano por la ola de imponente pereza que me atormentaba, cediéndole todo el terreno que requiriese en lo que a mis actos respectaba. Y fue así como acabé aquí, con las manos manchadas de sangre.
                     Aunque suene a tópico, lo primero que haré sera anunciar lo que muchos ya supondréis que voy a decir: no es culpa mía. Y aunque quizás lo sea (y mi vaga mente baraja tal posibilidad, creedme, sólo que no le da tanta importancia como a la trayectoria de estas palabras) yo sigo defendiendo mi inocencia. La culpa es del aburrimiento, del tedio. Él me impulsó a hacerlo.
                  Pero no le acusen tan a la ligera; sé que tiene sus razones para considerarse libre de culpa tan bien como sé que no le faltan argumentos para defender la necesidad de haber llevado a cabo tal atrocidad. Al fín y al cabo es un buen chico, siempre saluda, hace deporte, come variado (con sus cinco raciones de frutas y verduras al día... ¡como mínimo!) y lee mucho. Así que suponiendo que sea el tedio el culpable, no creo que sea merecedor de castigo alguno, ya que es una buena persona.
                 En realidad, la culpa es del padre del tedio. Aquel carnal ser, dueño de un inmoral carácter que le muestra tal y como es ante los ojos de todo personaje que podamos concebir, fue el encargado de fabricar a nuestro querido tedio. Así es como, en lo que a mi respecta, es don Alfredo, el misántropo progenitor del tedio, quien debería ser desollado (y alguna que otra cosita más, pero sin pasarse) debido a tales crímenes.

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