Tras ponerse su caperuza roja, nuestra estimada joven salió de casa de su abuela, no sin despedirse. "¡Volveré pronto!" le dijo. Su abuela no podía ni imaginar lo que nuestra inocente protagonista planeaba.
Volvió por el camino más corto; aquél cuyos árboles eran hogar de hermosos pajarillos que, alegres, cantaban a un sol que brillaba radiante y lleno de felicidad. El camino, rodeado de florecillas de todo color imaginable, era realmente bello; los animales, confiados, se acercaban a uno con la calidez de una madre. Fue así como Caperucita Roja pudo atrapar a un conejo que, tras desollarlo, supo que era el principio de aquel plan que durante tanto tiempo había urdido. Lo guardó en una neverita que había traído para la ocasión y prosiguió. Un poco más adelante en el camino, decidió empezar a preparar las trampas. El conejo serviría de cebo, así que no tenía que sacarlo hasta más tarde.
Preparó con una cuerda (¡bendiga Dios las clases de nudos a las que su padre la había obligado a ir meses atrás!) un mecanismo que atrapase al lobo en el mismo instante en que pasase por ahí. La cuerda estiraría del maldito mamífero hasta alzarlo a la altura de las ramas en las que esperaban preparadas trampas para osos, que lo retendrían por si, en algún momento, el lobo era capaz de liberarse de la cuerda. Dejó el conejo cerca de la trampa y marchó hacia casa.
Al día siguiente llamó su abuela; aún estaba un poco enferma, así que Caperucita volvería a tener que ir a llevarle un poco de caldo y una porción de esa tarta tan rica. Nuestra joven protagonista sonrió macabramente y se preparó para partir.
Cuando se encontró con el lobo, como de costumbre, aceptó ir ella por el falso atajo que éste le ofrecía, mientras él se iba por el camino verdaderamente corto. Pero no lo hizo; en cuanto el lobo avanzó un poco, Caperucita le siguió. El olor del conejo desollado atraía tanto al lobo que no se daba cuenta de que nuestra joven protagonista le seguía. En menos de lo que se tarda en decir escuálido, el lobo acabó colgado de una rama, enganchado a múltiples trampas para osos y sangrando a borbotones por las heridas provocadas. Caperucita rió un poco, le acercó el conejo a la boca y se fue caminando hacia lo de su abuelita. Con la caperuza manchada del granate de la sangre del anteriormente orgulloso mamífero, ahora moribundo, se dirigió a la casa de su abuelita, a la que saludó con normalidad.
Era la primera vez que caperucita no se comía la tarta por el camino, así que ese día la abuelita pudo disfrutar de tan delicioso dulce.
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