Skarlp odiaba despertarse. Ya hacía décadas que se aseguraba en dormir siempre en lugares sin espejos, aunque ya ni siquiera recordaba cuál era la cara que no quería ver. "Ninguna." pensaba para sus adentros cada mañana. Más de un siglo le llevó a Skarlp superar el ver como moría mientras dormía; ¿por qué no había sido más cuidadoso? La respuesta era obvia; porque era joven e inexperto.
Skarlp, o al menos la persona que originalmente había sido Skarlp, había muerto en una tienda de campaña de piel de feldro blanco hace ya mucho tiempo. Ese crío había estado urdiendo un plan para deshacerse de aquellos que le provocaban tanta rabia, y aunque algunos dirían que le salió bien, en retrospectiva Skarlpno estaba tan seguro.
El antiguo Skarlp sentía celos de aquellos que le rodeaban; todos había sido abandonados en el bosque con la esperanza de no volver a ser vistos, todos eran parias. Pero con el tiempo, esa comunidad de rechazados se había convertido en un hogar para la mayoría; reían, comían, bebían, a veces bailaban y cuando las ventiscas lo permitían se tomaban la libertad de organizar fiestas que poco tenían que envidiar a las de los cuentos de fuera. Skarlp no compartía tal placer, y ya nadie estaba por la labor de arreglarlo; se había convertido en un marginado entre los marginados.
Poco a poco, Skarlp fue urdiendo un plan, probando sus poderes en animales primero y en humanos después. Los que habían salido con él de caza nunca se preocupaban por cómo acababa con las presas; solo les importaba que la comida llegara a casa. Quizás la curiosidad podría haberlos salvado. Pero, por suerte o desgracia para Skarlp, no fue el caso.
Una noche de ventisca, después de que acabase una larga fiesta que se había organizado en honor a un matrimonio de miembros de dos clanes de parias del bosque, Skarlp inició la ejecución de su plan. Aprovechó la visita programada del cuidador para tomar posesión de él. "Buenas noches." se dijo a sí mismo desde el cuerpo de otra persona antes de abandonar la tienda de campaña dónde yacía inconsciente el cuerpo de Skarlp. Caminó por entre las tiendas y cogió con las manos parte de los restos del fuego. Sentía el dolor como si fuera suyo, pero no le molestaba; era algo a lo que se había acostumbrado. Al cazar, como animal, había muerto docenas de veces, siempre mediante métodos diferentes; esas quemaduras solo eran una mera molestia en comparación.
Repartió los restos del fuego y los reavivó junto a algunas tiendas de campaña de ambos clanes, provocando leves incendios; la falta de guardia, en parte debida a que la tormenta les ocultaba y en parte debido a la fiesta, era de agradecer. Esperó a que los adultos salieran de las casas de al lado, y al poco encendió un par de fuegos más antes de reunirse en dónde estaba el tumulto de gente.
-¡Podrías estar ayudando a sacar a los niños como Ajtor i Pjossa! -le gritaban al único guardia designado que había.
-¡Podrías haber salvado a mi hija!- gritó una madre desesperada que tenía un bulto en brazos.
-Yo... yo no... -balbuceaba el guardia.
Sin pensárselo dos veces, Skarlp, que aún ocupaba el cuerpo del cuidador, se lanzó a por el guardia. En cuanto éste fijó su mirada en los ojos del cuidador, Skarlp tomó posesión del cuerpo y degolló al cuidador.
-¡Mírenle las manos! -gritó Skarlp.
Algunos se giraron a mirar, pero el hermano del cuidador, que era conocido por lo que le gustaban las peleas, se lanzó encima de Skarlp sin aviso previo. Este pidió ayuda, lo que consiguió que muchos hombres de ambos bandos se echaran encima para salvar a quien ellos creían que era el guardia. Pero Skarlp no les dio tiempo; centró su mirada en los ojos enfurecidos de su atacante y ocupó su cuerpo para, ágilmente, coger el cuchillo que llevaba el guardia en el cuerpo y clavárselo repetidas veces en el pecho.
Cuando los hombres del clan lo quitaron de encima del muerto, Skarlp fingió enloquecer e intentó atacar a todas las personas que le rodeaban. En cuánto la furia se disparó, los miembros de ambos clanes se peleaban entre ellos, matándose por orgullo y honor sin siquiera pensar en lo que perdían por el camino.
Mientras, Skarlp saltaba de cuerpo en cuerpo, avivando la llama del odio que yacía en aquellos que no se habían dejado llevar por la brutalidad del asunto o matándolos para agilizar las cosas. No tardaron en empezar a incendiar carpas y tiendas de campaña. Perdió la cuenta de los saltos que había dado, y una vez visto que el caos era el necesario para que no fuese fácilmente olvidado, Skarlp decidió abandonar el cuerpo y volver al suyo.
Pero no pudo. Por un momento pensó que necesitaba tener a su propio cuerpo a la vista y con los ojos abiertos, pero la experiencia le decía que no. Tenía que ser la distancia; durante sus experimentos nunca se había alejado tanto de su cuerpo. Recorrió la distancia que le separaba de su pequeña y fría tiendo de campaña a la carrera, sin fijarse en a quién mataba o qué cuerpos ocupaba por el camino, pero la verdad que recibió a Skarlp al llegar al límite del campamento de su clan le desconcertó; su tienda, normalmente fría y alejada del resto, no era más que un manojo de telas en llamas que estaba siendo usado para quemar carpas lindares. Donde antes habían estado él y su cama yacían restos que aún quemaban, y decidió que prefería no fijarse demasiado. Sin pensarlo dos veces, se internó en el bosque corriendo, deseando perderse.
Al cabo de un par de días, cuando la ventisca ya hubo pasado, fue al arroyo más cercano a la cueva donde se cobijaba para lavarse la cara y beber agua limpia. No notó hasta al cabo de un rato que la cara que se reflejaba en el agua era la de el hombre que, la noche del ataque que había llevado acabo, se acababa de casar con una joven que, si seguía viva, ahora podía considerarse viuda.