Monday 27 July 2015

Despertar: (11) Desesperación

Capítulo 11: Desesperación

Abrió la puerta apresurada, como alma que lleva el diablo. Eso haría sonar la alarma. Se darían cuenta de que estaba allí. Pero nada cambió. Aquella gente ignoraba el molesto pitido, y ella seguía sola, solo que ahora se encontraba habiendo cruzado una puerta que la llevaba a un lugar que no conocía. Llorando, se dejó devorar por aquellos hambrientos cuervos. Alguien giró la mirada en el momento en que soltó su agónico grito. Para ella, era atención suficiente. Más que aquella ansiada pero nunca recibida.

Despertó sudorosa, angustiada y con el corazón acelerado en exceso. Había vuelto a tener otra de sus horribles pesadillas sin sentido. A pesar de que siempre eran diferentes, no dejaban de compartir entre todas algo en común: ella estaba sola, huía de algo y nadie le hacía caso. Pero había algo más perturbador: sin importar los años que habían pasado, en sus sueños Caroline veía las cosas nítidas, mucho mejor de lo que las recordaba haber visto cuando era joven, antes de perder sus ojos y, con ellos, su vista. Veía calles coloridas, veía edificios llenos de decorados que transmitían una calidez de la cual prácticamente no recordaba haber disfrutado. Y veía a gente.
No eran vagabundos, abusadores o guardias, tampoco eran mercaderes ahogados en joyas o engordados a base de caviar. Eran gente normal, vestidos de forma normal, comportándose de forma normal. Y éso era lo que los hacía extraños. Ella nunca había visto a gente que pudiese ser considerada normal, ya que su vida había sido de dos formas realmente distintas y completamente desligadas, sin puntos medios. Había pasado de vivir en el mundo de los negocios a corretear tal rata por unas calles que con el paso del tiempo y los callos de sus pies había acabado por conocer. Había vivido envuelta de comodidades, sin conocer las calles, siendo los anchos pasillos de su casa lo más parecido a una calle, sin conocer el mundo exterior, todo había ido siempre hacia ella; las amigas con las que jugar, aquellas interminables pilas de libros por leer, manjares que devorar, gente en la que confiar... todo. No es que estuviese especialmente orgullosa de su apellido, aquél que hace tiempo olvidó debido a su inutilidad, pero sabía que su familia había sido una de las que lideraban el comercio europeo durante su auge. Lo que pasó después, con la guerra, fue lo que le hizo cambiar aquella persona que una vez fue para convertirse en Caroline, la dura aunque a veces inocente chica que había sido hasta hace poco.
La vida de Caroline no podía compararse con la de aquella niña caprichosa que se había paseado llorando por los pasillos debido a la pérdida de uno de tantos peluches con los que se encaprichaba. En vez de tender todo a acercarse hacia ella, para Caroline la vida era una constante lucha, una búsqueda sin fin, una misión que parecía sacada de un videojuego en el cual no podías salvar la partida, viéndote obligado mantenerte despierto en todo momento para evitar cualquier fallo, sin derecho a descansos. Desvivirse por conseguir la comida necesaria para aguantar un día, una hora, o un minuto más. Ignorar dolores que superaban todo umbral establecido y por establecer, saber con quién se podía bromear, de qué había que huir, cuando se ganaba algo llorando lágrimas de cocodrilo... y cuando no.
Aún echaba un poco de menos a aquel niño que la acompañó aquella noche. Se había separado de su familia y estaba esperando a que acabase el toque de queda para poder intentar volver a casa. Pero nunca llegó a reencontrarse con su familia. Aún lamentaba no haberlo visto venir. Los había oído, pero no esperaba que esos cuentos fuesen ciertos. La gente no podía ser tan inhumana. “Algunos son humanos aunque no te lo parezcan. Humanos, demasiado humanos.” le había dicho aquel sabio sifilítico alemán con el que compartió callejón dos noches. Por miedo, el ser humano se volvía capaz de todo. Yo me volví capaz de dejar pasar la obviedad, de hacer como si aquello que ya sabía no fuese cierto. Y aquél guardia fue capaz de ahogar al niño antes de llevarlo al montón de cadáveres que ya tenían acumulado.
Fue entonces cuando me di cuenta de que no podía volver a cometer un error. Cuando me di cuenta que tenía que deshacerme de mi humanidad: tenía que perder toda esperanza en mi raza, tenía que perder todo sueño que me hiciese creer que las cosas podían salir mejor de lo que ya sabía que resultaría de ellas.
Aún podía recordar aquella noche. Desde entonces, todo había sido muy diferente. Había conocido a Julius, habían compartido un par de semanas en las que no había vuelto a sentirse sola, se separaron después al encontrarse con Ricardo y su compañero, y tuvieron la suerte de reunirse gracias a la ayuda de esos dos. Lo que aconteció después fue algo que mientras vivía le costó creer. No le parecía real.
Había conseguido alcanzar una estabilidad. Ricardo la guió hasta Barcelona después de dejar a Julius con su tío Glenn. Durante el camino, éste le contó la historia de Ricardo y su familia. Mientras le narraba los acontecimientos, podía distinguir cierta admiración y, al mismo tiempo, un ligero toque de resentimiento, siempre manchados con la pena de haber perdido a un compañero.
Justo entonces, cuando me señaló la puerta y me dijo que a partir de aquél momento me tocaría vivir ahí, me sorprendió aún más de lo que ya lo había hecho con las múltiples conversaciones que habíamos disfrutado durante el trayecto: me abrió la puerta, entró conmigo, y nunca más me abandonó. O al menos eso era lo que pensaba hasta hoy.
Me ayudó a tener una vida normal; volví al colegio, recibí una educación adecuada a mi estatus social, conseguí la nota suficiente para cumplir con los mínimos que exigía la beca que necesitaba para estudiar aquello que siempre había querido y me mantuvo hasta que acabé la carrera.
Soportó mis berrinches, tanto de adolescente pre-púber insoportable como los de mujercita crecida pre-universitaria. Me cuidó, me protegió de todo aquello que era una amenaza para mí. Me devolvió la esperanza, me devolvió la humanidad. Me ayudó a volver a llorar, a volver a reír, a volver a sentir. Hizo que volviese a vivir. Pero hoy, cuando llegué a casa, le encontré muerto.
No soy capaz de decir si se suicidó o si fue una muerte natural. Por su cara, diría que murió feliz. Murió liberado. No fue hasta después de muchos años que me lo confesó; se sentía en deuda conmigo por lo que me había hecho, y se sentía en deuda consigo mismo por no dejar un legado en la historia. Y el hecho de saber que había contribuido a mi educación, a mi crecimiento y a que mi vida fuese mejor le hizo sentirse pleno, hizo que recuperase aquél amor propio que perdió en París.
Pero eso no negaba la dura verdad; feliz o no, había muerto. Me había dejado. Sabía que aquél día llegaría, pero no lo esperaba. Gracias a él ahora era capaz de vivir sola en un piso que no había visto nunca, aunque eso no evitaba que lo conociese como a la palma de mi mano. Le peiné como tantas otra veces había hecho cuando él aún vivía, y mientras lo hacía recordaba sus risas cuando mi falta de visión hacía que acabase metiéndole el peine en el ojo o cuando se miraba al espejo y se daba cuenta del desastre que yo había hecho con su cabellera. Le cerré los ojos, lo maquillé mínimamente y lo apoyé sobre su cama en una posición que dejase claro que se trataba de una gran persona. Entonces me dirigí hacia la puerta para salir. Tenía que ir a declarar su defunción y solicitar que se llevasen su cuerpo al crematorio común. No quería, pero tenía que hacerlo. Dejé de pensar y me dirigí hacia allí.
Pero a medio camino no pude más. Rompí a llorar mientras cruzaba la plaza de Sants, incapaz de soportar el dolor. Sí, había hecho amigos estudiando, pero nadie, a parte de Julius, me había comprendido nunca como lo había hecho él. Y yo ni siquiera sabía su nombre, nunca me lo dijo.
Cuando llegué, noté que un hombre, joven, de mi edad o posiblemente un pelín mayor, me miraba asiduamente. Obviamente, no le veía, pero notaba su mirada en la nuca, la energía que transmitía. Como si nada pasase, me puse en la cola y esperé mi turno. Pero yo seguía sintiendo su mirada en mi nuca, seguía notando su respiración. Cuando llegó mi turno, me preguntaron fríamente la muerte de quien venía a declarar. “Marc Ripoll” dije insegura. Y entonces, aquel hombre que me había estado mirando empezó a moverse hacia mí. Escuché sus pasos, uno a uno, como si fuesen a cámara lenta. Se pararon y noté su respiración a mi lado, noté como se interpuso entre mi cara y la ventanilla, le susurró algo al encargado y me cogió la mano. Me llevó fuera y, tras caminar un buen trecho, empezó a hablarme. “Siento mucho lo de P.J. Era un gran amigo.”

Fui incapaz de responder. No sabía de qué conocía aquél hombre a mi padre adoptivo, y mucho menos sabía por qué lo llamaba P.J. Al parecer entendió mi silencio y retomó sus palabras. “Phill fue siempre un gran amigo, alguien en quien podías confiar para lo que fuese. No sabes lo que siento su pérdida. Me habló muchísimo de ti, siempre y cuando no me equivoque. Eres Caroline, ¿no? Soy Ignacio.”

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