Capítulo
11: Desesperación
Abrió
la puerta apresurada, como alma que lleva el diablo. Eso haría sonar
la alarma. Se darían cuenta de que estaba allí. Pero nada cambió.
Aquella gente ignoraba el molesto pitido, y ella seguía sola, solo
que ahora se encontraba habiendo cruzado una puerta que la llevaba a
un lugar que no conocía. Llorando, se dejó devorar por aquellos
hambrientos cuervos. Alguien giró la mirada en el momento en que
soltó su agónico grito. Para ella, era atención suficiente. Más
que aquella ansiada pero nunca recibida.
Despertó sudorosa, angustiada y con el corazón acelerado en exceso.
Había vuelto a tener otra de sus horribles pesadillas sin sentido. A
pesar de que siempre eran diferentes, no dejaban de compartir entre
todas algo en común: ella estaba sola, huía de algo y nadie le
hacía caso. Pero había algo más perturbador: sin importar los años
que habían pasado, en sus sueños Caroline veía las cosas nítidas,
mucho mejor de lo que las recordaba haber visto cuando era joven,
antes de perder sus ojos y, con ellos, su vista. Veía calles
coloridas, veía edificios llenos de decorados que transmitían una
calidez de la cual prácticamente no recordaba haber disfrutado. Y
veía a gente.
No eran vagabundos, abusadores o guardias, tampoco eran mercaderes
ahogados en joyas o engordados a base de caviar. Eran gente normal,
vestidos de forma normal, comportándose de forma normal. Y éso era
lo que los hacía extraños. Ella nunca había visto a gente que
pudiese ser considerada normal, ya que su vida había sido de dos
formas realmente distintas y completamente desligadas, sin puntos
medios. Había pasado de vivir en el mundo de los negocios a
corretear tal rata por unas calles que con el paso del tiempo y los
callos de sus pies había acabado por conocer. Había vivido envuelta
de comodidades, sin conocer las calles, siendo los anchos pasillos de
su casa lo más parecido a una calle, sin conocer el mundo exterior,
todo había ido siempre hacia ella; las amigas con las que jugar,
aquellas interminables pilas de libros por leer, manjares que
devorar, gente en la que confiar... todo. No es que estuviese
especialmente orgullosa de su apellido, aquél que hace tiempo olvidó
debido a su inutilidad, pero sabía que su familia había sido una de
las que lideraban el comercio europeo durante su auge. Lo que pasó
después, con la guerra, fue lo que le hizo cambiar aquella persona
que una vez fue para convertirse en Caroline, la dura aunque a veces
inocente chica que había sido hasta hace poco.
La vida de Caroline no podía compararse con la de aquella niña
caprichosa que se había paseado llorando por los pasillos debido a
la pérdida de uno de tantos peluches con los que se encaprichaba. En
vez de tender todo a acercarse hacia ella, para Caroline la vida era
una constante lucha, una búsqueda sin fin, una misión que parecía
sacada de un videojuego en el cual no podías salvar la partida,
viéndote obligado mantenerte despierto en todo momento para evitar
cualquier fallo, sin derecho a descansos. Desvivirse por conseguir la
comida necesaria para aguantar un día, una hora, o un minuto más.
Ignorar dolores que superaban todo umbral establecido y por
establecer, saber con quién se podía bromear, de qué había que
huir, cuando se ganaba algo llorando lágrimas de cocodrilo... y
cuando no.
Aún echaba un poco de menos a aquel niño que la acompañó aquella
noche. Se había separado de su familia y estaba esperando a que
acabase el toque de queda para poder intentar volver a casa. Pero
nunca llegó a reencontrarse con su familia. Aún lamentaba no
haberlo visto venir. Los había oído, pero no esperaba que esos
cuentos fuesen ciertos. La gente no podía ser tan inhumana. “Algunos
son humanos aunque no te lo parezcan. Humanos, demasiado humanos.”
le había dicho aquel sabio sifilítico alemán con el que compartió
callejón dos noches. Por miedo, el ser humano se volvía capaz de
todo. Yo me volví capaz de dejar pasar la obviedad, de hacer como si
aquello que ya sabía no fuese cierto. Y aquél guardia fue capaz de
ahogar al niño antes de llevarlo al montón de cadáveres que ya
tenían acumulado.
Fue entonces cuando me di cuenta de que no podía volver a cometer un
error. Cuando me di cuenta que tenía que deshacerme de mi humanidad:
tenía que perder toda esperanza en mi raza, tenía que perder todo
sueño que me hiciese creer que las cosas podían salir mejor de lo
que ya sabía que resultaría de ellas.
Aún podía recordar aquella noche. Desde entonces, todo había sido
muy diferente. Había conocido a Julius, habían compartido un par de
semanas en las que no había vuelto a sentirse sola, se separaron
después al encontrarse con Ricardo y su compañero, y tuvieron la
suerte de reunirse gracias a la ayuda de esos dos. Lo que aconteció
después fue algo que mientras vivía le costó creer. No le parecía
real.
Había conseguido alcanzar una estabilidad. Ricardo la guió hasta
Barcelona después de dejar a Julius con su tío Glenn. Durante el
camino, éste le contó la historia de Ricardo y su familia. Mientras
le narraba los acontecimientos, podía distinguir cierta admiración
y, al mismo tiempo, un ligero toque de resentimiento, siempre
manchados con la pena de haber perdido a un compañero.
Justo entonces, cuando me señaló la puerta y me dijo que a partir
de aquél momento me tocaría vivir ahí, me sorprendió aún más de
lo que ya lo había hecho con las múltiples conversaciones que
habíamos disfrutado durante el trayecto: me abrió la puerta, entró
conmigo, y nunca más me abandonó. O al menos eso era lo que pensaba
hasta hoy.
Me ayudó a tener una vida normal; volví al colegio, recibí una
educación adecuada a mi estatus social, conseguí la nota suficiente
para cumplir con los mínimos que exigía la beca que necesitaba para
estudiar aquello que siempre había querido y me mantuvo hasta que
acabé la carrera.
Soportó mis berrinches, tanto de adolescente pre-púber insoportable
como los de mujercita crecida pre-universitaria. Me cuidó, me
protegió de todo aquello que era una amenaza para mí. Me devolvió
la esperanza, me devolvió la humanidad. Me ayudó a volver a llorar,
a volver a reír, a volver a sentir. Hizo que volviese a vivir. Pero
hoy, cuando llegué a casa, le encontré muerto.
No soy capaz de decir si se suicidó o si fue una muerte natural. Por
su cara, diría que murió feliz. Murió liberado. No fue hasta
después de muchos años que me lo confesó; se sentía en deuda
conmigo por lo que me había hecho, y se sentía en deuda consigo
mismo por no dejar un legado en la historia. Y el hecho de saber que
había contribuido a mi educación, a mi crecimiento y a que mi vida
fuese mejor le hizo sentirse pleno, hizo que recuperase aquél amor
propio que perdió en París.
Pero eso no negaba la dura verdad; feliz o no, había muerto. Me
había dejado. Sabía que aquél día llegaría, pero no lo esperaba.
Gracias a él ahora era capaz de vivir sola en un piso que no había
visto nunca, aunque eso no evitaba que lo conociese como a la palma
de mi mano. Le peiné como tantas otra veces había hecho cuando él
aún vivía, y mientras lo hacía recordaba sus risas cuando mi falta
de visión hacía que acabase metiéndole el peine en el ojo o cuando
se miraba al espejo y se daba cuenta del desastre que yo había hecho
con su cabellera. Le cerré los ojos, lo maquillé mínimamente y lo
apoyé sobre su cama en una posición que dejase claro que se trataba
de una gran persona. Entonces me dirigí hacia la puerta para salir.
Tenía que ir a declarar su defunción y solicitar que se llevasen su
cuerpo al crematorio común. No quería, pero tenía que hacerlo.
Dejé de pensar y me dirigí hacia allí.
Pero a medio camino no pude más. Rompí a llorar mientras cruzaba la
plaza de Sants, incapaz de soportar el dolor. Sí, había hecho
amigos estudiando, pero nadie, a parte de Julius, me había
comprendido nunca como lo había hecho él. Y yo ni siquiera sabía
su nombre, nunca me lo dijo.
Cuando llegué, noté que un hombre, joven, de mi edad o posiblemente
un pelín mayor, me miraba asiduamente. Obviamente, no le veía, pero
notaba su mirada en la nuca, la energía que transmitía. Como si
nada pasase, me puse en la cola y esperé mi turno. Pero yo seguía
sintiendo su mirada en mi nuca, seguía notando su respiración.
Cuando llegó mi turno, me preguntaron fríamente la muerte de quien
venía a declarar. “Marc Ripoll” dije insegura. Y entonces, aquel
hombre que me había estado mirando empezó a moverse hacia mí.
Escuché sus pasos, uno a uno, como si fuesen a cámara lenta. Se
pararon y noté su respiración a mi lado, noté como se interpuso
entre mi cara y la ventanilla, le susurró algo al encargado y me
cogió la mano. Me llevó fuera y, tras caminar un buen trecho,
empezó a hablarme. “Siento mucho lo de P.J. Era un gran amigo.”
Fui incapaz de responder. No sabía de qué conocía aquél hombre a
mi padre adoptivo, y mucho menos sabía por qué lo llamaba P.J. Al
parecer entendió mi silencio y retomó sus palabras. “Phill fue
siempre un gran amigo, alguien en quien podías confiar para lo que
fuese. No sabes lo que siento su pérdida. Me habló muchísimo de
ti, siempre y cuando no me equivoque. Eres Caroline, ¿no? Soy
Ignacio.”
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