Capítulo 10: Improvisación
Si mantuve nuestra relación fue por puro protocolo y
conveniencia, nada más. No me agradezcas haber sido bueno contigo,
no lo merezco.
La verdad, me lo inventé sobre la marcha. A pesar de que nunca había
tenido ganas de ir, decidí que mi deber era avisar de que tenía
tiempo y así organizar el viaje. Todavía no entiendo por qué lo
hice. Supongo que, aunque en le momento no tuviese ganas, sabía que
una vez allí disfrutaría del momento. O al menos eso creía. Nadie
sabía que me iba a presentar allí, dejando de lado a unos pocos
elegidos encargados de allanarme el terreno y facilitarme algún que
otro encuentro. Iba a ir de incógnito, y los carnavales eran algo
que facilitaba en demasía esa incursión. Un trajecito, una máscara,
y todo arreglado, nadie sabría quién era. La duda era, ¿a quién
atacaría primero?
Posibles víctimas. Aunque lo ideal habría sido barrerlas a todas de
un golpe, no era algo fácil, ni tampoco algo del todo posible
Además, ni siquiera estaba seguro de si era eso lo que quería.
Entre todas posiblemente cubrirían una superficie superior a la
hectárea, y recorrerla ágilmente no era algo que mi torpe cuerpo
pudiese permitirse. Además, aunque todas necesitasen de ese golpe
justiciero, había algunos sujetos que lo requerían con mayor
urgencia.
Había intentado ocultar mi rencor hacia su persona, pero en el fondo
tenía esa pequeña llama carcomiéndome el alma, haciéndome dudar
de mi propia sinceridad. No le había mentido a él al decirle que no
le culpaba. Primero me había mentido a mí, me había hecho creer
hasta el más mínimo detalle de aquel falso perdón, de aquella
falta de ira, de aquella ausencia de desasosiego y violencia
desatada. Y una vez que mi ingenuidad me lo había permitido, le hice
llegar a él un mensaje que, para mí, era verdadero. Pero en
realidad no era más que una mentira. Una muy trabajada, la mentira
perfecta. Me había encargado de asimilarla yo mucho antes de poder
llevarla a práctica. Y, al final, como si de una sublime obra de
arte fruto de la inspiración se tratase, escribí la misiva cargada
con el pecaminoso fruto de mi auto-engaño.
…
Había llegado la noche. No era un trabajo difícil: solo tenía que
acercarse a él, matarle, y huir. No sería la primera vez que
hiciese algo parecido, aunque sí la primera en la que no daría la
cara antes de acabar con alguien. Eso le apenaba. Que su víctima no
supiese que era él quien lo mataba. Pero no quedaba otra forma de
actuar, el sigilo y el secretismo no eran una opción de la cual
podía prescindir.
Había deshechado la idea de encargarse de alguien más, ya que
disminuiría sus posibilidades de fuga. Además, a una persona se la
podía matar sin que nadie se diese cuenta en una fiesta. Deshacerse
de más ya lo convertiría en una carnicería pública. Tenía que
hacerlo rápida y disimuladamente. No había marcha atrás: había
demostrado que ya no podría aprovecharse más de aquella relación,
y tenía que cortar con ella antes de que se convirtiese en
parasitaria. Aún así, seguía doliéndole tener que hacerlo.
…
Bajo
la luz de la luna, sus ojos brillaban todavía más, y él era capaz
de ver dentro de ellos la razón por la que se había enamorado de
esa mujer. No le había costado nada dejarlo todo atrás, e incluso
podría haberlo hecho mucho más drásticamente si ella se lo hubiese
pedido. Era junto a aquella sonrisa que siempre se había encontrado
su hogar, dónde ardía la llama que noche tras noche le abrigaba,
protegiéndole de los miedos que siempre lo habían envuelto, que
siempre habían estado ahí para recordarle lo débil que era. Había
sido.
Ya no era débil, no con esa
cálida y eterna sonrisa pendiente de él.
Sin dejar de bailar, bajó la mirada hasta encontrarse otra vez con
esos ojos que lo llamaban, que hacían de cebo para retenerlo cautivo
de una mirada que lo vaciaba, provocando a la vez una inmensurable
paz interna y una desmedida revolución sentimental. Esa mirada era
todo lo que necesitaba para vivir. Esos ojos, la sonrisa que los
acompañaba, aquella pequeña y respingona nariz, y esos rizos que
caían, alborotados, como si de un caos dentro del orden se tratase,
por los lados tapando aquellas preciosas orejas adornadas con unos
simples pero bellos pendientes de plata. En su cabeza no cabía la
idea de que esa situación acabase en algún momento. “Nada es para
siempre.” le susurró una voz familiar.
Todo empezó a volverse oscuro, la sonrisa y el cantar de su amada,
cuya belleza había desaparecido para dar paso a la abominación en
la que convierte a una persona el miedo y el terror a perder a
alguien, se convirtieron en agónicos chillidos, mientras sus ojos,
como esquirlas de un cristal recién roto, se clavaban en su yo
interior invadiendo su alma, llenándola de desesperación y dolor
como nunca antes lo había hecho ninguna otra persona. Aquella cálida
hoguera que segundos atrás había abrigado a su alma del frío
nocturno ahora se apagaba repentinamente. Porque solo habían pasado
unos segundos, ¿no? ¿o eran ya horas? El tiempo se le hacía
eterno, cada minuto duraba lo que una vida en esa agonía. Por
suerte, llegó a encontrar cierta comodidad en el frío que le
inundaba, así que decidió cerrar los ojos, y esperar a volver a
despertarse en su lecho junto a su querida.
…
Nadie
se había dado cuenta de lo que sucedía, ni siquiera la víctima.
Todos estaban demasiado absortos en el festejo como para pensar que
algo podía salir mal aquella noche. Carnavales.
Ni que se tratase de Venecia. Aquella
constante esperanza humana de que toda iba a seguir siendo igual, a
pesar de que la vida siempre demostraba que era en el cambio
constante dónde se encontraba el equilibrio, era lo que otra vez le
había facilitado el trabajo. Tendría que volver a agradecer que la
pasividad de la vida humana había hecho que perdiese aquella
constante atención que le pone todo ser vivo a mantener su
existencia.
Pero
él no era uno de esos casos. Las circunstancias de la vida habían
obligado a Ricardo a mantenerse al tanto de lo que le rodeaba, y él
se había encargado de llevar sus capacidades de supervivencia hasta
cotas inimaginables para alguien de su condición: de alta cuna, se
suponía que tenía la vida arreglada para siempre. Pero como tercer
hijo siempre supo que tenía las de perder, no solo en la herencia de
bienes materiales, sino como imagen dada y portador de títulos en
sí. De poco servía ser el tercero en el orden de herencia al trono
español. Aunque, si lo pensamos bien,
ser el mismísimo heredero del trono tampoco aseguraba nada.
Al
final la caída de su familia no le había venido tan mal.
Posiblemente estaría viviendo
mejor.
Al ser el tercer hijo, era el único preparado para enfrentarse al
mundo exterior. El resto se habían dejado estar, dando por hecho que
uno sería rey y el otro su mano derecha. Siempre
dejándome de lado. Solo dudaste al final, Martín.
Aún recordaba cómo su hermano había intentado pedirle ayuda. Tras
años dejándole de lado “por no entrar en los planes reales”
aquél bocazas había acabado por necesitarle. La
familia es la familia, decía. Era
muy fácil pedir ayuda cuando nunca te habías preocupado en saber si
te la darían, porque ya presuponías que harían lo que pidieses por
servir. Pero entre pedir y
obtener hay un largo trecho a recorrer.
…
“Están
detrás de mí hermano.” le dijo preocupantemente aterrorizado.
“Creo que lo sucedido con Juan Carlos no fue un accidente. Y yo
seré el siguiente.” Por dentro, Ricardo se reía. Era él el que
estaba acabando con su propia familia poco a poco, uno a uno, miembro
a miembro, corona por corona. Y al mismo tiempo asegurándose un
lugar en el mundo que se les iba a venir encima. Lo encontraba
realmente divertido. Él, siempre dejado de lado, mirado con desdén
como si sobrase, era ahora el que movía los hilos, el que mandaba. Y
aquel tal Glenny le había dado la oportunidad. Nunca
diré que el dinero da la felicidad... pero la compra.
Nadie esperaba que pasase nada, pero aún así se tomó las
precauciones necesarias para una situación de extrema vigilancia. Y
la jugada le había salido bien. Los medios estaban seguros de que
todo había sido un accidente, o al menos eso le hacían creer a la
gente de a pie. Iba siendo hora de que alguien reconociese su
trabajo, aunque no se lo atribuyesen a él. Le había salido
realmente caro, mucho más de lo que le habría costado un sicario
para la situación. Pero valió
la pena.
Pocas veces había disfrutado tanto como en el momento en el que vio
a su hermano ahogarse. La gente había creído que cuando el yate de
su hermano se hundió él intentó ayudarlo aunque no hubiese nada
que hacer. Nada más lejos de la realidad. Invitó a su hermano a su
pequeño navío y, disfrutando de una caipirinha observando la
infinitud del ancho mar solo manchada por la presencia del Jinete
de Gibraltar
de su hermano. De repente, Ricardo chasqueó los dedos, y la risueña
expresión de su hermano se tranformó completamente. Desesperación,
desprecio, ira... solo por haber sido testigo de su falta de
autoridad.
No era necesario hacerle sufrir más, así que cuando cayó presa del
somnífero que había puesto en su bebido lo metió en una bolsa y,
cuidadosamente, se encargó de envolver el cuerpo en cadenas y
facilitarle el acceso al fondo del mar. Pero antes de lanzarlo, se
encargó de despertarlo. Entonces
supo quién había mandado siempre.
“Buenas noches hermano, decido convertirte en el heredero de
Poseidón, te toca reinar los mares. Aunque en silencio, por favor.”
le dijo, antes de tirarlo personalmente. La expresión facial de su
hermano había sido un goce. Nunca había disfrutado tanto haciendo
algo: ahora sabía que nada daba tanto placer como ser fuente de tal
terror irracional.
…
Por
ponerse a pensar en cosas sucedidas tiempo atrás se olvidó de la
situación actual, y chocó con un desconocido. Casi
caigo. Giró
alternando como siempre hacía para dejar atrás a un perseguidor:
cada dos calles una a la derecha, una recta, dos a la izquierda y
repetir a la inversa; si a la cuarta no le había perdido, tres giros
aleatorios y volver a empezar con el ciclo.
A
pesar de los nervios provocados por la sorpresa que era el que lo
hubiesen cogido desprevenido, no necesitó más que cumplir el
recorrido planteado una única vez para perder. Quizás ni siquiera
le perseguía, pero no era una riesgo que estuviese dispuesto a
correr. Debería haber estado más
atento.
Pero no era algo que pudiese cambiar ahora. Posiblemente, aquella
persona con la que había chocado iría lo suficientemente borracha
como para ni siquiera ser capaz de recordarle al día siguiente.
Aunque
retrasado por aquellos inútiles giros que había hecho para dejar de
lado a aquél posible perseguidor, llegó a su escondite. En obras
desde que sabía de su existencia, la casa llevaba tiempo abandonada,
así que la había convertido en su madriguera. Éstos
duros tiempos habrán ralentizado las reformas.
Abrió el gran portón chirriante y entró disimuladamente, como si
hubiese alguien pendiente de quién pudiese estar entrando y él no
quisiese ser descubierto. A éstas
horas todos duermen, o, incluso mejor, están disfrutando de la
fiesta.
Una
vez dentro se desvistió, dejando los restos del disfraz, algo
rasgados por algún que otro contratiempo en la calle e inundados en
el olor a humo y whisky tan característicos de la festividad, junto
a aquél cúmulo de vestimentas ridículas que había encontrado en
la casa. ¿Por qué guardar tanta
basura? Y encima dedicarle toda una habitación...
Pero él no era nadie para juzgar a alguien por su locura. Ella
fue mi perdición, y acabará por volverlo a ser incluso después de
haber desaparecido. Aunque
le dolía reconocerlo, la echaba de menos constantemente. Para no
sentirse débil, había preferido tapar ese amor con odio y
resentimiento. Es más fácil
cargar con tal peso si lo hago así.
Recorrió
el amplio y vacío salón con una calma que no parecía propia. Hacía
mucho que no se sentía tan realizado, que no disfrutaba de tal paz
interior. Quizás yo no nací
para amar. Quizás nací para segar vidas. Tampoco
le parecía tan descabellada la idea. Si nos paramos a pensar, miles
de millones de personas, prácticamente todas, estaban dotadas con
el milagroso don de poder crear vida. Viendo que él no era uno de
ellos, ¿no debía concedérsele algo a cambio? Si
Dios me creó incapaz de crear vida, por algo sería. Quizás se
cansó de tanto diluvio y apocalipsis, y decidió usarme a mí para
limpiar ésto de pecadores.
Se acercó a la nevera que había en aquella cocina a media y sacó
la botella de vodka que había guardado justo antes de salir a
trabajar. Mi jefe es un cabrón,
y lo único que puedo hacer es brindar en su nombre. Cogió
un vaso y abrió la botella. Pero no vertió nada. ¿Por qué usar el
vaso? No lo necesitaba. Al igual
que nunca había necesitado realmente a su hermano.
Cogió el vaso y lo lanzó hacia aquél jardín trasero, dónde se
estrelló contra la puerta del baño, haciéndose añicos. ¿A
quién se le ocurre poner el baño fuera? Ni que estuviésemos en la
edad media. Sin
darse cuenta, había dejado la botella sobre aquella mesa en la
cocina. La tomó bruscamente por el cuello, como si la ahorcase,
imaginando que era ella. Entonces, cogió la botella, la chocó
ligeramente contra la ventana, simulando un brindis, y gritó.
“¡Brindo por ti Dios! ¡Eres un cabrón con suerte!”. A los
pocos segundos, la botella estaba vacía. Y, una vez vacía, de poco
servía, así que Ricardo se encargó de hacer que compartiese el
destino de aquel pobre vaso.
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