Monday, 23 March 2015

Despertar: (10) Improvisación

Capítulo 10: Improvisación


Si mantuve nuestra relación fue por puro protocolo y conveniencia, nada más. No me agradezcas haber sido bueno contigo, no lo merezco.

La verdad, me lo inventé sobre la marcha. A pesar de que nunca había tenido ganas de ir, decidí que mi deber era avisar de que tenía tiempo y así organizar el viaje. Todavía no entiendo por qué lo hice. Supongo que, aunque en le momento no tuviese ganas, sabía que una vez allí disfrutaría del momento. O al menos eso creía. Nadie sabía que me iba a presentar allí, dejando de lado a unos pocos elegidos encargados de allanarme el terreno y facilitarme algún que otro encuentro. Iba a ir de incógnito, y los carnavales eran algo que facilitaba en demasía esa incursión. Un trajecito, una máscara, y todo arreglado, nadie sabría quién era. La duda era, ¿a quién atacaría primero?
Posibles víctimas. Aunque lo ideal habría sido barrerlas a todas de un golpe, no era algo fácil, ni tampoco algo del todo posible Además, ni siquiera estaba seguro de si era eso lo que quería. Entre todas posiblemente cubrirían una superficie superior a la hectárea, y recorrerla ágilmente no era algo que mi torpe cuerpo pudiese permitirse. Además, aunque todas necesitasen de ese golpe justiciero, había algunos sujetos que lo requerían con mayor urgencia.
Había intentado ocultar mi rencor hacia su persona, pero en el fondo tenía esa pequeña llama carcomiéndome el alma, haciéndome dudar de mi propia sinceridad. No le había mentido a él al decirle que no le culpaba. Primero me había mentido a mí, me había hecho creer hasta el más mínimo detalle de aquel falso perdón, de aquella falta de ira, de aquella ausencia de desasosiego y violencia desatada. Y una vez que mi ingenuidad me lo había permitido, le hice llegar a él un mensaje que, para mí, era verdadero. Pero en realidad no era más que una mentira. Una muy trabajada, la mentira perfecta. Me había encargado de asimilarla yo mucho antes de poder llevarla a práctica. Y, al final, como si de una sublime obra de arte fruto de la inspiración se tratase, escribí la misiva cargada con el pecaminoso fruto de mi auto-engaño.


Había llegado la noche. No era un trabajo difícil: solo tenía que acercarse a él, matarle, y huir. No sería la primera vez que hiciese algo parecido, aunque sí la primera en la que no daría la cara antes de acabar con alguien. Eso le apenaba. Que su víctima no supiese que era él quien lo mataba. Pero no quedaba otra forma de actuar, el sigilo y el secretismo no eran una opción de la cual podía prescindir.
Había deshechado la idea de encargarse de alguien más, ya que disminuiría sus posibilidades de fuga. Además, a una persona se la podía matar sin que nadie se diese cuenta en una fiesta. Deshacerse de más ya lo convertiría en una carnicería pública. Tenía que hacerlo rápida y disimuladamente. No había marcha atrás: había demostrado que ya no podría aprovecharse más de aquella relación, y tenía que cortar con ella antes de que se convirtiese en parasitaria. Aún así, seguía doliéndole tener que hacerlo.




Bajo la luz de la luna, sus ojos brillaban todavía más, y él era capaz de ver dentro de ellos la razón por la que se había enamorado de esa mujer. No le había costado nada dejarlo todo atrás, e incluso podría haberlo hecho mucho más drásticamente si ella se lo hubiese pedido. Era junto a aquella sonrisa que siempre se había encontrado su hogar, dónde ardía la llama que noche tras noche le abrigaba, protegiéndole de los miedos que siempre lo habían envuelto, que siempre habían estado ahí para recordarle lo débil que era. Había sido. Ya no era débil, no con esa cálida y eterna sonrisa pendiente de él.
Sin dejar de bailar, bajó la mirada hasta encontrarse otra vez con esos ojos que lo llamaban, que hacían de cebo para retenerlo cautivo de una mirada que lo vaciaba, provocando a la vez una inmensurable paz interna y una desmedida revolución sentimental. Esa mirada era todo lo que necesitaba para vivir. Esos ojos, la sonrisa que los acompañaba, aquella pequeña y respingona nariz, y esos rizos que caían, alborotados, como si de un caos dentro del orden se tratase, por los lados tapando aquellas preciosas orejas adornadas con unos simples pero bellos pendientes de plata. En su cabeza no cabía la idea de que esa situación acabase en algún momento. “Nada es para siempre.” le susurró una voz familiar.
Todo empezó a volverse oscuro, la sonrisa y el cantar de su amada, cuya belleza había desaparecido para dar paso a la abominación en la que convierte a una persona el miedo y el terror a perder a alguien, se convirtieron en agónicos chillidos, mientras sus ojos, como esquirlas de un cristal recién roto, se clavaban en su yo interior invadiendo su alma, llenándola de desesperación y dolor como nunca antes lo había hecho ninguna otra persona. Aquella cálida hoguera que segundos atrás había abrigado a su alma del frío nocturno ahora se apagaba repentinamente. Porque solo habían pasado unos segundos, ¿no? ¿o eran ya horas? El tiempo se le hacía eterno, cada minuto duraba lo que una vida en esa agonía. Por suerte, llegó a encontrar cierta comodidad en el frío que le inundaba, así que decidió cerrar los ojos, y esperar a volver a despertarse en su lecho junto a su querida.


Nadie se había dado cuenta de lo que sucedía, ni siquiera la víctima. Todos estaban demasiado absortos en el festejo como para pensar que algo podía salir mal aquella noche. Carnavales. Ni que se tratase de Venecia. Aquella constante esperanza humana de que toda iba a seguir siendo igual, a pesar de que la vida siempre demostraba que era en el cambio constante dónde se encontraba el equilibrio, era lo que otra vez le había facilitado el trabajo. Tendría que volver a agradecer que la pasividad de la vida humana había hecho que perdiese aquella constante atención que le pone todo ser vivo a mantener su existencia.
Pero él no era uno de esos casos. Las circunstancias de la vida habían obligado a Ricardo a mantenerse al tanto de lo que le rodeaba, y él se había encargado de llevar sus capacidades de supervivencia hasta cotas inimaginables para alguien de su condición: de alta cuna, se suponía que tenía la vida arreglada para siempre. Pero como tercer hijo siempre supo que tenía las de perder, no solo en la herencia de bienes materiales, sino como imagen dada y portador de títulos en sí. De poco servía ser el tercero en el orden de herencia al trono español. Aunque, si lo pensamos bien, ser el mismísimo heredero del trono tampoco aseguraba nada.
Al final la caída de su familia no le había venido tan mal. Posiblemente estaría viviendo mejor. Al ser el tercer hijo, era el único preparado para enfrentarse al mundo exterior. El resto se habían dejado estar, dando por hecho que uno sería rey y el otro su mano derecha. Siempre dejándome de lado. Solo dudaste al final, Martín. Aún recordaba cómo su hermano había intentado pedirle ayuda. Tras años dejándole de lado “por no entrar en los planes reales” aquél bocazas había acabado por necesitarle. La familia es la familia, decía. Era muy fácil pedir ayuda cuando nunca te habías preocupado en saber si te la darían, porque ya presuponías que harían lo que pidieses por servir. Pero entre pedir y obtener hay un largo trecho a recorrer.


Están detrás de mí hermano.” le dijo preocupantemente aterrorizado. “Creo que lo sucedido con Juan Carlos no fue un accidente. Y yo seré el siguiente.” Por dentro, Ricardo se reía. Era él el que estaba acabando con su propia familia poco a poco, uno a uno, miembro a miembro, corona por corona. Y al mismo tiempo asegurándose un lugar en el mundo que se les iba a venir encima. Lo encontraba realmente divertido. Él, siempre dejado de lado, mirado con desdén como si sobrase, era ahora el que movía los hilos, el que mandaba. Y aquel tal Glenny le había dado la oportunidad. Nunca diré que el dinero da la felicidad... pero la compra. Nadie esperaba que pasase nada, pero aún así se tomó las precauciones necesarias para una situación de extrema vigilancia. Y la jugada le había salido bien. Los medios estaban seguros de que todo había sido un accidente, o al menos eso le hacían creer a la gente de a pie. Iba siendo hora de que alguien reconociese su trabajo, aunque no se lo atribuyesen a él. Le había salido realmente caro, mucho más de lo que le habría costado un sicario para la situación. Pero valió la pena. Pocas veces había disfrutado tanto como en el momento en el que vio a su hermano ahogarse. La gente había creído que cuando el yate de su hermano se hundió él intentó ayudarlo aunque no hubiese nada que hacer. Nada más lejos de la realidad. Invitó a su hermano a su pequeño navío y, disfrutando de una caipirinha observando la infinitud del ancho mar solo manchada por la presencia del Jinete de Gibraltar de su hermano. De repente, Ricardo chasqueó los dedos, y la risueña expresión de su hermano se tranformó completamente. Desesperación, desprecio, ira... solo por haber sido testigo de su falta de autoridad. No era necesario hacerle sufrir más, así que cuando cayó presa del somnífero que había puesto en su bebido lo metió en una bolsa y, cuidadosamente, se encargó de envolver el cuerpo en cadenas y facilitarle el acceso al fondo del mar. Pero antes de lanzarlo, se encargó de despertarlo. Entonces supo quién había mandado siempre. “Buenas noches hermano, decido convertirte en el heredero de Poseidón, te toca reinar los mares. Aunque en silencio, por favor.” le dijo, antes de tirarlo personalmente. La expresión facial de su hermano había sido un goce. Nunca había disfrutado tanto haciendo algo: ahora sabía que nada daba tanto placer como ser fuente de tal terror irracional.


Por ponerse a pensar en cosas sucedidas tiempo atrás se olvidó de la situación actual, y chocó con un desconocido. Casi caigo. Giró alternando como siempre hacía para dejar atrás a un perseguidor: cada dos calles una a la derecha, una recta, dos a la izquierda y repetir a la inversa; si a la cuarta no le había perdido, tres giros aleatorios y volver a empezar con el ciclo.
A pesar de los nervios provocados por la sorpresa que era el que lo hubiesen cogido desprevenido, no necesitó más que cumplir el recorrido planteado una única vez para perder. Quizás ni siquiera le perseguía, pero no era una riesgo que estuviese dispuesto a correr. Debería haber estado más atento. Pero no era algo que pudiese cambiar ahora. Posiblemente, aquella persona con la que había chocado iría lo suficientemente borracha como para ni siquiera ser capaz de recordarle al día siguiente.
Aunque retrasado por aquellos inútiles giros que había hecho para dejar de lado a aquél posible perseguidor, llegó a su escondite. En obras desde que sabía de su existencia, la casa llevaba tiempo abandonada, así que la había convertido en su madriguera. Éstos duros tiempos habrán ralentizado las reformas. Abrió el gran portón chirriante y entró disimuladamente, como si hubiese alguien pendiente de quién pudiese estar entrando y él no quisiese ser descubierto. A éstas horas todos duermen, o, incluso mejor, están disfrutando de la fiesta.
Una vez dentro se desvistió, dejando los restos del disfraz, algo rasgados por algún que otro contratiempo en la calle e inundados en el olor a humo y whisky tan característicos de la festividad, junto a aquél cúmulo de vestimentas ridículas que había encontrado en la casa. ¿Por qué guardar tanta basura? Y encima dedicarle toda una habitación... Pero él no era nadie para juzgar a alguien por su locura. Ella fue mi perdición, y acabará por volverlo a ser incluso después de haber desaparecido. Aunque le dolía reconocerlo, la echaba de menos constantemente. Para no sentirse débil, había preferido tapar ese amor con odio y resentimiento. Es más fácil cargar con tal peso si lo hago así.

Recorrió el amplio y vacío salón con una calma que no parecía propia. Hacía mucho que no se sentía tan realizado, que no disfrutaba de tal paz interior. Quizás yo no nací para amar. Quizás nací para segar vidas. Tampoco le parecía tan descabellada la idea. Si nos paramos a pensar, miles de millones de personas, prácticamente todas, estaban dotadas con el milagroso don de poder crear vida. Viendo que él no era uno de ellos, ¿no debía concedérsele algo a cambio? Si Dios me creó incapaz de crear vida, por algo sería. Quizás se cansó de tanto diluvio y apocalipsis, y decidió usarme a mí para limpiar ésto de pecadores. Se acercó a la nevera que había en aquella cocina a media y sacó la botella de vodka que había guardado justo antes de salir a trabajar. Mi jefe es un cabrón, y lo único que puedo hacer es brindar en su nombre. Cogió un vaso y abrió la botella. Pero no vertió nada. ¿Por qué usar el vaso? No lo necesitaba. Al igual que nunca había necesitado realmente a su hermano. Cogió el vaso y lo lanzó hacia aquél jardín trasero, dónde se estrelló contra la puerta del baño, haciéndose añicos. ¿A quién se le ocurre poner el baño fuera? Ni que estuviésemos en la edad media. Sin darse cuenta, había dejado la botella sobre aquella mesa en la cocina. La tomó bruscamente por el cuello, como si la ahorcase, imaginando que era ella. Entonces, cogió la botella, la chocó ligeramente contra la ventana, simulando un brindis, y gritó. “¡Brindo por ti Dios! ¡Eres un cabrón con suerte!”. A los pocos segundos, la botella estaba vacía. Y, una vez vacía, de poco servía, así que Ricardo se encargó de hacer que compartiese el destino de aquel pobre vaso.

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