Capítulo 7: Pérdida
Me vigilaban. No necesitaba
comprobarlo, estaba seguro de que me vigilaban. Lo notaba en la nuca
a pesar de estar tumbado en la cama. Todo me observaba en mi oscura
habitación. No podía asegurar quién ni qué lo hacía, simplemente
me sabía observado. Que nadie me malinterprete, que lo digo muy
claro. No sentía que me observasen, ni dudaba si me estaban
espiando. Era totalmente consciente de que fuese quién fuese el
supervisor de mi situación, era capaz de conocer hasta mi más
profundo pensamiento. ¿Por qué jugaba así conmigo?
De
repente, el niño escupió, sin miramiento alguno, una dura
sentencia. “¿Sabes mamá? Creo
que lo mejor sería que papá se muriese antes que tú.”
Las palabras entraron a la fuerza por la mente de la madre, que
intentaba asimilar los vocablos recién liberados por la
supuestamente infantil mente de su hijo. “No
me malinterpretes, no le deseo ningún mal. De hecho, lo mejor para
él sería eso. ¿No estás de acuerdo conmigo?”
La frialdad de su hijo se le contagió, pero de otra manera,
helándola, dejándola incapaz de responder ante las atrocidades que
vomitaba el niño que antaño había creído que era su inocente
retoño. “Es que a él no me lo
imagino capaz de superar tu pérdida. Seguramente acabaría cómo el
abuelo, cómo un lobo sin manada perdido en un territorio que no es
el suyo, incapaz de alimentarse como todos mientras piensa que lo que
hace es completamente normal, a pesar de ser él algo fuera de lugar.
En cambio, tu eres más fuerte, a ti te imagino sobrellevando la
carga, luchando impasible contra viento y marea, ocultando siempre
tus debilidades a la hora de dar la cara, pero capaz de confesar tus
penas cuando correspondiese. Y todo esto, sin que tus nietos notasen
absolutamente nada. Estoy seguro que crecerían con la imagen
estereotípica de abuela que te sobrealimenta, que te achucha sin
parar y que no deja de coronarte como rey de una u otra cosa, como la
abuela a la que confesarle las penas pero también las alegrías, las
primeras aventuras amorosas así cómo sus primeros fracasos, tal y
cómo hice y haré yo mientras crezca. ¿Me entiendes mami?”
Incapaz de contestar, se calmó, al ver por dónde iban los tiros de
su hijo. Aunque le perturbaba la frialdad con la que hablaba de algo
tan fatal e imprevisible, no podía negar que tenía parte de razón.
O al menos eso era lo que ella creía. “Sí,
hijo, sí. Pero no has acabado. Sigue.”.
El joven no esperaba esa respuesta, cosa que le chocó, pero no tardó
en retomar el tono serio que le había caracterizado durante el
discurso para continuar explicándose. “Al
contrario que tú, la imagen de papá sería una mucho más
melancólica. Si tuviésemos suerte, lamentaría tu pérdida con
baladas de guitarra, y escuchar su canto desafinado sería el mayor
de nuestros problemas. Podría seguir disfrutando de su comida llena
de todas las especias que nunca me han gustado, de sus desvaríos
económicos y rígidas opiniones nunca cambiantes, pero eso sería en
el mejor de los casos. Por desgracia, lo que espero de él es una
imagen más parecida a la del abuelo. Metido en su mundo, leyendo, se
aislaría de todo y todos, intentando hacernos ver al resto, cada
cierto tiempo, que está bien, sin siquiera saberlo él con certeza.
Haciendo cómo que disfruta de su whisky favorito en el salón,
mientras lo que en realidad hace es recordarte, en todo tu esplendor,
aquél que luciste, luces y lucirás hasta el fin de tus días. Por
eso tengo miedo, por él, por nosotros. Me da pena que pueda acabar
así.”
Las palabras de su hijo, aunque lógicas, seguían siendo demasiado
duras para ella. No podía soportar más un discurso semejante.
“Hijo, por favor...” murmuró ella taciturna. “Tranquila mamá,
ya me voy. Sólo quería pedirte una última cosa.” dijo, con la
misma voz inocente que le había caracterizado desde el día de su
nacimiento, una voz que difería radicalmente de la que le había
estado hablando durante ese momento. Triste, la madre asintió.
“Claro Julius, ¿qué
quieres?”.
Dudando un momento antes de hablar, su hijo necesitó de unos
segundos para preparar mentalmente la pregunta. “Te
pido que por favor sobrevivas a papá. Te lo ruego, te lo pido por
favor. Por él.”
…
Aunque no de la forma más efectiva ni tampoco tan enteramente cómo
él había esperado, su madre había cumplido aquella promesa que
había hecho aquella extraña tarde. En el momento en que el asalto a
su hogar se inició, ella corrió de forma intuitiva hacia dónde él
se encontraba, para luego esconderlo en un lugar de la casa cuya
existencia el siempre había desconocido, ordenándole que no saliese
de ahí hasta que no tuviese qué comer o beber, sin importar quién
o qué se lo pidiese. Fue en ese momento cuando Julius se dio cuenta
de que todo iba a cambiar. Su madre nunca daba órdenes. Podía pedir
las cosas más o menos simpáticamente, podía sugerirlas con más
ahínco de lo normal, pero nunca daba órdenes. Para cuando su madre
acabó de escupir esas últimas palabras, los asesinos ya habían
vaciado la cabeza de su padre mediante una precisa bala que limpió
esa la soñadora cabeza de tan ilusa persona de toda emoción
restante. Les había faltado la valentía de matarle honradamente,
dando la cara, ya que el proyectil que disipó la esencia de su padre
había salido disparado del arma de un francotirador posado en las
lejanías, del cual él nunca sabría nada, sin importar si salía
vivo o no de ésta.. La suerte de su madre no difirió de la de su
padre. De hecho, ni siquiera parecía que ella hubiese querido evitar
tal destino. Ni tan siquiera se lo planteó. Tras cumplir la promesa
hecha años atrás y poner a salvo a su hijo, corrió, sin intentar
ocultarse, sin intentar defenderse, sin el más mínimo cuidado.
Contando fríamente cada uno de los pasos que daba su madre, el ruido
que provocaba el golpear de sus zapatos contra el parqué, supuso que
había decidido dirigirse hacia el lugar donde yacían inertes los
restos de lo que había sido su padre para acompañarle en lo que
fuese que pudiese haber más allá de la vida y la muerte, para
evitarle esa agónica existencia de lobo estepario. Fue así cómo,
sumida en la tranquilidad e impasibilidad que siempre la habían
caracterizado, armada con su siempre falsa sonrisa y un corazón
maltrecho antaño lleno de falsas esperanzas, fue abatida por uno de
los muchos cazadores que, expectantes, esperaban a que ella, su
presa, se apareciese en su campo de visión.
En el fondo, se dio cuenta de que todo seguía igual. Visto desde el
punto de vista obvio, estaba claro que algo había cambiado. Llevaba
tres días comiendo a oscuras, sin ser capaz de percibir nada que no
fuera el fuerte olor de su orina bañando el suelo junto a las
defecaciones que se pudrían junto al paso del tiempo en una lata
ahora vacía de conservas. Llevaba tres días solo, absolutamente
solo, sin disfrutar ni sufrir la compañía de ningún otro ser, ni
siquiera una rata que, ansiosa, hambrienta y atraída por el olor,
hubiese pasado a saludar interesada en la comida que pudiese
encontrar. Llevaba tres días sin la protección ni las palabras
reconfortantes de nadie que no fuese él mismo, tres días aislado e
incomunicado de la vida. Aunque también era posible que llevase
semanas, meses o años así y no se hubiese dado cuenta. Quizás
siempre había estado así de solo. Desde siempre sus padres se
habían ido distanciando de todo: su padre empezó con una lucha
contra el sistema para distanciarse de la clase alta, para después
asquearse de los sucios mojigatos que plagaban la clase obrera y
decidir formar el nuevo ejército para aquél hombre que él una vez
había odiado y una vez acabada con éxito su ambición de crear la
fuerza del orden más eficaz y temida de toda Europa, se dio cuenta
de que su falta de valores humanos y su excesiva rigidez moral le
provocaban arcadas. Pero no solo a grandes rasgos, sino también en
el ámbito familiar: las luchas con su hermano habían empezado
siendo codo con codo durante lo que entonces habían llamado “el
despertar”, para más tarde convertirse en una constante
competición por ver quién tenía más razón respecto al método a
llevar a cabo para arreglar aquello que consideraban que estaba tan
mal, y luego derivar en una estúpida lucha por la herencia. También
se había ido alejando de sus antiguos amigos, olvidándose siempre
de intentar acercarse a alguien nuevo, hasta el punto de olvidar
también la amistad que le unía a su madre, siendo Arthur un marido
que, a pesar de ejemplar, dejaba mucho que desear en lo referente al
papel de cónyuge. Su madre no había sido diferente, pero era de
otras cosas de las que se alejaba. Thalía no había sido capaz de
soportar la pérdida de su marido, que aunque seguía ahí, para ella
ya estaba muerto debido a esa enorme distancia virtual que les
separaba. Fue así como, para alejarse de la sensación de soledad,
buscó la compañía de otra gente. Pero no era una compañía sana:
esa relación de “amistad” se basaba en compartir horas, días
quizás, llevando a cabo cualquier tipo de actividad que se pudiese
hacer en grupo, pero siempre cubierta y protegida tras los muros que
había impuesto sobre su alma, encerrándola en una celda de la que
nunca más salió. De hecho, ni siquiera ella sabía si su alma
seguía viva, ya que con tal de poder simular su normalidad se vio
obligada a olvidar todo el pesar que antaño la había ocupado. Y
siempre que algo malo surgía, en lugar de afrontarlo, lo encerraba
en esa prisión y hacía como si nunca hubiese pasado, pasando todo
por un filtro de trivialidad que a veces incluso alcanzaba cierto
matiz cómico. Así hizo ver a todos que sobrellevó la muerte de su
padre y la posterior desaparición de su madre, que hundida y perdida
en los mares del alzheimer, seguramente vagaba por el mundo sin ayuda
ni compañía. Dejó que mucha gente se apareciese en su vida, pero
con cada persona que se acercaba aumentaba de forma exponencial la
distancia que tomaba con las conocidas anteriormente, distanciándose
así de todo al final. Por lo tanto, el hecho de estar solo no era
algo nuevo para él. Aunque físicamente solía estar acompañado, la
complejidad de las circunstancias era algo que provocaba una
situación de aislamiento preocupantemente ideal.
…
Estaba seguro de que necesitaba a alguien con él. A alguien que,
cuando se acostase, le diese ese beso de buenas noches antes de
marcharse. Necesitaba a alguien que no se fuese, que cuando se
hundiese en las profundidades de la noche le acompañase con un
cálido abrazo, con un par de dulces palabras e incluso, de tanto en
tanto, con alguna acalorada discusión. Necesitaba a alguien que le
recriminase lo que hiciese mal sin miedo a lo que pudiese pensar, a
alguien que le dijese que era perfecto pero que en cuanto cometía un
error se lo recalcase, a alguien que le valorase tal y como fuese, y
al mismo tiempo necesitase a alguien tanto como él lo hacía.
Necesitaba a alguien a quien besar, a alguien a quien abrazar, a
alguien con quien compartir aquellas aburridas e interminables noches
de insomnio para así hacer de ellas otra gran aventura. Pero por
encima de todo ello, necesitaba saber quién era aquella persona que
necesitaba.
Cargaba con aquél vacío: no el de estar solo, sino el de no saber
con quién quería estar, aquél que debía su existencia a el
conocimiento de una situación mejor pero no de una llave que abriese
la puerta que le permitía la entrada. No pedía que le diesen la
llave, solo que le señalasen cual era, para así saber que era
posible llegar a aquella idílica situación, que había un camino a
seguir para conseguir su objetivo. Aún así, no podía decir que se
sintiese mal; lo que él llamaba vacío no era más que un hueco que
día a día se veía cubierto por la calidez de amigos y familiares
con los que pasar un buen rato sin hacer nada, con los que disfrutar
de una buena cerveza, con los que discutir acerca de la situación
actual o con los que opinar sobre una gran historia. Pero, aún así,
estaba seguro de que no era lo mismo.
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