Sunday, 15 March 2015

Despertar: (7) Pérdida

Capítulo 7: Pérdida


Me vigilaban. No necesitaba comprobarlo, estaba seguro de que me vigilaban. Lo notaba en la nuca a pesar de estar tumbado en la cama. Todo me observaba en mi oscura habitación. No podía asegurar quién ni qué lo hacía, simplemente me sabía observado. Que nadie me malinterprete, que lo digo muy claro. No sentía que me observasen, ni dudaba si me estaban espiando. Era totalmente consciente de que fuese quién fuese el supervisor de mi situación, era capaz de conocer hasta mi más profundo pensamiento. ¿Por qué jugaba así conmigo?

De repente, el niño escupió, sin miramiento alguno, una dura sentencia. “¿Sabes mamá? Creo que lo mejor sería que papá se muriese antes que tú.” Las palabras entraron a la fuerza por la mente de la madre, que intentaba asimilar los vocablos recién liberados por la supuestamente infantil mente de su hijo. “No me malinterpretes, no le deseo ningún mal. De hecho, lo mejor para él sería eso. ¿No estás de acuerdo conmigo?” La frialdad de su hijo se le contagió, pero de otra manera, helándola, dejándola incapaz de responder ante las atrocidades que vomitaba el niño que antaño había creído que era su inocente retoño. “Es que a él no me lo imagino capaz de superar tu pérdida. Seguramente acabaría cómo el abuelo, cómo un lobo sin manada perdido en un territorio que no es el suyo, incapaz de alimentarse como todos mientras piensa que lo que hace es completamente normal, a pesar de ser él algo fuera de lugar. En cambio, tu eres más fuerte, a ti te imagino sobrellevando la carga, luchando impasible contra viento y marea, ocultando siempre tus debilidades a la hora de dar la cara, pero capaz de confesar tus penas cuando correspondiese. Y todo esto, sin que tus nietos notasen absolutamente nada. Estoy seguro que crecerían con la imagen estereotípica de abuela que te sobrealimenta, que te achucha sin parar y que no deja de coronarte como rey de una u otra cosa, como la abuela a la que confesarle las penas pero también las alegrías, las primeras aventuras amorosas así cómo sus primeros fracasos, tal y cómo hice y haré yo mientras crezca. ¿Me entiendes mami?” Incapaz de contestar, se calmó, al ver por dónde iban los tiros de su hijo. Aunque le perturbaba la frialdad con la que hablaba de algo tan fatal e imprevisible, no podía negar que tenía parte de razón. O al menos eso era lo que ella creía. “Sí, hijo, sí. Pero no has acabado. Sigue.”. El joven no esperaba esa respuesta, cosa que le chocó, pero no tardó en retomar el tono serio que le había caracterizado durante el discurso para continuar explicándose. “Al contrario que tú, la imagen de papá sería una mucho más melancólica. Si tuviésemos suerte, lamentaría tu pérdida con baladas de guitarra, y escuchar su canto desafinado sería el mayor de nuestros problemas. Podría seguir disfrutando de su comida llena de todas las especias que nunca me han gustado, de sus desvaríos económicos y rígidas opiniones nunca cambiantes, pero eso sería en el mejor de los casos. Por desgracia, lo que espero de él es una imagen más parecida a la del abuelo. Metido en su mundo, leyendo, se aislaría de todo y todos, intentando hacernos ver al resto, cada cierto tiempo, que está bien, sin siquiera saberlo él con certeza. Haciendo cómo que disfruta de su whisky favorito en el salón, mientras lo que en realidad hace es recordarte, en todo tu esplendor, aquél que luciste, luces y lucirás hasta el fin de tus días. Por eso tengo miedo, por él, por nosotros. Me da pena que pueda acabar así.” Las palabras de su hijo, aunque lógicas, seguían siendo demasiado duras para ella. No podía soportar más un discurso semejante. “Hijo, por favor...” murmuró ella taciturna. “Tranquila mamá, ya me voy. Sólo quería pedirte una última cosa.” dijo, con la misma voz inocente que le había caracterizado desde el día de su nacimiento, una voz que difería radicalmente de la que le había estado hablando durante ese momento. Triste, la madre asintió. “Claro Julius, ¿qué quieres?”. Dudando un momento antes de hablar, su hijo necesitó de unos segundos para preparar mentalmente la pregunta. “Te pido que por favor sobrevivas a papá. Te lo ruego, te lo pido por favor. Por él.”

Aunque no de la forma más efectiva ni tampoco tan enteramente cómo él había esperado, su madre había cumplido aquella promesa que había hecho aquella extraña tarde. En el momento en que el asalto a su hogar se inició, ella corrió de forma intuitiva hacia dónde él se encontraba, para luego esconderlo en un lugar de la casa cuya existencia el siempre había desconocido, ordenándole que no saliese de ahí hasta que no tuviese qué comer o beber, sin importar quién o qué se lo pidiese. Fue en ese momento cuando Julius se dio cuenta de que todo iba a cambiar. Su madre nunca daba órdenes. Podía pedir las cosas más o menos simpáticamente, podía sugerirlas con más ahínco de lo normal, pero nunca daba órdenes. Para cuando su madre acabó de escupir esas últimas palabras, los asesinos ya habían vaciado la cabeza de su padre mediante una precisa bala que limpió esa la soñadora cabeza de tan ilusa persona de toda emoción restante. Les había faltado la valentía de matarle honradamente, dando la cara, ya que el proyectil que disipó la esencia de su padre había salido disparado del arma de un francotirador posado en las lejanías, del cual él nunca sabría nada, sin importar si salía vivo o no de ésta.. La suerte de su madre no difirió de la de su padre. De hecho, ni siquiera parecía que ella hubiese querido evitar tal destino. Ni tan siquiera se lo planteó. Tras cumplir la promesa hecha años atrás y poner a salvo a su hijo, corrió, sin intentar ocultarse, sin intentar defenderse, sin el más mínimo cuidado. Contando fríamente cada uno de los pasos que daba su madre, el ruido que provocaba el golpear de sus zapatos contra el parqué, supuso que había decidido dirigirse hacia el lugar donde yacían inertes los restos de lo que había sido su padre para acompañarle en lo que fuese que pudiese haber más allá de la vida y la muerte, para evitarle esa agónica existencia de lobo estepario. Fue así cómo, sumida en la tranquilidad e impasibilidad que siempre la habían caracterizado, armada con su siempre falsa sonrisa y un corazón maltrecho antaño lleno de falsas esperanzas, fue abatida por uno de los muchos cazadores que, expectantes, esperaban a que ella, su presa, se apareciese en su campo de visión.
En el fondo, se dio cuenta de que todo seguía igual. Visto desde el punto de vista obvio, estaba claro que algo había cambiado. Llevaba tres días comiendo a oscuras, sin ser capaz de percibir nada que no fuera el fuerte olor de su orina bañando el suelo junto a las defecaciones que se pudrían junto al paso del tiempo en una lata ahora vacía de conservas. Llevaba tres días solo, absolutamente solo, sin disfrutar ni sufrir la compañía de ningún otro ser, ni siquiera una rata que, ansiosa, hambrienta y atraída por el olor, hubiese pasado a saludar interesada en la comida que pudiese encontrar. Llevaba tres días sin la protección ni las palabras reconfortantes de nadie que no fuese él mismo, tres días aislado e incomunicado de la vida. Aunque también era posible que llevase semanas, meses o años así y no se hubiese dado cuenta. Quizás siempre había estado así de solo. Desde siempre sus padres se habían ido distanciando de todo: su padre empezó con una lucha contra el sistema para distanciarse de la clase alta, para después asquearse de los sucios mojigatos que plagaban la clase obrera y decidir formar el nuevo ejército para aquél hombre que él una vez había odiado y una vez acabada con éxito su ambición de crear la fuerza del orden más eficaz y temida de toda Europa, se dio cuenta de que su falta de valores humanos y su excesiva rigidez moral le provocaban arcadas. Pero no solo a grandes rasgos, sino también en el ámbito familiar: las luchas con su hermano habían empezado siendo codo con codo durante lo que entonces habían llamado “el despertar”, para más tarde convertirse en una constante competición por ver quién tenía más razón respecto al método a llevar a cabo para arreglar aquello que consideraban que estaba tan mal, y luego derivar en una estúpida lucha por la herencia. También se había ido alejando de sus antiguos amigos, olvidándose siempre de intentar acercarse a alguien nuevo, hasta el punto de olvidar también la amistad que le unía a su madre, siendo Arthur un marido que, a pesar de ejemplar, dejaba mucho que desear en lo referente al papel de cónyuge. Su madre no había sido diferente, pero era de otras cosas de las que se alejaba. Thalía no había sido capaz de soportar la pérdida de su marido, que aunque seguía ahí, para ella ya estaba muerto debido a esa enorme distancia virtual que les separaba. Fue así como, para alejarse de la sensación de soledad, buscó la compañía de otra gente. Pero no era una compañía sana: esa relación de “amistad” se basaba en compartir horas, días quizás, llevando a cabo cualquier tipo de actividad que se pudiese hacer en grupo, pero siempre cubierta y protegida tras los muros que había impuesto sobre su alma, encerrándola en una celda de la que nunca más salió. De hecho, ni siquiera ella sabía si su alma seguía viva, ya que con tal de poder simular su normalidad se vio obligada a olvidar todo el pesar que antaño la había ocupado. Y siempre que algo malo surgía, en lugar de afrontarlo, lo encerraba en esa prisión y hacía como si nunca hubiese pasado, pasando todo por un filtro de trivialidad que a veces incluso alcanzaba cierto matiz cómico. Así hizo ver a todos que sobrellevó la muerte de su padre y la posterior desaparición de su madre, que hundida y perdida en los mares del alzheimer, seguramente vagaba por el mundo sin ayuda ni compañía. Dejó que mucha gente se apareciese en su vida, pero con cada persona que se acercaba aumentaba de forma exponencial la distancia que tomaba con las conocidas anteriormente, distanciándose así de todo al final. Por lo tanto, el hecho de estar solo no era algo nuevo para él. Aunque físicamente solía estar acompañado, la complejidad de las circunstancias era algo que provocaba una situación de aislamiento preocupantemente ideal.

Estaba seguro de que necesitaba a alguien con él. A alguien que, cuando se acostase, le diese ese beso de buenas noches antes de marcharse. Necesitaba a alguien que no se fuese, que cuando se hundiese en las profundidades de la noche le acompañase con un cálido abrazo, con un par de dulces palabras e incluso, de tanto en tanto, con alguna acalorada discusión. Necesitaba a alguien que le recriminase lo que hiciese mal sin miedo a lo que pudiese pensar, a alguien que le dijese que era perfecto pero que en cuanto cometía un error se lo recalcase, a alguien que le valorase tal y como fuese, y al mismo tiempo necesitase a alguien tanto como él lo hacía. Necesitaba a alguien a quien besar, a alguien a quien abrazar, a alguien con quien compartir aquellas aburridas e interminables noches de insomnio para así hacer de ellas otra gran aventura. Pero por encima de todo ello, necesitaba saber quién era aquella persona que necesitaba.
Cargaba con aquél vacío: no el de estar solo, sino el de no saber con quién quería estar, aquél que debía su existencia a el conocimiento de una situación mejor pero no de una llave que abriese la puerta que le permitía la entrada. No pedía que le diesen la llave, solo que le señalasen cual era, para así saber que era posible llegar a aquella idílica situación, que había un camino a seguir para conseguir su objetivo. Aún así, no podía decir que se sintiese mal; lo que él llamaba vacío no era más que un hueco que día a día se veía cubierto por la calidez de amigos y familiares con los que pasar un buen rato sin hacer nada, con los que disfrutar de una buena cerveza, con los que discutir acerca de la situación actual o con los que opinar sobre una gran historia. Pero, aún así, estaba seguro de que no era lo mismo.


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