Sunday, 15 March 2015

Despertar: (8) Atentando

Capítulo 8: Atentando


Qué estaba bien, qué estaba mal. ¿Importa eso? ¿De verdad el fin justifica los medios? Eso espero...

Aunque hasta hace un momento le ahogaban los nervios, pocas veces Mathieu se había sentido más sereno. Era su turno de guardia, y sus compañeros, normalmente algo antipáticos, hoy estaban bastante más amigables. La causa de aquél cambio era, con total seguridad, las festividades de la zona reconstruida de la ciudad. Y el alcohol. Un buen trago puede hacer que el mayor de los idiotas se vuelva alguien entretenido y digno de conversación.
Las obras de reconstrucción se iniciaron con la intención de devolver parte de la inmensa belleza que había caracterizado a la capital francesa durante la época previa a lo que algunos se atrevían a llamar guerra, aunque no había sido más que una serie de atentados masivos que sirvieron en bandeja una conquista masiva. La primera obra acabado fue el palacio de Saint Germain, residencia del gobernador, y cuya inauguración se anunció por todo lo alto con festines inimaginables para el momento, un pronunciado jolgorio exaltado por unos músicos inimitables y shows cuyo mero recuerdo aún ayudaba a la gente a olvidar el penoso momento que pasaban. Desde entonces, anualmente se celebraban festivales y espectáculos, junto a incontables banquetes y demás actos populares en lo que había acabado por ser conocido como el día de Saint Germain, a pesar de no tener relación alguna con la religión.
Con su petaca llena de un cargado licor y embutido en sus ropas de trabajo, Mathieu fue en busca de su compañero de guardia, un sordomudo alemán de aguda vista.
Al encontrarse, Otto recibió a Mathieu con un cálido saludo. Tan cálido como puedan ser un par de movimientos raros de manos... Los meses de trabajo que llevaba con su no tan estimado compañero le habían servido para aprender aquel curioso lenguaje, cosa que posiblemente fuese la única que agradecía haber aprendido desde que entró en el cuerpo de vigilantes.
Aunque amigable por momentos, Otto no era muy parlanchín. Era un hombre de pocas palabras, aún incluso para un sordomudo, así que por suerte no tendría que soportar quejas sobre el no poder disfrutar de las fiestas.
Tras casi dos horas de silenciosa observación, Mathieu le hizo señas a Otto para comunicarle que se tomaba un corto descanso, que estaría pronto de vuelta. Volveré cuando me lo pidas a voces.
En épocas como aquella se seguía la filosofía que dictaba que aquello que tiene un muro alrededor no necesita más protección, ya que si nada puede acercarse, nada podía tocarlo. Nosotros somos ese muro. Mathieu lo encontraba bastante divertido: el hecho de que se tomasen tan pocas precauciones en lugares con tanto armamento, más aún teniendo en cuenta el desarrollo de los acontecimientos de las últimas décadas.
Siendo él el encargado, entrar en el almacén y cargarse con lo necesario no le fue complicado. Además, se encargó de colocar cargas dentro del mismo recinto, para asegurar su futura inexistencia, para limpiar aquél lugar de todo posible de método de profanación hacia la vida. No quedará ni un arma en París después de esto.
Estratégicamente repartió cargas explosivas alrededor de la estructura para hacerla colapsar, para tirarla abajo. Yo estudié arquitectura para diseñar cosas así, no destruirlas. Y aún así aquí acabé. Le costaba creer que le fuese todo tan fácil, siendo Mathieu alguien tan inseguro. El alcohol es la clave.
Una vez que estuvo seguro de haber colocado todo en su sitio decidió dirigirse hacia la pequeña capilla que había cercana al recinto. Necesitaba pedir perdón por lo que iba a hacer.


La hermana Constance llevaba un ya un buen rato rezando cuando aquél hombre entró. Cargado de culpa, apenado. Constance siempre había sido muy empática, era uno de los regalos que el señor le había hecho. Y la gente que se pasaba por allí siempre acababa agradecida por ello, aunque no siempre se lo dijesen. Aún así, Constance no dejó de rezar. No debo interrumpir el rosario.
Desde la muerte de su madre durante los años de la violenta transición rezaba un rosario al día para pedirle al señor que cuidase de su madre y a la Virgen para que la ayudase a ser más fuerte y soportar tan dura pérdida (que obviamente aún no había superado).
Aún así, concentrada como estaba en rezar, notó como aquél hombre se arrodillaba ante el altar junto a ella y cumplía con su cometido. Le vio marcharse, tan silencioso como entró.


¿Estaba tomando la decisión correcta? Le había pedido consejo a Dios a pesar de no ser creyente. No sabía qué hacer. Día a día tomamos miles de decisiones, sin saber nunca cual será su resultado de una forma completamente segura. La decisión que había tomado seguramente provocaría miles de muertes. No era una certeza, sino una seguridad estadística que no se acercaba ni de mucho al cien por cien. Si hubiese que dar una cifra, diría que había un noventa y nueve coma setecientos noventa y dos por ciento de posibilidades de que las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer fuesen realmente catastróficas. Pero, aún así, eso dejaba otra infinitud de posibles desenlaces; ninguno de ellos seguro, solo probable.
Y aún estaba a tiempo de retractarse. Pero esa era una decisión que no estaba seguro de si podría tomar a tiempo. Quizás tenía que convencerse de que no debía hacerlo. Quizás el trabajo mental que era haber planeado algo así, pensar en las consecuencias, en el sufrimiento que provocaría. No. Tengo un objetivo claro. Tengo que enseñarles la fragilidad de la vida, la falta de certeza del futuro.
Con ese pensamiento acabó por decidirse a hacerlo. Ya estaba todo preparado, así que se dirigió hacia la plaza. A paso lento, sin intención alguna de apurarse, sin sentir la imperiosa necesidad de llegar antes. Porque, aunque le costase reconocerlo, aunque le costase decírselo a sí mismo, en secreto, no era capaz de hacerlo. Era un idiota, un ser frágil, carente de iniciativa; tal idea nunca podía ser suya, y si lo era él nunca podría ser capaz de llevarla a cabo.
Y, sin darse cuenta, de forma repentina para él, llegó a la plaza. No tenía sentido; acababa de salir y ya estaba llegando. Todo sucedía demasiado rápido. Seguramente eran los nervios, todo era culpa de los nervios, de esos malditos nervios que le invadían siempre que intentaba hacer algo suyo, algo propio, algo que no era debido a la petición de otra persona. Tras vacilar un poco, subió al escenario donde hasta hace poco había estado dando un concierto una prestigiosa banda de rock satánico y se puso a hablar.
-Me presento hoy ante ustedes para explicarles algo que necesito que sepan, -dijo altivamente mientras se habría el chaleco y mostraba los explosivos que llevaba- algo que es necesario que escuchen. No se les ocurra intentar evitar que mi mensaje se difunda, o haré volar este lugar por los aires. Simplemente escuchen y nadie saldrá herido.-mintió Mathieu. Ahí está la cosa; ahora ellos dan por sentado que vivirán solo porque yo se lo he dicho. Mathieu tomó aire antes de seguir. -Día a día damos por seguras muchas cosas; que al ir al colegio nos reñirán por no hacer los deberes, que por ir a trabajar nos pagarán, que al mirar para cruzar la calle no nos atropellarán o que al subir a un avión llegaremos al destino por el cual pagamos. ¿Y en qué nos basamos? En estadísticas, en números, -Mathieu se aclara la voz y escupe antes de seguir-en que normalmente así es como van las cosas. Comúnmente, si queremos hablar con corrección. ¿Qué les hace pensar que estarán vivos mañana? ¿Qué les hace pensar que su marido no estará mañana con otra? ¿Qué les impide pensar en su hija como la próxima víctima de violación en el pueblo? La estadística, el hecho de que anteriormente nunca se ha dado. Pero piensen que forman parte de un colectivo; la estadística está a favor suyo si la usan mal, pero si la aplican como toca verán que lo tienen jodido. Miles de personas sufren esa suerte día a día. Ahora mismo, mientras yo hablo, seguro que hay alguien viviendo tal situación. Y ese alguien también pensaba que no le podía pasar. Que era imposible. Que era... estadísticamente improbable. Ese es su error.-levanta el interruptor con la mano derecha mientras con la izquierda se lleva el micrófono, y baja para encontrarse con la multitud, que intenta alejarse de él-Y ahora lo pagarán caro. Confiaron en que vivirían solo porque yo lo dije. Pero hoy en día, las armas permiten cambiar eso en cuestión de segundos. Cruzar la fina línea entre la vida y la muerte, aquella que le parece tan gruesa a tantos de vosotros. Ahora, me encargaré de que muchos de ustedes la crucen.
Entonces se sintió la enorme explosión. El cielo se tiñó de un color poco común aquella noche en que la armería desapareció en una explosión que nadie será capaz de olvidar.
Permítanme explicarles en un momento lo que pasó; Mathieu tomó la decisión equivocada. No me malinterpreten, no me refiero a la elección moral o ética, sino a la elección de explosivos. Los concentrados, que prefería para la estructura, para derribarla y deshacerse con ella de las armas que tanto le habían atormentado desde la primera vida que había quitado (la de Ricardo, con quien más tarde nos reencontraremos por si les interesa saberlo), pero se equivocó y usó unos mucho más potentes que derruyeron el edificio y todo su alrededor. Mientras tanto, los explosivos que llevaba encima solo lo mataron a él.

Las pocas personas que salieron heridas aquella noche de la plaza no tenían más que unas leves quemaduras. El problema más grave según una madre de familia numerosa era “que la pequeña no había dejado de llorar y debido a ello no había podido escuchar el emotivo discurso”. En el recuento de víctimas de aquella noche figuran siete personas, y seis de ellas no estaban en la plaza. La hermana Constance, muerta en la iglesia debido a la devastadora explosión, nuestro querido sordomudo Otto, que estaba demasiado cerca de la explosión como para poder evitar su fatal desenlace, nuestro ya conocido Mathieu y otros cuatro que no conocemos y tampoco nos importan.

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