Capítulo 8: Atentando
Qué
estaba bien, qué estaba mal. ¿Importa eso? ¿De verdad el fin
justifica los medios? Eso espero...
Aunque
hasta hace un momento le ahogaban los nervios, pocas veces Mathieu se
había sentido más sereno. Era su turno de guardia, y sus
compañeros, normalmente algo antipáticos, hoy estaban bastante más
amigables. La causa de aquél cambio era, con total seguridad, las
festividades de la zona reconstruida de la ciudad. Y
el alcohol. Un buen trago puede hacer que el mayor de los idiotas se
vuelva alguien entretenido y digno de conversación.
Las obras de reconstrucción se
iniciaron con la intención de devolver parte de la inmensa belleza
que había caracterizado a la capital francesa durante la época
previa a lo que algunos se atrevían a llamar guerra, aunque no había
sido más que una serie de atentados masivos que sirvieron en bandeja
una conquista masiva. La primera obra acabado fue el palacio de Saint
Germain, residencia del gobernador, y cuya inauguración se anunció
por todo lo alto con festines inimaginables para el momento, un
pronunciado jolgorio exaltado por unos músicos inimitables y shows
cuyo mero recuerdo aún ayudaba a la gente a olvidar el penoso
momento que pasaban. Desde entonces, anualmente se celebraban
festivales y espectáculos, junto a incontables banquetes y demás
actos populares en lo que había acabado por ser conocido como el día
de Saint Germain, a pesar de no tener relación alguna con la
religión.
Con su petaca llena de un cargado
licor y embutido en sus ropas de trabajo, Mathieu fue en busca de su
compañero de guardia, un sordomudo alemán de aguda vista.
Al
encontrarse, Otto recibió a Mathieu con un cálido saludo. Tan
cálido como puedan ser un par de movimientos raros de manos... Los
meses de trabajo que llevaba con su no tan estimado compañero le
habían servido para aprender aquel curioso lenguaje, cosa que
posiblemente fuese la única que agradecía haber aprendido desde que
entró en el cuerpo de vigilantes.
Aunque amigable por momentos,
Otto no era muy parlanchín. Era un hombre de pocas palabras, aún
incluso para un sordomudo, así que por suerte no tendría que
soportar quejas sobre el no poder disfrutar de las fiestas.
Tras
casi dos horas de silenciosa observación, Mathieu le hizo señas a
Otto para comunicarle que se tomaba un corto descanso, que estaría
pronto de vuelta. Volveré
cuando me lo pidas a voces.
En
épocas como aquella se seguía la filosofía que dictaba que aquello
que tiene un muro alrededor no necesita más protección, ya que si
nada puede acercarse, nada podía tocarlo. Nosotros
somos ese muro. Mathieu
lo encontraba bastante divertido: el hecho de que se tomasen tan
pocas precauciones en lugares con tanto armamento, más aún teniendo
en cuenta el desarrollo de los acontecimientos de las últimas
décadas.
Siendo
él el encargado, entrar en el almacén y cargarse con lo necesario
no le fue complicado. Además, se encargó de colocar cargas dentro
del mismo recinto, para asegurar su futura inexistencia, para limpiar
aquél lugar de todo posible de método de profanación hacia la
vida. No
quedará ni un arma en París después de esto.
Estratégicamente
repartió cargas explosivas alrededor de la estructura para hacerla
colapsar, para tirarla abajo. Yo
estudié arquitectura para diseñar cosas así, no destruirlas. Y aún
así aquí acabé. Le
costaba creer que le fuese todo tan fácil, siendo Mathieu alguien
tan inseguro. El
alcohol es la clave.
Una vez que estuvo seguro de
haber colocado todo en su sitio decidió dirigirse hacia la pequeña
capilla que había cercana al recinto. Necesitaba pedir perdón por
lo que iba a hacer.
…
La
hermana Constance llevaba un ya un buen rato rezando cuando aquél
hombre entró. Cargado
de culpa, apenado.
Constance siempre había sido muy empática, era uno de los regalos
que el señor le había hecho. Y la gente que se pasaba por allí
siempre acababa agradecida por ello, aunque no siempre se lo dijesen.
Aún así, Constance no dejó de rezar. No
debo interrumpir el rosario.
Desde la muerte de su madre
durante los años de la violenta transición rezaba un rosario al día
para pedirle al señor que cuidase de su madre y a la Virgen para que
la ayudase a ser más fuerte y soportar tan dura pérdida (que
obviamente aún no había superado).
Aún así, concentrada como
estaba en rezar, notó como aquél hombre se arrodillaba ante el
altar junto a ella y cumplía con su cometido. Le vio marcharse, tan
silencioso como entró.
…
¿Estaba tomando la decisión
correcta? Le había pedido consejo a Dios a pesar de no ser creyente.
No sabía qué hacer. Día a día tomamos miles de decisiones, sin
saber nunca cual será su resultado de una forma completamente
segura. La decisión que había tomado seguramente provocaría miles
de muertes. No era una certeza, sino una seguridad estadística que
no se acercaba ni de mucho al cien por cien. Si hubiese que dar una
cifra, diría que había un noventa y nueve coma setecientos noventa
y dos por ciento de posibilidades de que las consecuencias de lo que
estaba a punto de hacer fuesen realmente catastróficas. Pero, aún
así, eso dejaba otra infinitud de posibles desenlaces; ninguno de
ellos seguro, solo probable.
Y
aún estaba a tiempo de retractarse. Pero esa era una decisión que
no estaba seguro de si podría tomar a tiempo. Quizás tenía que
convencerse de que no debía hacerlo. Quizás el trabajo mental que
era haber planeado algo así, pensar en las consecuencias, en el
sufrimiento que provocaría. No.
Tengo un objetivo claro. Tengo que enseñarles la fragilidad de la
vida, la falta de certeza del futuro.
Con ese pensamiento acabó por
decidirse a hacerlo. Ya estaba todo preparado, así que se dirigió
hacia la plaza. A paso lento, sin intención alguna de apurarse, sin
sentir la imperiosa necesidad de llegar antes. Porque, aunque le
costase reconocerlo, aunque le costase decírselo a sí mismo, en
secreto, no era capaz de hacerlo. Era un idiota, un ser frágil,
carente de iniciativa; tal idea nunca podía ser suya, y si lo era él
nunca podría ser capaz de llevarla a cabo.
Y, sin darse cuenta, de forma
repentina para él, llegó a la plaza. No tenía sentido; acababa de
salir y ya estaba llegando. Todo sucedía demasiado rápido.
Seguramente eran los nervios, todo era culpa de los nervios, de esos
malditos nervios que le invadían siempre que intentaba hacer algo
suyo, algo propio, algo que no era debido a la petición de otra
persona. Tras vacilar un poco, subió al escenario donde hasta hace
poco había estado dando un concierto una prestigiosa banda de rock
satánico y se puso a hablar.
-Me
presento hoy ante ustedes para explicarles algo que necesito que
sepan, -dijo altivamente mientras se habría el chaleco y mostraba
los explosivos que llevaba- algo que es necesario que escuchen. No se
les ocurra intentar evitar que mi mensaje se difunda, o haré volar
este lugar por los aires. Simplemente escuchen y nadie saldrá
herido.-mintió Mathieu. Ahí
está la cosa; ahora ellos dan por sentado que vivirán solo porque
yo se lo he dicho.
Mathieu tomó aire antes de seguir. -Día a día damos por seguras
muchas cosas; que al ir al colegio nos reñirán por no hacer los
deberes, que por ir a trabajar nos pagarán, que al mirar para cruzar
la calle no nos atropellarán o que al subir a un avión llegaremos
al destino por el cual pagamos. ¿Y en qué nos basamos? En
estadísticas, en números, -Mathieu se aclara la voz y escupe antes
de seguir-en que normalmente así es como van las cosas. Comúnmente,
si queremos hablar con corrección. ¿Qué les hace pensar que
estarán vivos mañana? ¿Qué les hace pensar que su marido no
estará mañana con otra? ¿Qué les impide pensar en su hija como la
próxima víctima de violación en el pueblo? La estadística, el
hecho de que anteriormente nunca se ha dado. Pero piensen que forman
parte de un colectivo; la estadística está a favor suyo si la usan
mal, pero si la aplican como toca verán que lo tienen jodido. Miles
de personas sufren esa suerte día a día. Ahora mismo, mientras yo
hablo, seguro que hay alguien viviendo tal situación. Y ese alguien
también pensaba que no le podía pasar. Que era imposible. Que
era... estadísticamente improbable. Ese es su error.-levanta el
interruptor con la mano derecha mientras con la izquierda se lleva el
micrófono, y baja para encontrarse con la multitud, que intenta
alejarse de él-Y ahora lo pagarán caro. Confiaron en que vivirían
solo porque yo lo dije. Pero hoy en día, las armas permiten cambiar
eso en cuestión de segundos. Cruzar la fina línea entre la vida y
la muerte, aquella que le parece tan gruesa a tantos de vosotros.
Ahora, me encargaré de que muchos de ustedes la crucen.
Entonces se sintió la enorme
explosión. El cielo se tiñó de un color poco común aquella noche
en que la armería desapareció en una explosión que nadie será
capaz de olvidar.
Permítanme explicarles en un
momento lo que pasó; Mathieu tomó la decisión equivocada. No me
malinterpreten, no me refiero a la elección moral o ética, sino a
la elección de explosivos. Los concentrados, que prefería para la
estructura, para derribarla y deshacerse con ella de las armas que
tanto le habían atormentado desde la primera vida que había quitado
(la de Ricardo, con quien más tarde nos reencontraremos por si les
interesa saberlo), pero se equivocó y usó unos mucho más potentes
que derruyeron el edificio y todo su alrededor. Mientras tanto, los
explosivos que llevaba encima solo lo mataron a él.
Las pocas personas que salieron
heridas aquella noche de la plaza no tenían más que unas leves
quemaduras. El problema más grave según una madre de familia
numerosa era “que la pequeña no había dejado de llorar y debido a
ello no había podido escuchar el emotivo discurso”. En el recuento
de víctimas de aquella noche figuran siete personas, y seis de ellas
no estaban en la plaza. La hermana Constance, muerta en la iglesia
debido a la devastadora explosión, nuestro querido sordomudo Otto,
que estaba demasiado cerca de la explosión como para poder evitar su
fatal desenlace, nuestro ya conocido Mathieu y otros cuatro que no
conocemos y tampoco nos importan.
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